Los dichos de un tal Sócrates. Parte II – Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Revisemos el relato propuesto por Platón, en su libro República, y hagamos el ejercicio de ponerlo en paralelo con el mundo de hoy, en un juego de espejos que se enfrentan. La reflexión sobre la que avanza el presentador de este relato: Sócrates (en la ficción puesto que ya había sido ejecutado, en un tiempo anterior a este escrito). El relator aparece como alguien que ilumina todo con su sabiduría. Creo que nos abrirá una puerta para iniciar un camino de comprensión respecto del fenómeno social analizado en sus complejidades: un mecanismo oculto que se fue alojando en el subsuelo de la vida histórica. Se fue entretejiendo un mundo de versiones sobre cómo entender la vida social, y el papel del ciudadano en él. Esto se interpuso entre la simple percepción de lo cotidiano y los modos de dar sentido a esas experiencias. La propuesta es atrevernos a captar, con mayor profundidad, aquello que ya había comenzado a manifestarse en la Grecia clásica, pero que solo pudo ser detectado entonces por la aguda inteligencia de Platón. El ciudadano ateniense de entonces – en nuestro caso paralelo nuestro ciudadano de a pie− puede entender con cierta claridad cómo es el funcionamiento del entramado de las relaciones sociales como para evitar que se interpongan en su intento de conocer la realidad tal cual es. Para Platón, esto es posible solo para un reducidísimo número de  personas: los filósofos: (son los únicos capacitados para ejercer cargos públicos).

Aclaremos esto. Una actitud común de la mayor parte de nosotros, en nuestro mundo de hoy, muchísimo más complejo que la vida en una ciudad como Atenas (llegaba a los 250 mil habitantes, de los cuales 40 mil eran ciudadanos con todos los derechos, unos 70 mil eran extranjeros y casi 140 mil eran esclavos). De aquí se deduce que, para nuestra mirada actual, deberíamos contar con esos ciudadanos con derechos. Equivale a una ciudad media de nuestro interior. No muchas pero suficientes como para vivir la transparencia de las pequeñas poblaciones, en las que la mayoría se conocen entre sí.

La complejidad que presentaba nos recuerda la descripción del poeta español Ramón de Campoamor (1817-1901) cuando escribió: «Y es que en el mundo traidor… nada hay de verdad ni de mentira: todo es según el color del cristal con que se mira».

Han pasado muchos siglos desde aquella Atenas, que ya había comenzado a mostrar el resquebrajamiento de sus normas y de sus instituciones: de decadencia. Por todo ello aquellas personas, sin saber por qué, también se iban sumergiendo en un espeso pesimismo. Lo cual supone una manera de expresar, y admitir, que: “nada vale… que ningún valor es inmutable…, y que inevitablemente, debido al desgaste de la política, impera el subjetivismo, la arbitrariedad, y el relativismo, en todas las facetas, aunque en diferentes medidas de ellos con nuestro mundo”. Entre nosotros hoy, desde que décadas atrás se comenzó a hablar del fenómeno de la Posmodernidad como una aceptación callada de los vencidos; se estaba dando a entender que los valores de la Modernidad, aquellos que habían configurado nuestras vidas, se estaban derrumbando.

Este entramado, que es social, ideológico y político, con una palabra más abarcadora e incluyente, podríamos decir: cultural, entendiendo por ello el modo mediante el cual cada pueblo organiza su vida y asume su tabla de valores, o los desprecia por no vigentes. Ese mundo, que comenzaba a mostrar sus rajaduras, se derrumbaba en las primeras décadas del siglo pasado. Era detectado y expresado por la fina percepción de nuestro filósofo de barrio, Enrique S. Discépolo (1901-1981) [[1]] tiene ribetes similares (siempre que se tenga en consideración el tiempo y la distancia), definía nuestro mundo como un Cambalache [[2]], sentenciaba en uno de sus versos: «¡Todo es igual, nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor». Tanto el ateniense, como nuestro porteño [[3]] molestaban por su denuncia y por una crítica social, en un mundo decadente en el cual la hipocresía había desplazado a la Verdad, pero que no perdona la sustitución y el desprecio de los valores humanos: «¡Qué falta de respeto qué atropello a la razón! cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!»

«Los griegos clásicos tenían un concepto para esto: ethos. Esta palabra significa “costumbre” y, a partir de ahí, “conducta, carácter, personalidad” entendidas como modos comunitarios del ser. Es la raíz de Ética. El Diccionario de la Academia incorporó la palabra “etos” (sin “h” intermedia), definiéndola como: “Conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o una comunidad”».

Debemos tratar de pensar ese fenómeno, aparentemente sencillo, aunque presenta sus serias dificultades y no permiten que sea tan fácil de captar. El lenguaje del que disponemos es ambiguo, escurridizo; no está provisto de vocablos específicos para designar con claridad eso que se oculta. Hoy la ciencia moderna ha generado un lenguaje propio para sí, con vocablos técnicos, lineales; concibe palabras, y eso nos lleva a pensar que todo es claro y de sencilla descripción. Lo que se podría describir como una cultura técnica ha convocado a la conciencia colectiva a definirla como un saber superior, con palabras precisas. Hasta la poesía ha caído hoy en una cierta devaluación, pareciera que no tiene lugar en estas últimas décadas de imposturas.

La verdad ha perdido el señorío de otras épocas; si bien la hipocresía es una conducta que ha acompañado a todos los tiempos, hoy aparece acompañada por la desvergüenza, la osadía y la desfachatez, no falta mucho para que sea considerada una virtud. Sin embargo, como una luz que despeja las tinieblas, su recuerdo nos ayudará a no fallecer.

Por tal razón, volvamos al Sócrates errabundo. Allí, en la plaza pública, o donde encontraba personas debatiendo, se ofrecía para mostrar un modo de ir penetrando los recovecos del lenguaje; el fruto de todo lo que había reflexionado lo volcaba en sus diálogos callejeros, con su público, mayoritariamente juvenil. Interrumpía los diálogos preguntando: ¿No dirías tú que…?… Veamos un pasaje de sus reflexiones en una reunión con sus discípulos:

«- Ocupémonos sin pérdida de tiempo de las cosas de que las que hace poco hablábamos y con cuya verdadera existencia hemos estado siempre conformes en nuestras preguntas y respuestas. ¿Estas cosas son siempre las mismas o cambian alguna vez? ¿Admiten o experimentan algún cambio por pequeño que sea: la igualdad, la belleza, la bondad y toda existencia esencial, o cada una de ellas por ser pura y simple permanece así, siempre la misma en sí, sin sufrir nunca la menor alteración ni el menor cambio?

– Es absolutamente necesario que permanezcan siempre las mismas, sin cambiar nunca, dijo uno de los discípulos.

– Y todas estas otras cosas, siguió diciendo Sócrates: hombres, caballos, vestidos, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿permanecen siempre las mismas o son enteramente opuestas a las primeras en el sentido de que jamás permanecen en el mismo estado ni con relación a ellas mismas ni tampoco con relación a las otras?

– Nunca permanecen las mismas, respondió otro discípulo.

– Entonces son cosas que puedes ver, tocar y percibir por cualquier sentido; en cambio las primeras, las que siempre son las mismas, no pueden ser percibidas más que por el pensamiento, porque son inmateriales y nunca se las ve».

Ud. amigo lector, puede tener serias dificultades para aceptar que estos contenidos de esos debates pudieran contener algún valor subversivo. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos que no reflexionaban nunca, se sentían impactados por preguntas que no se sentían en condiciones de comprender ni de responder. Eso era un argumento suficiente para sospechar de las intenciones de Sócrates; y más humillados aún, cuando veían a esos jóvenes salir de esos debates sonrientes y satisfechos con sus nuevos aprendizajes.

Pues bien: Sócrates fue juzgado ante un jurado formado por 501 ciudadanos y fue condenado a muerte por una mayoría de sólo sesenta votos. Es probable que muy pocos de los jurados esperaran que la sentencia se cumpliera. Le quedaba al reo el recurso legal de apelar en demanda de una pena más suave y exigir una nueva votación al respecto. Si hubiera hecho una apelación y defensa humildes, con lamentos e imploraciones, como era costumbre en casos semejantes, los jurados habrían sin duda, cambiado el sentido de su voto. Pero él se obstinó en adoptar una postura exclusivamente racional.

En sus últimos días, ya en prisión, en una reunión de despedida dictó, tal vez su última clase

«-Una de las cosas en que yo creo es el imperio de la ley, dijo a sus discípulos. Uno de ellos le recomendó que huyera.

– El buen ciudadano, como os he predicado tantas veces, es el que obedece las leyes de la ciudad. Las leyes de Atenas me han condenado a muerte, de lo que se deduce lógicamente que, «como buen ciudadano, debo morir». La conclusión de Sócrates se les hacía muy difícil de aceptar:

-¿No es llevar la lógica demasiado lejos?, se decían. Pero Sócrates se mantuvo firme en su idea.

Platón en su diálogo Fedón ha descrito la última noche de Sócrates en la tierra.

«El Maestro pasó aquella noche, como había pasado tantas otras, discutiendo sobre filosofía con sus jóvenes amigos. El tema que se discutió versaba sobre ¿existe otra vida después de la muerte? Sócrates se inclinaba por una respuesta afirmativa, pero siempre estaba dispuesto a considerar cualquier opinión contraria; escuchaba con mucha atención las objeciones de algunos de sus discípulos que discrepaban con su punto de vista. Hasta el fin, Sócrates conservó su serenidad y no dejó que la emoción influyera en su razonamiento. Aunque sabía que iba a morir al cabo de algunas horas, continuó discutiendo desapasionadamente y con toda lucidez sobre la posibilidad de una vida futura. Al aproximarse a la hora fatal, los discípulos se congregaron alrededor del amado maestro y prepararon sus corazones para el horror de verle beber la copa del veneno. Sócrates había mandado que se la trajeran antes de que el sol se pusiera tras las montañas occidentales. Cuando el sirviente trajo la copa, Sócrates le dijo, en un tono tranquilo y práctico:

– Tú que estás al tanto de todos los detalles de este asunto, dime lo que tengo que hacer.

– Bebe la cicuta; a continuación te levantas y das unas vueltas por la habitación hasta que sientas que las piernas se te entumecen. Entonces te acuestas y el sopor te invadirá hasta llegar al corazón.

Sócrates, deliberada y fríamente, procedió como se le había dicho; tan sólo se detenía en sus paseos para reprocharles los sollozos y lloriqueos a sus amigos, a los que reprendía diciendo que no había razón para sus lamentos, pues siempre habría obrado de forma correcta y razonable. Su último pensamiento fue para una pequeña deuda que había olvidado. Se quitó el paño con que había cubierto su cabeza y dijo: –Critón, le debo un gallo a Esculapio. Cuídate de que se pague la deuda. En su morada final, consideraba la muerte como una cura definitiva a todos los males de la humanidad. Entonces, darle un gallo a Esculapio era una forma de agradecer por adelantado “la curación”. Luego cerró los ojos, volvió a cubrirse con el paño, y cuando le preguntaron si tenía otra cosa que mandarle, ya no obtuvo respuesta.

Este fue el fin -dice Platón, que ha descrito aquella escena con palabras inmortales para  «nuestro amigo, el hombre más bueno, más justo y más sabio de todos cuantos hemos conocido».

[1] Enrique S. Discépolo fue un compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino. También era conocido como Discepolín. Sugiero la lectura de mi trabajo Un filósofo de barrio en la página www.ricardovicenteLopez.com.ar – Sección Biblioteca.

[2] Cambalache se refiere a un intercambio (de cualquier tipo de cosas), un lugar de trueque de todo por cualquier otra cosa; un lugar de compraventa de cosas usadas; es un lugar o situación en los que predomina el desorden y el ruido.

[3] Se dice de loa habitantes de la ciudad de Buenos Aires.