Un filósofo de barrio: Enrique Santos Discépolo

Por Ricardo Vicente López

(Texto extraído de la publicación en la Sección Biblioteca en www.ricardovicentelopes.com.ar de un trabajo más extenso, con el mismo título)

«He creído y por eso he hablado», han dicho siempre los hombres creadores, los poetas y los creyentes. «Un educador es esencialmente un creyente y un poeta»
-Olegario González de Cardedal

A quien voy a recordar hoy es un intelectual, con todo el peso, la densidad y la gravedad que esta palabra debe encerrar, sobre todo para aquellos que se han comprometido con la defensa de las culturas populares, menospreciadas por los hombres cultos. Estoy nombrando, en este setenta aniversario de su viaje final, a Enrique Santos Discépolo (1901-1951).

Páginas de su vida

Fueron pasando los años y la memoria de sus poemas, de su música, de sus obras de teatro, de su modo de pensar y decir, se han ido deshilachando, empalideciendo, hasta convertirse en el recuerdo de algunas letras ingeniosas y profundas. El ciudadano de a pie de hoy, que está acribillado por la descarga implacable de los medios de información, hipnotizado por la estupidez de la televisión, que imita los modelos de los EEUU, ha ido perdiendo su capacidad de vibrar al compás de aquel corazón sabio que tenía, siempre, una carga de denuncia ética, crispada, implacable, pero con mucha piedad.

Porque después de tantas devaluaciones éticas “hoy la Moral la dan por moneditas”.  Él supo, tempranamente, que en este mundo no había lugar para aquellos que pretenden encarnar  la conducta del “crucificado”, y con esas pretensiones se convierte en “un moralista, un disfrazao… sin carnaval”. Y no lo entendían, estaba claro, porque había cometido la enorme imprudencia de ser un distinto, de ser un renovador, de decir cosas en sus letras, de denunciar la injusticia y la inmoralidad. A esto le agregaba reflexionar sobre la vida, hablar de ética, de Dios y otras impertinencias, frente a una sociedad que había emprendido el camino que desembocaría en la Gran Crisis.

El tango fue para él el medio de expresión de su filosofía, de ese pensar y sentir del hombre de ciudad, de aquél que “está solo y espera” en el decir de un contemporáneo suyo, Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959) [[1]]. La suya no era una filosofía de Academia, que además cometía la temeridad de presentarse con un lenguaje de arrabal. Los “cultos” la miraban con desprecio y la gente de barrio no estaba todavía en condiciones de reconocerse en ella. Era necesario que pasaran algunos años para que madurara el encuentro entre ese modo de decir y esa gente que estaba allí expresada.

Su audacia lo llevó a introducir en esas letras un “puchero” de cosas que tenía el hombre de esos tiempos. Apeló a un lenguaje tragicómico para pintar el horizonte en el que se recortaban los perfiles de época, de la tristemente célebre “década infame”, en la que que murió lleno de honor, ni murió ni fue guerrero como me engrupiste vos”. Pero ya se percibía que los pioneros del despilfarro y la corrupción vivían sus vidas de “elegantes”, mientras que algunos pocos “pobres reos” terminaban “en cana, prontuariado como agente de la camorra””. No es de extrañar, entonces, que los personajes que desfilaron en esas letras mezclen la amargura con la risa, porque ellos eran el reflejo de lo que también le ocurrió a él: el desencanto  que expresaba así: “me he vuelto pa’ mirar y el pasao me ha hecho reír, ¡las cosas que he soñao, me cacho en diez qué gil!”.

Estaba pagando el duro precio de su pretensión de: “haber piyao la vida en serio”, por eso se dice, en una parábola que lo pinta de cuerpo entero: “pasás de otario, morfás aire y no tenés colchón”. No le perdonaron que a sus pretensiones filosóficas le sumara el descaro de ser un gran poeta. Era un exigente que no escribía como de pasada, al descuido. Sus letras podían llevarle mucho tiempo, se le iban los meses buscando aquella palabra que expresara el giro exacto que deseaba darle a su metáfora. Muchas veces, en medio de una conversación con amigos, en algún café, sacaba de pronto un papelito del bolsillo, y con cara da Arquímedes gritaba su “eureka”, y escribía esa palabra perseguida tanto tiempo.

Le costaba mucho estar satisfecho con lo que escribía, no le alcanzaba, siempre era necesario introducir una nueva corrección. Porque sentía que esos versos eran sus hijos queridos, por esa razón decía de sus tangos: “no los hago para vender, no soy comerciante”. No admitía que lo que volcaba en sus tangos: el fruto de sus profundas reflexiones, evadiendo toda norma clásica de pensamiento, dialogando consigo mismo, en alucinada intención de encontrar una explicación para todo aquello que “la vida le niega”. Pero todo eso con una finura poética como sólo “algunos elegidos” logran. Esa era su culpa, su empecinamiento en querer ser lo que sentía.

Su empecinamiento en querer ser la voz del transeúnte, del ciudadano de a pie, «al usar el lenguaje con el que suponía hablarían los representantes angélicos de los atorrantes en los arrabales del cielo». De allí esa extraña mezcla de poesía sublime con un lunfardo plebeyo. Para muestra recordemos aquella descripción de su novia de ayer: «Esto que hoy es un cascajo fue la  dulce metedura donde yo perdí el honor», al encontrarla «en un requiescat in pace [[2]] tan cruel como el de hoy». Encarnaba al payaso triste que “levantó un tomate y lo creyó una flor”; por ello le puede decir a aquélla a quien intentó salvar: «Me clavó en la cruz tu folletín de Magdalena, porque soñé que yo era Jesús y te salvaba».

Dice de él Horacio Ferrer:

«Su audacia lo llevó a introducir en esas letras un “puchero” de cosas que tenía el hombre de esos tiempos. Apeló a un lenguaje tragicómico para pintar el horizonte en el que se recortaban los perfiles de época, de la tristemente célebre “década infame”, en la que más de un «guerrero que murió lleno de honor, ni murió ni fue guerrero como me engrupiste vos». Pero ya se percibía que los pioneros del despilfarro y la corrupción vivían sus vidas de “elegantes”, mientras sólo unos pocos «pobres reos terminaban en cana, prontuariado como agente de la camorra».

Por ello su voz hablaba de ese hombre, del que dijera Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959):

 «Aprendió a sigilar sus amarguras, sofrenar sus alegrías y a atemperar sus ardimientos. Como el Hombre de la Pampa, él no tenía paisaje delante de sí. Vio, anticipadamente, su decrepitud en su guapeza y el tiempo fue su inseparable padrino aguafiestas».

El sabía, porque lo vivía en carne propia: “que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina”. Esa fe lo llevaba al lamento por la miseria que lo rodeaba y se convertía en una queja ante el cielo: «en mi noche interminable, Dios… busco tu nombre». En esa pesquisa, de tropiezos y desencuentros, le confiesa a Dios que «mi fe se tambalea» pero, a pesar de ello, confiesa «no quiero abandonarte yo». Intenta seguir aferrado a una esperanza que se le escurre para abrazarse a esa luz que le señale el camino de la salvación. Para cuando aparezca «entonces, de rodillas, hecho sangre en los guijarros, moriré con vos, ¡feliz Señor!».

En sus exclamaciones y reproches se percibe que su fe de cristiano atormentado no le impidió vivir la esperanza de un mañana mejor. Sumido en las grises tinieblas de su hoy, el de los años veinte y treinta, algo en su interior le indicaba que la suya no era una fe loca, ciega, que algo se estaba preparando en las catacumbas del alma de la ciudad. Que a pesar de sentir que «No ves que estoy en yanta, y bandeao por ser un gil», no podía ser la salida única de ese mundo el «cachá el bufoso y chau, vamo a dormir». Ese «otario que un día cansado ¡se puso a ladrar!» tenía que encontrar un camino hacia otra vida mejor. Y como vivió “a contramano” terminó en su ley.

Asoma el sol de un mañana mejor

«Quizás la locura no es soñar un mundo mejor, sino haber perdido la capacidad de soñar».

Mónica A. Vargas Aguirre

En la década del cuarenta, comenzó a ver que los trabajadores se encolumnaban tras un “coronel” que les hablaba de conquistas sociales, entonces, contra la opinión de sus amigos y colegas que lo rodeaban, se pasó a las filas del naciente peronismo. Y cambió su lenguaje quejumbroso por otro mordaz, agudo, filoso, con el que inició sus charlas con Mordisquito, un personaje que representaba a los descreídos que seguían aferrados al pasado. Como todos aquellos que continuaban sumidos en el escepticismo de clase media.

Se sintió convocado por una clase trabajadora que comenzaba a vivir la esperanza de construir una vida más justa. Entonces dejó atrás su melancolía de hombre desesperanzado, se apartó también de aquellas letras que rezumaban angustia, tristeza, abandono, traición.  Asumiendo esa esperanza compartida, como si vislumbrara que aquel verso «tu alma entraba pura a un porvenir» ahora le hablaba a él. Fue ese despertar lo que no le fue perdonaron aquellos con los que había compartido sus noches de café. Aquel verso que pintaba un ayer se le presentaba ahora en esa nueva vida: «La gente es brutal cuando se ensaña y odia siempre al que sueña». Afirma Ricardo García Blaya (1941): “Uno de los factores que provocaron su depresión y un final divorciado de la elite intelectual fue, justamente, este aspecto esencial de su propuesta poética vinculada al conflicto social”.

En esa nueva etapa, sintiendo que sus mejores ideales parecían encarnarse en la historia, se suma a la tarea docente de explicarle a ese personaje, representante del odio de clase: Mordisquito, los cambios que se habían producido en la Argentina de los cuarenta. Y eligió a ese personaje radial, paradigma de los incrédulos, para recordarle que él no podía olvidarse de todo lo que había sufrido en carne propia. Y para él y para los otros como él, comparaba ese hoy que estaba viviendo con las tristezas del ayer tan cercano, y el resultado lo llenaba de entusiasmo. En una de sus intervenciones radiales le decía:

«Bueno, mirá, lo digo de una vez. Yo no lo inventé a Perón. Te lo digo de una vez, así termino con esta pulseada de buena voluntad que estoy llevando a cabo en un afán mío de liberarte un poco de tanto macaneo. La verdad: yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a los malos gobiernos. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria… Nacieron de vos, por vos y para vos. Esa es la verdad… Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena, porque pedían un mínimo respeto a su dignidad de hombres y un salario que les permitiera salvar a los suyos del hambre. Sí, yo sé que te fastidia que te lo recuerde. Es claro, pero vamos a terminarla de una vez. Los trajo la injusticia que presidía el país. Porque a fuerza de hacer un estilo de tanto desmán, terminó por parecerte correcto lo más infame. Te dejo. Con tu conciencia. ¡Perón es tuyo! ¡Vos lo trajiste! ¡Y a Eva Perón también! Por tu inconducta. A mí lo único que me resta es agradecerte el bien enorme que sin querer le hiciste al país. Gracias te doy por él y por ella, por la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir que se merece. ¡A mí ya no me la podés contar, Mordisquito! Hasta otra vez, sí. Hasta otra vez».

[1] Fue un pensador, historiador, filósofo, periodista, escritor, ensayista, y poeta argentino, agrimensor de profesión. Fue amigo de Arturo Jauretche y Homero Manzi, con quienes formó parte de FORJA (“Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina”).

[2] “requiescat in pace” es la expresión latina de “descansa en paz”.

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