Por Ricardo Vicente López
Parte II
Tal vez, ahora sea posible explicar por qué hablo de “reflexiones” y no de “estudio”. Los temas de la economía se han convertido también en un tema tabú para ese “ciudadano de a pie”. O, tal vez, sea más correcto decir que lo han convertido en tabú para evitar que se sepa que las cosas de la vida social son mucho más simples de lo que la cuentan. Cuando el genial austriaco Sigmund Freud (1856-1939) escribió sobre lo que él denominó El tabú del sexo, corrió una cortina con la cual se ocultaba el pretendido misterio del sexo, que dentro del campo de la biología y de la anatomía se expresaba con conceptos más claros. Es cierto que la novedad que estremeció a las clases medias y altas de Europa consistía en que a partir de poner el tabú al descubierto los trastornos de las conciencias se convirtieron en abordables y posibles de resolver. Amigo lector, me atrevo a preguntarle ¿es muy diferente lo que sucede con la Economía que lo que medio siglo antes, Carlos Marx (1818-1883) puso al descubierto, con el concepto “plusvalía”?.
Sin embargo, creo que hay algo más que los une: ambas ciencias se apoyan en un maestro clásico, Carlos Marx, para la Economía que afirmaba hace más de un siglo y medio que, siguiendo sus pasos, «se nos fue revelando definitivamente el secreto de la producción de plusvalía”; y Sigmund Freud que postuló la existencia, oculta hasta entonces, de una sexualidad sometida que se expresaba en conflictos psíquicos. Como no resulta hoy sorprendente ambos fueron seguidos por sus discípulos que, en parte, sacralizaron sus aportes, y peor aún, por sus divulgadores, dando lugar, muchas veces, a doctrinas tergiversadas.
Encontré en la https://encyclopaedia.herdereditorial.com/ un esclarecedor análisis sobre el tema:
«La expresión la acuñó Paul Ricoeur en 1965 para referirse a las filosofías de Marx, Nietzsche y Freud, a los que llama los «maestros de la sospecha» o «los que arrancan las máscaras», ya que expresan, cada uno desde perspectivas diferentes, la entrada en crisis de la filosofía de la modernidad, al desvelar cada uno de estos autores la insuficiencia de la noción de sujeto, y al desvelar un significado oculto: Marx desvela la ideología como falsa conciencia o conciencia invertida; Nietzsche desenmascara los falsos valores; Freud pone al descubierto los disfraces de las pulsiones inconscientes. El triple desenmascaramiento que ofrecen estos autores pone en cuestión los ideales de los Ilustrados de la racionalidad humana: de la búsqueda de la felicidad y de la búsqueda de la verdad. Esta sospecha, según Ricoeur, engendra un problema nuevo: “el de la mentira de la conciencia o el de la conciencia como mentira”».
A pesar de las grandes diferencias que las separan, las filosofías de Marx, Nietzsche y Freud muestran las carencias de la noción fundante de sujeto, que había sido la piedra madre sobre la cual -partiendo del modelo del cogito cartesiano- se había elaborado la filosofía moderna. Estos autores han señalado que, más allá de la noción clásica de sujeto se esconden unos elementos condicionantes, lo que permite sospechar la falacia que representa modelar una filosofía o una interpretación sobre esta noción, sobre la también sospechosa noción de conciencia.
Aunque, si pudiéramos entrevistar hoy al filósofo francés Paul Ricoeur y le hiciéramos a él esa misma pregunta, nos respondería que los tres son los filósofos de la sospecha: los tres critican la sociedad que conocen con el objetivo de cambiarla. ¿Por qué? ¿Cuál es el origen de esa denominación que crea Ricoeur?
«Analizando sus obras, este pensador encuentra que los tres ponen bajo la lupa las deficiencias de la noción de sujeto, que había sido la base sobre la que se había elaborado la filosofía moderna. Sospechan de los valores que las sociedades europeas han aceptado como legítimos los provenientes de la Ilustración, el movimiento cultural e intelectual que se desarrolló en el siglo XVIII. Los arrancadores de máscaras sospechan de la libertad del hombre, que se ve limitada por el Estado, la religión u otros factores. Sospechan que la sociedad occidental está sustentada sobre un error: la creencia ciega en la razón, en el progreso y en la preeminencia de un sujeto libre de la subjetividad. Sospechan y cuestionan el racionalismo que impera en la época e intentan liberar al hombre de la conciencia falsa que le ha sido impuesta».
Amigo lector, voy a hacerlo cómplice de mis atrevimientos. Le propongo un ejercicio sencillo que puede ayudarnos a intentar atrevernos a caminar con las pantuflas de esos grandes pensadores: volvamos a leer los párrafos anteriores suplantando la noción de sujeto por la de consumidor. Debo confesarle que acepto que la osadía es muy reprochable. Pero argumento en mi defensa que los grandes pensadores de la sospecha han sido muchísimo más osados que yo (aunque debo pedir perdón por mi soberbia de colocarme en ese nivel). Lo que intento es mostrarle que gran parte de las grandes ideologías, puestas al servicio de la dominación, han tenido muchos menos pruritos que yo [[1]] Ellas fueron el instrumento con el cual ocultaron los profundos propósitos del capitalismo. La grandiosa tarea de los tres grandes austriacos fue la de desnudar los argumentos con los que ocultaron los más graves propósitos políticos e ideológicos. Yo me sentí atraído por el juego de las sospechas, por “los que arrancan las máscaras”, los que “desenmascaran”.
Si extendiéramos el juego e incluyéramos gran parte de esa lista de conceptos “técnicos”, que los profesores de teoría económica parecen utilizar sin muchas convicciones, dado que se ven obligados a utilizar el verbo suponer anteponiéndolo al discurso posterior. Por ejemplo: “Supongamos que tenemos un mercado, en el cual…etc., etc.,”. Siguiendo la propuesta de Paul Ricoeur, deberíamos preguntarles a esos profesores: “¿Existen o no esos mercados? ¿Por qué hay que construir su discurso sostenido por un supuesto? O, si nos atreviéramos más: ¿Todo el edificio teórico de la economía requiere ese artificio? ¿No habrá llegado la hora de seguir los pasos de los “arrancadores de máscaras” y desmentir todo aquello que no tenga un sustento histórico?”
Por ejemplo, Carlos Marx, desenmascaraba a los justificadores del orden capitalista existente (de explotación de los trabajadores) escritas en La ideología alemana (1845). Todo ello un siglo antes que la escuela de Chicago jugara con los números y las ecuaciones. Con estas sencillas palabras:
«Las premisas de que partimos no son bases arbitrarias, ni dogmas; son bases reales que sólo con la imaginación podemos abstraer. Son los individuos reales, su actividad y sus condiciones materiales de vida, tanto las que encontraron ya preparadas como las que han podido crear con el propio esfuerzo. Estas bases son, pues, comprobables por vía puramente empírica».
Marx, con sus críticas ponía en evidencia que la economía liberal parte de una fábula de un mercado de libre competencia, donde los compradores y los vendedores concurren sin ninguna limitación de ninguna naturaleza. Este mercado es, en realidad, una máscara que oculta que entre los vendedores se presentan aquellos que no tienen para vender más que sus manos que producen. La libertad de estos consiste en “ofrecerse libremente” a quien le va a comprar esa fuerza poniendo él libremente el precio que le va a pagar. Agregaba Marx que ese mercado requiere, como la historia de los últimos siglos ha mostrado, una cantidad mayor de oferta de trabajo que la necesaria, a eso lo llamó Ejército industrial de reserva:
«Es un concepto desarrollado por Karl Marx en su obra El Capital que se refiere a la existencia estructural, en las sociedades cuyo modo de producción es el capitalista. Éste requiere, que una parte de la población sea excedentaria (la fuerza de trabajo) respecto a las necesidades de la acumulación del capital. Un ejército industrial de reserva —un ejército de desempleados permanente— es necesario para el buen funcionamiento del sistema de producción capitalista y la necesaria acumulación de capital».
Marx desenmascara el juego de las libertades en el cual un patrón compra y paga libremente la fuerza de trabajo que el obrero ofrece libremente para cobrar libremente el precio que ofrece libremente el patrón. Esto se denomina en la economía clásica: un mercado de libre concurrencia.
[1] Según la Academia de la Lengua: «Deseo constante, y a veces excesivo, de hacer una cosa de la forma más completa o perfecta posible».
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