Por Ricardo Vicente López
La espiritualidad es un concepto que se fue desplegando, penetrando, sutilizando, durante siglos, y que en los últimos dos la ignoraron, la menospreciaron o, simplemente, la olvidaron. En notas anteriores escribí sobre el fuerte impacto que la Ilustración asestó a ese concepto. Uno de los más fuertes ataques lo recibió del materialismo mecanicista del siglo XVIII, que dio lugar a la negación, lisa y llana, con muy pobres argumentos. Este materialismo es una doctrina que reduce la realidad a una estructura que se piensa como una máquina, como analogía. Por lo tanto, todo adquiere explicación según los modelos proporcionados por la mecánica, e interpretada sobre la base de las nociones de materia y movimiento.
Luis Toledo Sande, Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana, diagnostica esta situación como de “un déficit de espiritualidad” al que califica como “una de las grandes calamidades que hoy el mundo sufre, y, al parecer, se va agravando con el paso del tiempo”. Detectar y hacerse cargo de esta anomalía “no exige una visión especialmente penetrante. Ni cabe acreditar su descubrimiento a alguien en particular”. Sin embargo, y a esto lo convoco amigo lector, es muy importante que detectemos esa carencia y reflexionemos sobre sus causas. Equivale a decir que un ciudadano de a pie, uno cualquiera de nosotros, puede y debe asumirse como parte de esa tarea humana, en defensa y a favor de un mundo más feliz.
Retomando la idea de mecanicismo, y deteniéndonos a pensar lo que ésta nos dejó como enseñanza, podemos encontrar en nuestra mente una verdad, aceptada como sentido común: “todo efecto tiene una causa”. Esta proposición, que reduce la explicación a una sencilla e inmediata correlación, nos deja satisfechos. Es conveniente ubicar este tipo de sabiduría en la historia: aparece como parte de la Revolución burguesa. El concepto refleja los cambios en la mentalidad que se operaron a partir del desarrollo del comercio y la producción manufacturera. Como un elemento del avance político-ideológico de la burguesía europea, en los siglos XVI al XVIII. Ello llevó implícito nuevos conocimientos y la necesidad de una mayor compresión de la naturaleza. Podríamos decir que fue dando lugar a una nueva espiritualidad, cuya característica más lamentable fue el menosprecio por la filosofía (confundida con la metafísica).
El contexto material histórico, si bien nunca aparece como un fenómeno aislado, puede percibirse en los cambios que comenzaron a hacerse sentir. Los modos de concebir la relación de los hombres entre sí, la centralidad otorgada a la producción de bienes comercializables, la incidencia de la idea de progreso, con fuertes complementos de la idea de éxito. Gran parte de ello debe atribuirse al peso creciente de la Reforma protestante y a la incidencia del Calvinismo en los siglos XV y XVI. Se agrega a ello el descubrimiento del Nuevo Mundo. No es difícil comprender que semejante huracán cambiara necesariamente el conjunto de las ideas de la época: desplazó la certeza en la inmutabilidad del mundo conocido que fue desplazándose hacia la idea de un mundo en movimiento.
Dos grandes investigadores y pensadores de esos siglos deben ser ubicados como padres de esta revolución: uno fue el filósofo y matemático francés Renato Descartes (1596-1650) cuyas tesis marcaron fuertemente la época. Es considerado como el padre de la geometría analítica y de la filosofía moderna. Su pensamiento atrevido y desafiante (no olvidar que vivió en el tiempo de la Inquisición) iluminó con luz propia el umbral de la revolución científica. Hizo famoso su célebre principio cogito ergo sum (‘pienso, luego existo’), elemento esencial y fundante del racionalismo occidental. Esta idea parte de la afirmación, temeraria para entonces, de que el hombre es un sujeto pensante capaz de apoyarse en su racionalidad como instrumento suficiente. Afirmar eso suponía una revolución para una época que aceptaba que la verdad estaba en las Sagradas Escrituras. Se atrevió a decir, respecto de la importancia de la Razón que ella necesita un método para abrirse camino en pos de la verdad. “El conocimiento se debe cultivar con la confianza puesta en el sujeto que piensa, dejando de lado las sabidurías dogmáticas”:
La diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas. Pues no basta con tener la mente bien dispuesta, sino que lo principal es aplicarla bien.
Quien acompañó, tiempo después, en esa apertura de las mentes fue el físico y matemático inglés Isaac Newton (1643-1727). Descubrió y enunció la ley de la gravitación universal y estableció las bases de la mecánica clásica mediante las leyes que llevan su nombre. Su descripción del cosmos completó los descubrimientos del astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), desplazando las concepciones tradicionales sobre el funcionamiento del universo. La matemática como instrumento del conocimiento científico abrió nuevos y muy fructíferos caminos de investigación.
El concepto de razón, entendido modernamente, como: “La capacidad de la mente humana para establecer relaciones entre ideas o conceptos y obtener conclusiones o formar juicios”, desplazó la fe imperante desde siglos atrás que se puede definir como: “La creencia y esperanza personal en la existencia de un ser superior que implica una fuente de toda verdad que determinaba una actitud vital, un aspecto importante o esencial de la vida”.
Esa confrontación la podemos definir como dos cosmovisiones, como dos concepciones integrales, como imágenes o figuras generales de la existencia, como dos culturas en su sentido más abarcador. Dentro de nuestra investigación, también podemos pensarlas como dos espiritualidades. Estas expresiones del lenguaje no son estrictamente sinónimas. Sin embargo, en este intento de captar y encerrar en una definición aquello que estamos persiguiendo, puede ser aceptable denominarlas con esa amplitud. Demos un paso más.
Es necesario que nos concentremos en el modelo de conocimientos dentro de los cuales hemos sido educados. Allí podremos encontrar las reticencias racionales que dificultan una aproximación al tema de la espiritualidad. Poder resolver esto nos acercará a la comprensión de que pensamos a partir de un esquema que fragmenta ese conocimiento; es decir pensar a partir de ciencias especializadas. Este modelo del saber responde al avance exitoso de las ciencias modernas sometidas a la rigurosidad del método cuantificador. Me expreso más llanamente. El condicionamiento que impuso el método experimental, basado en la exactitud de las matemáticas, restringió el mundo posible a ser investigado, es decir, que admitía lo que podemos llamar, condiciones de laboratorio.
Recordemos lo dicho más arriba sobre la relación causa-efecto, agreguemos a ello la precisión y exactitud exigidas por el método. Esto reduce a verdad científica solo la porción de la realidad pasible de esas exigencias. Como ejemplo aclaratorio: todo lo referente a lo humano rechaza esas exigencias: ¿cómo se puede medir, pesar, calcular, las emociones humanas? Se puede agregar a ello el mundo natural que nace, crece, vive, con sus propias reglas, todas ellas impredecibles. Podemos ahora atrevernos a afirmar que el concepto de ciencia moderna es muy estrecho por sus exigencias extremas.
Se ha denominado a todas esas precisiones exigidas el modelo newtoniano que impone los criterios deterministas. Se puede leer en la página www.instintologico.com una definición que nos aclara, un poco más, este tema. Debemos prestar atención a las condicionalidades que impone la relación entre una teoría y un método:
La teoría es determinista cuando sostiene que cada hecho que sucede en el universo se comporta según una ley. Es decir, que todo lo que se produce en el mundo está previamente determinado por una causa, una especie de fuerza superior, que determina todo lo que sucederá después. La ciencia que surgió en el siglo XVII se ha calificado como determinista porque descubrió unas leyes precisas que gobernaban el movimiento de los cuerpos en la Tierra y los movimientos planetarios. Más precisamente, encontró unas leyes matemáticas que describían el movimiento de los planetas.
Lo que quiero subrayar es que este modo de entender cuándo un conocimiento es científico restringe, recorta por su propia definición, qué se puede estudiar científicamente y qué no. El pensamiento científico al que se hace referencia es parte de un proyecto cultural, ya mencionado, que se instala en la Europa de los siglos XVI y XVII. No es un concepto abstracto de ciencia que pudiera ser utilizable en cualquier tiempo y lugar. Es una ciencia que se desarrolló en el contexto de un determinado proceso cultural, la modernidad occidental. Es el resultado del proyecto político que impulsó la burguesía. Es dentro de él que dio que comenzó la modernidad europea, modo cultural que corresponde al período señalado.
Describir los componentes de este proyecto arrojará alguna luz que estamos necesitando. Cuando hablo de proyecto, es necesario precisar un poco más ese concepto. No significa que haya habido un proyecto expreso y escrito, estoy haciendo referencia a una totalización, a un modo de plantarse ante el mundo, que abarca todas las manifestaciones de la vida. Todo ello se fue incubando y manifestando en el seno de la cultura moderna.
Para ponerlo en palabras de nuestra investigación: es una nueva espiritualidad que va desplazando la herencia medieval. Una nueva cultura que va a proponer, una vez asentada, su proyecto de conquista del mundo periférico. Es ella la que, sin un propósito claro en sus inicios, se para ante la naturaleza entendiéndola, fundamentalmente, como una fuente de recursos para la manufacturación de bienes comercializables.
Carlos Marx describió, en el Manifiesto comunista de 1848, las características de la cultura burguesa:
Desgarró implacablemente los lazos sentimentales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar.
Aunque pueda parecer una exageración, el mundo reducido a mecanismo exigía una mentalidad que sometiera gran parte de sus objetivos al sagrado lucro. Entonces prestemos atención a los elementos que componen esa mentalidad: todo lo importante funciona mecánicamente; el método para comprenderlos es medir y pesar; lo fundamental que permite relacionar los diversos valores entre sí es el dinero. Si podemos incorporar a nuestro razonamiento esta apretada síntesis creo que se iluminarán las razones del esquema básico de la mentalidad imperante hoy. Además se abre una fisura a través de la cual podemos comenzar a comprender las dificultades que se presentan, para muchos de nuestros contemporáneos, el incorporar a su esquema de ideas la noción de espiritualidad.
Tal vez, Ud. amigo lector, se siente un poco violentado en sus creencias, en sus valores, en sus modos de entender la vida y el mundo que nos rodea. No es sencillo detectar que nuestros criterios, tan valorados por la razón científica, están encerrados en márgenes tan estrechos. Tengo clara conciencia de las dificultades que le estoy presentando. Por ello le propongo seguir leyendo esta serie de notas. La vieja espiritualidad judeo-cristiana hablaba de “Morir al hombre viejo para nacer al hombre nuevo” en palabras de Pablo de Tarso. Estas palabras fueron traducidas a nuestro lenguaje por Ernesto Guevara: “El hombre nuevo es ese hombre, esa mujer que evoluciona para cambiar una sociedad y cuando la transforma tiene que seguir creciendo para continuar mejorándola”.
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