Por Ricardo Vicente López
Parte II
Habíamos quedado en que el paulatino debilitamiento de la Unión Soviética la convirtió en un viejo fantasma que ya no asustaba. Después de su implosión (1991), la consolidación del capitalismo liberal se vio sin límites para la eliminación de gran parte de las viejas conquistas laborales y de los viejos derechos sociales. La figura jurídica de la flexibilización laboral fue el ariete que posibilitó la destrucción final del Estado de bienestar y todo el andamiaje de su estructura jurídica que protegía las conquistas que quedaban de la angurria de los poderosos. El Estado que había garantizado un mínimo de seguridad social para todos, comenzó a desertar de sus funciones básicas y se entregó al salvajismo del mercado: la salud, la educación, la protección social, fueron gradualmente privatizadas. Es decir, se mercantilizó la mayor parte de las relaciones sociales que quedaron sometidas al rigor de la ley de la oferta y la demanda.
Después de ello, el Estado no fue más que un agente de relaciones mercantiles. Con la privatización de los servicios públicos convirtió al usuario en cliente y éste debió atenerse a las reglas del mercado: si tiene dinero compra si no lo tiene se priva. Las relaciones sociales comenzaron a ser pensadas como una forma más del mercado. Después muy poco quedó fuera de él. Se naturalizó la forma compra-venta que invadió gran parte de la vida social: la educación, la salud y la seguridad social. El Estado que hasta entonces había sido considerado una solución para gran parte de los problemas de la sociedad moderna. Se convirtió en un monstruo inservible por el asalto del neoliberalismo que definió que no debía ocuparse de temas que pertenecían al ámbito de los individuos, átomos aislados y autosuficientes: la meritocracia: al que le va mal es porque no es capaz de resolver sus propios problemas.
He querido pintar el cuadro social actual, sin recargar las tintas pero sin escatimar los colores de la tragedia social en la que una parte muy grande de la población mundial fue cayendo. No he querido hacer tremendismo, pero tampoco ser indulgente con una situación que ha adquirido aspectos sombríos. Ya estoy oyendo la voz del pesimismo que me dice: “entonces tenemos razón, ya no hay lugar para la esperanza, sólo un tonto puede esperar algo mejor del futuro, gracias por habernos iluminado”. Quiero contestarle con las palabras del conocido filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977):
“Hay épocas en las que el mal adquiere proporciones tan tremendas, que el tolerante, ya por el hecho de tolerar y permitir que los demás toleren, contribuye propiamente al incremento, al fortalecimiento, a la ratificación de la fechoría e incluso la provoca. Mediante su pasividad convierte a los demás en culpables o, por lo menos, los somete a la tentación… así pues, quien tolera viene a ser cómplice de la supremacía del mal”.
La desesperanza, en situaciones como las actuales, es un signo de aceptación pasiva, un modo de tolerar el mal existente, y Bloch califica ello como un síntoma de complicidad por inacción. Pero cabe acá una profundización de este tema. No quiere decir esto que la complicidad involucre a todos, que no haya derecho a ser desesperanzado. Los desclasados, los marginados, los sumergidos, los que fueron empujados por el barranco de la exclusión, ellos están fuera de esta consideración acusatoria. No me atrevo a decir ni una palabra respecto de sus estados de ánimo, ni de sus expectativas. Creo que hasta se puede afirmar que tienen derecho a ese estado de ánimo.
Pero creo tener, al menos, el derecho a decir algunas cosas sobre los que todavía no estamos en esa situación, ni se presenta como una posibilidad inmediata. Me refiero a nosotros, a todos los que aun parados en el último escalón de la escalera social, los que todavía podemos mantenernos, aunque sea colgados de esa escalera, somos parte de las clases sociales que este sistema incluye: somos incluidos. En nosotros la desesperanza tiene un cierto tono de culpabilidad, a pesar de la inconsciencia con la que la llevemos con nosotros. Porque tenemos todavía la posibilidad de detenernos a pensar, y por ello tenemos la obligación de hacerlo.
Nosotros no tenemos el derecho a abandonar el problema, porque pueda parecernos que no es solucionable, a la luz de nuestros mínimos y limitados análisis. Entonces somos nosotros los portadores obligados de la bandera de la esperanza. Debemos encontrar las sendas posibles para ella. Y, como dije anteriormente, creo que no tenemos el derecho de rendirnos.
Bien, ¿dónde puede estar la salida de este mundo tan cruel? La solución está en nosotros mismos. Somos la solución posible, ésta no está fuera de nosotros. Si el Estado abandonó sus obligaciones respecto de la sociedad civil, recuperemos lo que alguna vez no percibimos que nos estaban robando derechos, y hagámonos cargo de resolver por nosotros mismos las cosas que el Estado ha dejado de hacer, sin por ello dejar de reclamarle por el abandono de sus obligaciones.
La consigna neoliberal que publicitó Margaret Thatcher: “There is no alternative” (No hay otra alternativa), repetida no hace tanto tiempo por el macrismo argentino como “Este es el único camino”, empujaba necesariamente al escepticismo, es decir a no intentar otra posibilidad que la de ir cayendo por la pendiente del empobrecimiento.
Este reclamo puede sonar a disparate, sin embargo, más disparatada fue la aceptación sumisa de dejar de pensar. El neoliberalismo ataca una idea anterior muy arraigada: el Estado debe ser el depositario de las soluciones a los problemas de la sociedad. Los años de postguerra, sumergidos en una crisis severa, dieron lugar a un Estado fuerte, para poder salir de la crisis. Luego, convencidos de su eficacia, creímos que ya nada haría falta hacer. Dejamos el Estado en manos de la tecnocracia y de los políticos que se fueron desentendiendo del resto de la sociedad civil. Un Estado democráticamente fuerte pudo crear una sociedad civil fuerte. Pero, descubrimos lo contrario: un Estado democráticamente débil nunca podrá crear una sociedad civil fuerte.
Sin embargo desde los años 80 intentaron convencernos de la idea opuesta. Algunos todavía recordarán la consigna de Martínez de Hoz: “Achicar el Estado para agrandar la Nación” que intentaba inculcar la idea de la inutilidad del Estado que entorpecía el juego de la oferta y la demanda en un mercado libre guiado por una mano invisible. Por ello, ahora, es nuestra obligación comprender la situación en la que nos encontramos y la necesidad de recuperar la iniciativa y la decisión de reconstruir la sociedad civil. Los años sesenta y setenta mostraban dos caminos posibles: el reformismo o la revolución.
Desde el final de los años 80, con la caída del Muro de Berlín, nos enfrentamos al símbolo de la crisis simultánea del reformismo y de la revolución. Ambos dejaron de ser caminos transitables. Un desierto de ideas fue avanzando sobre la conciencia ciudadana. Para resolver esta situación nos ofrecieron la posibilidad del consumo, primer paso hacia un consumismo planificado por el marketing de los grandes conglomerados internacionales. La plaza pública fue suplantada por el shopping: la figura del ciudadano se fue convirtiendo en el consumidor, el modelo propuesto por la sociedad del consumo.
Lo que estoy intentado decir, que requiere una reflexión meditada detenidamente, es que debemos pensar en que la democracia, tal cual la hemos conocido hasta aquí hoy es parte tanto de nuestro problema como, al mismo tiempo, es nuestra solución. Y en ella radica nuestra esperanza, ella es el punto de partida de un mundo mejor.
El Profesor Boaventura de Sousa Santos, académico portugués, Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale, publicó un artículo en el que nos propone una reflexión muy interesante:
La normalidad de la excepción. La pandemia del coronavirus no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación de normalidad. Desde la década de 1980: a medida que el neoliberalismo se fue imponiendo como la versión dominante del capitalismo y este se fue sometiendo cada vez más a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. Una situación doblemente anómala. La idea conservadora de que no hay alternativa al modo de vida impuesto por el hipercapitalismo en el que vivimos se desmorona. Se hace evidente que no hay alternativas porque el sistema político democrático se vio obligado a dejar de discutir las alternativas.
Estas palabras abonan, para mí, de un modo inesperado, el camino de la esperanza. La afirmación de la existencia de un único camino, sin la menor duda nubló nuestra capacidad de pensar. Las alternativas estaban presentes en este mismo sistema. Una crisis más, pero en una situación límite, fue suficiente para que se descubriera lo que estaba a nuestro alcance, que no pocos de los críticos hace tiempo reclamaban. El dinero para financiar las soluciones estaba disponible, si se decidían a utilizarlo para ello. Las alternativas no existían desde la angurria de los más ricos. Pero el miedo a un virus y a sus posibles consecuencias, permitió levantar la tapa del baúl donde estaba guardado y protegido por los grandes bancos.
¿Quiénes de nosotros ignoraban que había allí dinero suficiente para modificar la estructura de la sociedad neoliberal y ponerlo a disposición del Estado para que los invisibles comiencen a aparecer y demandar?