Progresismo de factoría, de ayer a hoy – Por Arturo Jauretche

En memoria a Don Arturo, patriota y uno de los más grandes pensadores del movimiento nacional. A 120 años de su natalicio, bien recordado como “Día del pensamiento nacional”, un texto a contrapelo del pensamiento único y que deja expuesta la colonización ideológica que lleva adelante la oligarquía utilizando a la izquierda como expresión política, promotora de sus agendas y defensora de sus intereses, un progresismo antinacional. Un escrito que todo argentino debería leer, de sumo valor para comprender hechos pasados y actuales. Una conferencia aparecida en una recopilación del año 1948 junto a otras de Carlos Astrada, Vicente Sierra y Juan D. Perón, entre otros.
Cristian Taborda.

“Progresismo nacional o de factoría” (1948)
Por Dr. Arturo M. Jauretche

Esta noche, conversando con ustedes me propongo desarrollar un tema, uno de cuyos términos puede parecer un poco contradictorio: progresismo de factoría. Sin embargo, el país lo ha tenido como se verá más adelante. Es una forma falaz de progreso al que opongo el verdadero sentido: progresismo nacional. Estamos viviendo un momento propicio al esclarecimiento de problemas argentinos tan antiguos como la historia misma de la nacionalidad, un momento de reacomodamiento de valores en todos los campos, en que todas las conceptuaciones ideológicas del pasado están permitidas y en que, en política como en economía -en cuanto lo económico es un factor condicionante de lo político- se comprende la necesidad de barajar y dar de nuevo.

En líneas generales, y sin pretender que nuestra historia pueda ajustarse con precisión dentro de los moldes de un esquema rígido, podríamos emplear aquí los términos de la dialéctica histórica en su forma marxista y decir que el debate entre federales y unitarios es la cubierta de un movimiento antinómico donde la tesis está representada por el estancamiento hispano de las condiciones colonialistas y la antítesis por el progresismo anglosajón. Debe agregarse también que hay que distinguir un colonialismo de exportación y un colonialismo de estancamiento. Recalco el carácter general de estos lineamientos, cuya precisión es discutible. Lo cierto es que el drama argentino consiste en que no se dieron condiciones históricas en los hombres de la síntesis.

Algunas veces he preguntado: ¿qué hubiera sido de este país si en el momento histórico de ese debate hubiera aparecido el caudillo o conductor de la síntesis; el hombre que uniera en su contextura histórica, la propensión instintiva hacia lo propio, y la ejecución política, bárbara pero nacional de Rosas, al sentido económico de Ferré y tal vez la ecuanimidad de Paz? A lo largo de toda la historia argentina se da siempre una posición polémica. El doctor Borda en sus generosas palabras de presentación, ha recordado un momento de nuestro modesto pasado de lucha. Necesito precisar algunos errores de ese pasado compartido por los hombres que hemos militado en FORJA, y por los hombres que han militado en el nacionalismo. Errores que no amenguan los errores de la parte contraria.

La posición polémica nos hizo perder de vista la parte valedera y de razón que tenían nuestros adversarios, pero la posición polémica tenía que ser así, para ser combativa. Se necesitaba que los líderes de los acontecimientos llegasen y con los acontecimientos surgiera el hombre en cuya acción se resolviesen las contradicciones históricas que han desgarrado nuestra nacionalidad. Los acontecimientos se han producido y tenemos el hombre del destino. El hombre de la síntesis [N. del E..: Jauretche se refiere a Juan Domingo Perón].

El siglo XIX fue el siglo del liberalismo económico. El siglo XIX olvidó, por obra de sus pensadores, hijos del racionalismo y del iluminismo abstracto y optimista, que todo pensamiento de política económica debe inspirarse en la frase de Turgot: “Quien olvida que existen estados políticamente separados unos de otros y constituidos exclusivamente, no tratará bien una cuestión económica”. Así, con el señalamiento de un hecho concreto, Turgot apuntaba una crítica decisiva y exacta a una generalización histórica brillante pero en buena parte falsa.

Es que el siglo XIX vivió bajo la inspiración de Adam Smith y de la escuela Manchesteriana. La concepción de las ideas de Adam Smith es una concepción, como lo ha señalado List, exclusivamente cosmopolita. Ignora o pretende ignorar el hecho cierto de que la nación, además de realidad espiritual histórica colectiva, es una realidad económico material. Es curioso que los contradictores de la escuela liberal, los marxistas, hayan incurrido en el mismo error.

La escuela liberal, en lo económico, corresponde también a una vocación filosófica idealista. No en vano el positivismo, su sustento metafísico, ha sido denominado por alguien como un idealismo experimental: la interpretación de la nacionalidad a través de una vocación idealista no es, desde luego, económica. Atribuye más gravitación en las naciones, a la raza, a la religión, a las costumbres o a la lengua que a los factores económicos. Pero el marxista, con su rudo determinismo económico, con su interpretación materialista de la historia, ha producido esta paradoja: que un hecho permanente de la historia es negado por él sin intentar su interpretación económica. Puede radicar ese error en la formación cultural de Marx, que le hacía excepcionalmente la tarea crítica. Su origen semítico reacio a toda idea de identificación entre la nación con la geografía pura y la territorialidad, explica en parte su actitud, ya que la idea nacional del pueblo hebreo es una idea esencialmente cultural o religiosa, y desde el punto de vista psicológico una postura de defensa frente al mundo social circundante, al que el judío anhela destruir para salvarse como raza.

Sin embargo, esa explicación no sería exhaustiva para él. Marx no era simplista. Lo atribuyo con más seguridad a la teoría de la lucha de clases en que la lucha entre las naciones interfiere cambiando el panorama y dificultando la interpretación.

Aceptar el hecho económico nacional implica negar la internacionalidad de la lucha de clases, implica negar el grito primario: “Proletarios del mundo uníos”, porque la consecuencia lógica sería un planteamiento nacional que repugnaría a la esencia internacional del marxismo. Muy duro será para un clasista aceptar que un obrero de las hilanderías de Manchester tiene más intereses comunes con los accionistas de las mismas que con los obreros de las hilanderías de la India.

Cuando, siendo yo todavía muy joven, se firmaba el tratado de Versalles, asistí a la liquidación de Austria-Hungría.

Austria-Hungría, según todos los tratados clásicos, según todas las enseñanzas recibidas en la escuela primaria, secundaria y universitaria, no era una nación, era una agregación de naciones, ya que no había comunidad de idioma, ni de tradiciones, ni de raza ni de religión. Todo el mundo saludó alborozado la destrucción de ese engendro, de ese monstruo que sin embargo había perdurado parte de la edad media y moderna, sosteniendo entonces la exaltación de las nacionalidades: de las nacionalidades abrumadas bajo el régimen austrohúngaro; provocando la adhesión de todos los pensadores políticos y económicos sin que nadie se detuviera a analizar este hecho demostrativo de que una nación es, ante todo, una creación de la economía. Austria-Hungría era la unidad económica de la cuenca del Danubio.

Una señora alemana, polemizando con uno de nuestros ex embajadores, oyó que éste le decía: “¿Cómo puede usted simpatizar con Hitler que no es alemán?” A lo que ella contestó: “Hitler nació alemán en el Tratado de Versalles”.

El Tratado de Versalles se consumó de acuerdo a las ideas de las nacionalidades en cuanto zonas de influencias subordinadas, pero no se ajustó a las ideas de las naciones en cuanto entes históricos, económicos, geográficos y etnográficos sobrepersonales. Creó una serie de potencias mutiladas de su centro económico natural y que lógicamente habrían de correr hacia la fuerza centrípeta más poderosa que la atrajera.

Traía esta anécdota y este recuerdo sobre Austria-Hungría para dejar establecido de manera terminante que una nación puede ser muchas cosas, pero es, además, un hecho económico indiscutible. El olvido de que el mundo está organizado en función de una serie de hechos económicos, que son las naciones, es la falla principal de la doctrina liberal tal cual la expresara en su clásica obra “La Riqueza de las Naciones” Adam Smith, el teórico máximo de individualismo económico.

Para hablar del progresismo de factoría, necesariamente necesito remitirme al siglo XIX, momento histórico en que se inicia en nuestro país la influencia ideológica del liberalismo europeo. List, refiriéndose a un joven economista desaparecido prematuramente, refiere que este joven economista señalaba que Europa padecía dos despotismos, de los cuales, el más poderoso era el que no ejercía mando material. Napoleón y Adam Smith sojuzgando a la inteligencia habían demostrado que las armas ideológicas eran más eficaces que las armas materiales. Entre nosotros es más difícil vencer a los conquistadores que trajeron abalorios mentales que a los que vinieron con las armas en la mano.

La economía liberal partía del supuesto del cosmopolitismo. Partía del supuesto de la igualdad natural de las naciones. Era lógica consigo misma y con su planteo en el orden interno de las misma naciones.

La idea spenceriana del estado gendarme, ajeno a las relaciones de los individuos, es la que conduce a una concepción indefensista del Estado superviviendo en medio de un supuesto de equilibrio en que las leyes económicas se cumplen por imperio de las leyes de la naturaleza y al margen de la voluntad humana.

En el campo interno de las naciones la idea del Estado gendarme ha sido hace rato abandonada. La ley de la oferta y de la demanda, la primera y fundamental de esas leyes, es cierta en un mundo abstracto, en un mundo de puras regularidades mecánicas, pero en cuanto dos partes, dos entidades, dos corporaciones pueden ponerse de acuerdo para limitar la producción o para dirigir los mercados, esa ley no se cumple. Es decir, la economía real de los hombres desmiente la economía teórica de los ideólogos.

En el mundo de la realidad, que no es un mundo mecánico o matemático, actúan la inteligencia y los intereses de los hombres. También en el mundo internacional actúan la inteligencia y los intereses de las naciones. Es así como en el mundo interno, el Estado ha intervenido con las leyes obreras, con la legislación sanitaria, con las represiones a los trusts, con las reformas impositivas, con una actividad cada vez mayor y más completa.

El estado de equilibrio natural no existe sino teóricamente y la igualdad de situaciones tampoco. Puede ser rota constantemente. En el orden de lo internacional ocurre lo mismo. En el momento que la escuela liberal toma el dominio de la inteligencia económica en el mundo, los países representan muy distintos grados de la evolución económica. Hay quienes están en el estado de salvajismo, quienes en el estado pastoril, quienes en el manufacturero, y quienes en el estado manufacturero comercial completo.

Las leyes que ellos enuncian, en un mundo teórico de igualdad de situaciones, deben completarse naturalmente. Pero ese mundo teórico no existe. Y vengo a sostener aquí, cosa que, por otra parte, no es ninguna novedad, que la escuela liberal no fue más que el instrumento de la consolidación del imperio británico en el mundo.

Sin embargo, provocó en las mentes el siguiente error: Inglaterra está adscripta al sistema de la escuela liberal. Es el primer país del mundo. El que más progresa. Luego, por inferencia lógica, el sistema liberal es el mejor. Pero Inglaterra se adscribió al sistema liberal cuando tenía ya organizado su instrumental para el dominio del mundo, y había construido su poderosa flota.

Las dos Isabeles presiden la historia del mundo moderno. Isabel de España, que comprende las excelencias de la situación geográfica de su país en el perfil del mundo antiguo y del mundo moderno, en el vértice donde se encuentran el Mediterráneo y el Atlántico, comprende la ventaja que representa su larga costa llena de puertos y funda una política que consiste en desinteresarse en el problema de Europa para tender la vista al mar. Con esa política construyó su imperio e inauguró la edad moderna. Pero los Austria, que la suceden en el poder, traen a España los problemas dinásticos de la Casa de Austria. No comprenden que es imprescindible dar la espalda a los Pirineos y, más alemanes que españoles, tienen por preocupación fundamental la de resolver los problemas europeos. Entran en las guerras de Europa y dan a Isabel de Inglaterra la oportunidad de recoger la enseñanza, la escuela y el rumbo señalado por Isabel de España.

De ahí en adelante Inglaterra sólo se preocupa de Europa para mantener su equilibrio. Una Europa absorbida por la conservación de su propio equilibrio, donde ningún Estado puede ser suficientemente fuerte para alejarse de los problemas de rivalidad y disputar el mar a la insular Gran Bretaña. Esta actúa en Europa sólo para restablecer el equilibrio; contra Napoleón, contra Guillermo II, contra Hitler, y para que los vencedores de éstos no saquen beneficios de la victoria que los haga demasiado fuertes. Y esta política le vale hasta este siglo, mientras el problema del dominio del mundo es europeo. Ahora las cosas son distintas porque ya no son exclusivamente europeos los países que pueden disputárselo.

Isabel de Inglaterra comprende también que el instrumento material de la fuerza no es nada más que el antecedente del instrumento comercial. Si Pitt el viejo decía: “Cuando se trata de comercio, débese defenderlo o morir, es nuestra última trinchera”, no hacía más que repetir un pensamiento ya madurado por la política británica, en cuanto a tendencia hacia el dominio mundial.

Adscripta al sistema mercantil, Inglaterra crea su marina mercante. No es por el sistema Iiberal que construye barcos y les da cargas exigiendo a sus colonias que todos los transportes se hagan en barcos de su procedencia y que toda su producción se redistribuya desde el imperio británico. Es por el imperio del Acta de Navegación. La protección a su vez estimula que sea la primera en el desarrollo de sus industrias. Y cuando alborea el siglo XIX, Inglaterra está ampliamente preparada e instrumentada para proclamar una política de indefensiones nacionales, en la que siendo la más fuerte ha necesariamente de triunfar.

Por eso, los hombres de la organización nacional, en su concepción de la Argentina, no podían hacer otra cosa que la que hicieron. Eran hijos de su tiempo y de las ideas existentes, Existía por ahí un hombre de acción como José María Rojas y Patrón, que pensaba de otra manera, pero era un hombre de excepción en el medio, un hombre que intuía, con los escasos elementos a su disposición, otras formas de la economía.

Estados Unidos pudo salvarse de esta trampa de la economía liberal porque Estados Unidos tuvo la ventaja de que sus condiciones históricas se habían creado con anterioridad al monopolio mundial de la escuela liberal. Estados Unidos pudo construir su pensamiento antes de que la difusión del pensamiento de Adam Smith hubiese totalizado con su prestigio el pensamiento económico del mundo.

Los hombres del 53 y los que los sucedieron fueron progresistas. Esto es un problema polémico, un motivo de discusión permanente. A veces hemos dicho que han sido los hombres del antiprogreso. Creo que no. Dadas las condiciones citadas, cumplieron una tarea útil en la evolución de nuestra economía pastoril. Son más bien sus continuadores, fuera de época, los que son antihistóricos. Algún escritor, humorísticamente, citó: “Alberdi dijo: “Gobernar es poblar”, agregando: “y se quedó soltero”.

Los hombres de la organización nacional tuvieron también esa cualidad típica del pensamiento del siglo XIX. Fueron amigos de las abstracciones, fueron enemigos de las cosas concretas y, por qué no decirlo, hubo también el deslumbramiento de Europa. Sarmiento compara el gaucho de las pampas argentinas con el francés que conoció en la Rue de la Paix, y de ahí saca consecuencias sobre nuestro atraso. No las hubiera sacado si, menos deslumbrado con las luces de gas que alumbraban a Europa, hubiera comparado al gaucho de las pampas argentinas con el paisano de Avignon o con el campesino de la Vendée.

Pero de todos modos, en la senda del desarrollo pastoril, época que necesariamente debíamos cumplir, esa generación creo que no fue antihistórica. Es progresismo, pero progresismo de factoría. Es un debate que parece inacabable y creo que es debate simplemente porque no se centra la cuestión.

¿Qué progresismo hizo esa generación en la Argentina?

Fomentó la inmigración, fomentó el ferrocarril, creó la industria de la carne, creó la industria del azúcar, creó la industria del vino, fomentó el cultivo de los cereales, fomentó, en una palabra, las condiciones históricas para el establecimiento de la factoría. Fomentó la inmigración porque era necesaria una mano de obra apta, barata y adecuada a las nuevas condiciones de producción que en el país se creaban. Fomentó el ferrocarril porque era necesario crear el sistema de transporte de nuestras materias primas exportables y lo fomentó distorsionando nuestra economía para hacer a todo el país subsidiario de Buenos Aires y a Buenos Aires la cabeza de puente de Europa, un simple puente de desembarco. Fomentó la industria de la carne. Evidentemente le debemos enormes progresos en el refinamiento de nuestras haciendas. Y le debemos el establecimiento de los sistemas de preparación de las carnes y de toda la industria frigorífica. Pero un tipo de producción de carne, la que tenía determinado mercado, la que estaba destinada a abastecer determinadas poblaciones. Navegando a lo largo del Paraná y del Uruguay es fácil ver todavía los restos de los antiguos saladeros cerrados.

Protegió la industria del azúcar, pero esta protección significó por vía indirecta, el cierre de los saladeros. Las consecuencias fueron la pérdida de los mercados de Brasil y Cuba que dejaban de vendernos azúcar, y la eliminación de los competidores del comprador único, que regiría desde entonces nuestra producción de carne como portador exclusivo.

Fomentó la industria vitivinícola, pero significó la pérdida del mercado francés. Y fomentó el aporte inmigratorio hasta que las condiciones de producción se dieron. Después lo detuvo. Hubiera sido rara en esa generación y en esa clase una preocupación nacionalista para detener el aporte inmigratorio. No fue la defensa de la unidad cultural del país, ni la defensa del patrimonio permanente de nuestras ideas, de nuestros sentimientos, lo que movió a detener la inmigración. El resultado, no previsto entonces, de que el aporte inmigratorio permitiría nuestra afirmación étnica y nacional fue una consecuencia imprevista y no querida.

En síntesis, para no ser demasiado enumerativo, quiero señalar que se fomentó el progreso en una sola dirección, se construyó una economía apta para determinado tipo de producción y a determinados precios y en consecuencia un comercio monocorde que eliminaba por anticipado les competidores, ya por el manejo del transporte marítimo, del transporte ferroviario, o del crédito. Fue así, la Argentina, parte integrante del Imperio Británico. Cuando la Argentina comenzó a recobrarse, a diversificarse en su producción, a buscar nuevos mercados y por sobre todo a encontrar su único y fundamental mercado: el propio, la oligarquía jugó la última carta: el pacto Roca-Runciman, apoyado por próceres interesados en el mantenimiento de las relaciones jurídicas de la propiedad territorial, es decir de la estancia, fundamento a través de la riqueza agrarioganadera del país, de la vinculación y supeditación física de Gran Bretaña. Esto es lo que pudo entender Lisandro de la Torre. Cuando, contra el tratado, defendía los precios de la carne, fue abandonado por sus amigos los grandes señores rurales. Es que a ellos les interesaba más defender la persistencia de una forma de la economía que mejorar circunstancialmente los precios de sus novillos. Hay en cada grupo social una intención defensiva más fuerte que el razonamiento, un mimetismo instintivo. Por eso lo dejaron a de la Torre en su soledad azorada que terminara en tragedia.

Sin embargo, derribada de todos sus bastiones de gobierno, la oligarquía que ha gobernado al país sigue hablando en tono doctoral y sigue en cierto modo honradamente apegada a sus viejas leyendas.

En un editorial reciente de “La Prensa” se intenta demostrar que el país en este momento no está en plena prosperidad. Todo lo que ocurre es producto de la inflación. El intento de demostración se fundaba en que nuestras exportaciones no alcanzaban el nivel de los años más prósperos. En el fondo, el pensamiento, creo que es sincero. Nos ha costado mucho a nosotros emanciparnos de la superstición de las tablas del comercio exterior como fundamento de la riqueza nacional.

Tengo aquí algunas cifras que sirven para demostrar en qué medida la pobreza o riqueza de una nación está dada por la relación entre su comercio exterior y el volumen de sus transacciones internas. Un país de gran volumen de transacciones internas tiene un comercio exterior grande en cifras, pero reducido proporcionalmente. País de escasas transacciones internas, es país en que proporcionalmente es muy grande el comercio exterior. Los Estados Unidos de Norte América, por ejemplo, para una renta nacional de setenta y un mil millones de dólares, tenían en 1939, sólo tres mil ciento veintitrés millones de dólares en exportación. Y en 1943, para una renta nacional de ciento cuarenta mil millones tenían – incluidos los préstamos y arriendos – trece mil millones de dólares de exportación. En cambio Cuba, sobre una renta de quinientos cincuenta y un millones de dólares tiene un comercio de exportación de trescientos cincuenta y un millones.

La riqueza de un país, en definitiva no está dada por lo que exporta. Está dada por lo que consume de su propia producción y por lo que exporta. Es decir, que la prosperidad nacional se mide por lo que consumen los habitantes. Por eso, la medida de la grandeza nacional está dada también por el tipo de vida social de sus habitantes, es decir, por la política popular de sus gobiernos.

Más adelante volveremos sobre este aspecto, para lo cual me interesa destacar que, en el plano general de las ideas, las naciones poderosas y fuertes no se han adscripto nunca, sino en la medida del interés nacional, a la doctrina liberal. A la doctrina liberal o a cualquier otra.

Cuando me hice cargo de la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires, tuve oportunidad de decir que las doctrinas son para los pueblos y no los pueblos para las doctrinas. El aferramiento al doctrinarismo es típico del hombre público incapacitado para el gobierno. El gobierno exige elasticidad, comprensión de la realidad histórica inmediata y lealtad patriótica.

¿Y para qué buscar otros ejemplos que los que nos prestan los ingleses? Pitt, tory y proteccionista, se convierte en librecambista en el momento que lo necesita, lo que provoca la ironía de Disraeli: también él tory y proteccionista. Pero Disraeli proteccionista, dirá algún día, ya en el gobierno y en interés de Inglaterra, que la protección está muerta y que la agricultura es una dama que ha sido traicionada por el honorable gentleman.

Su política, la de Inglaterra, no es manchesteriana ni anti manchesteriana. Su política es inglesa, es decir, nacional. Pero la exportación sí, es siempre manchesteriana. En el frontispicio de la escuela liberal estaba escrito: “Inglaterra será el taller del mundo, y el mundo el granero de Inglaterra”.

En ese sistema se nos asignó a nosotros el papel de proveedores de materias primas alimenticias. Subsidiariamente, de las lanas para la industria del tejido. Al hablar, pues, de progresismo de factoría, estamos señalando a un tipo de progresismo que técnicamente es progreso, pero que internacionalmente no lo es, en tanto en cuanto no coincide con el interés nacional.

Ahora bien: ¿qué vamos a hacer frente a los enunciados doctrinarios? ¿Nos vamos a adscribir al nacionalismo económico? ¿Nos vamos a adscribir a cualquier doctrina, o nos vamos a adscribir a la única doctrina posible: la del interés nacional? El país lo ha resuelto el 24 de febrero [N. del E.: se refiere a las elecciones presidenciales del 24 de febrero de 1946, en las que Perón triunfa con el 54% de los votos]. Pero grandes sectores del país no quieren comprender que ha llegado la gran ocasión histórica y que no se puede seguir adelante con la economía de factoría. Es tan simple, tan elemental demostrar que no se puede seguir con una economía primaria y sin diversidad, que parecen ociosas estas palabras.

Cuando don Miguel Miranda dice que él está dispuesto a bajar el precio del trigo, si bajan el precio de las herramientas, nuestros opositores, en vez de indignarse con los que no quieren bajar el precio de las herramientas, para tener el trigo barato, se indignan con don Miguel Miranda.

El hecho cierto es que en el transcurso de los últimos cuarenta años, el valor de nuestros productos primarios de la tierra ha bajado de cinco a seis veces el poder adquisitivo frente a los productos elaborados. En 1917 una fanega de trigo se vendía a $ 17 m/n y un Ford costaba $ 1.700 m/n, 100 fanegas de trigo. Hoy, ¿cuántas fanegas de trigo hacen falta para comprar un Ford? Se me dirá que el Ford 8 de ahora es una cosa seria, que es un automóvil de lujo. En rigor, su precio dentro del mercado interno de Estados Unidos no ha variado proporcionalmente, la relación sigue siendo la misma, porque si bien el coche es más completo, la producción en serie y el aprovechamiento de la energía han hecho que todas esas mejoras no incidan sobre el costo de producción. Por otra parte, los productos primarios de la tierra, y particularmente los alimentos, tienen un mercado de limitadas posibilidades. Nosotros no podemos producir mucho más trigo que el que producimos, aun suponiendo que todos los mercados del mundo fueran compradores ansiosos de nuestro trigo. Y esa limitación está dada por la cantidad de tierra apta para la producción de trigo. Por otra parte, es un hecho bien evidente, trasladándonos del plano de las naciones a lo individual, que la aptitud de consumo de materias alimenticias esta dada por el tamaño del estómago y por la rapidez de la digestión. De tal manera que Rockefeller no puede consumir muchos más productos alimenticios que el que consumiría cualquiera de los obreros de sus establecimientos petroleros. En cambio, el mercado de los productos industriales es ilimitado. Las necesidades nacen en las mismas proporciones que los medios de compra. Con la cantidad que el hombre, en su sueño más aventurado, se consideraría rico, se considera pobre el día que se realiza ese sueño. Por otra parte, la aptitud de consumo es, aparte de un problema de medios, un problema de cultura. Un hombre culto tiene muchas más necesidades que un hombre ignorante.

Hace un tiempo -y discúlpenme que dé este tono de conversación a las cosas, pero es que deseo que sean claras- hace un tiempo, como decía, un fuerte comerciante de la provincia de Buenos Aires, no muy identificado con el actual gobierno, me hacía algunas objeciones a estas ideas y se me ocurrió preguntarle: – ¿Quién es más rico: su empleado que gana $ 250 hoy, o Vd. hace 30 años? – ¡Yo! Hace 30 años tenía un millón de pesos. -Sí, pero Vd. hace 30 años prendía la vela con un fósforo; después no hablemos del baño caliente, tenía que poner las leñitas en el fuego, etc. Su empleado de $ 250 da vuelta una llave y tiene luz; da vuelta otra llave y tiene agua caliente; Vd. tomaba los domingos una bebida fresca; ahora, si al sereno del establecimiento le dieran una bebida caliente, con toda seguridad se indignaría. Ese mundo de consumos nuevos que ha creado la técnica proviene de la transformación industrial. Un país, naturalmente dotado geográfica y racionalmente, que no se adapta a ese mundo de consumos, o prescinde de los consumos, es un país pobre y una economía de factoría.

Es una economía de factoría; no tenemos marina mercante. Agreguemos que se hizo lo posible para que no la tuviéramos. La libre navegación de los ríos fue inscripta en nuestra carta constitucional. A los ingleses jamás se les ocurrió establecer la libertad de navegación del Támesis, ni a los alemanes del Elba, ni a los franceses del Sena. Las flotas de cabotaje y fluviales son la base de la formación de la marina mercante. A nosotros se nos impuso esa capitulación y no en beneficio de los países que necesariamente estaban llamados a compartir con nosotros el dominio de los ríos por su situación geográfica, sino de todas las naciones del mundo. Se deseaba que no tuviéramos flota mercante. Pero lo más grande no es eso. Lo más grave es que encima se nos enseñó que eso era un triunfo. Y sinceramente, yo recuerdo la sorpresa con que un día decía enfáticamente: “nosotros, que hemos establecido la libertad de los ríos…” Me detuve y pensé: ¿pero de quién los hemos libertado? De nosotros mismos.

Habrá que escribir el manual de zonceras argentinas en el que también se podrá incluir aquello de que la “victoria no da derechos”. Es decir: cuando uno pierde, lo pierde todo. Y cuando gana, no gana nada.

Esta digresión es interesante para ahondar en lo que dije al principio de cómo los abalorios mentales han sido tan peligrosos para nuestro desarrollo económico como los materiales.

No teníamos tampoco un régimen de seguro nacional. Todos nuestros transportes al exterior y nuestra producción pagan primas que se compensan en las primas de los meros riesgos, como se ha visto en esta última guerra… Todo el que vende en su propio puerto está expuesto a que sus compradores se agrupen o que uno de ellos se imponga a los competidores y fije sus precios. No se puede vender equitativamente sin tener una marina mercante propia, un seguro y un sistema de crédito propios.

Se habla constantemente de la concentración en Buenos Aires, de este enano de cabeza gigantesca que parece ser el país, y se habla de la dispersión de Buenos Aires al interior. Buenos Aires necesita dispersarse al exterior. Es llegada la hora en que nuestros consignatarios no estén en Buenos Aires, sino en Amberes, en Shanghai, en París, en Londres, en todos los puertos del mundo. Necesitamos diversificar nuestro comercio exterior. Pero temo caer, porque todos somos hijos de la época en que nos hemos formado, en la preocupación excesiva del comercio exterior, que era la dominante de la oligarquía derrotada. Es el comercio interno, es la satisfacción amplia de las necesidades del pueblo y no de las necesidades primarias, sino de las necesidades que da la cultura y una aptitud para la vida de alto estilo, lo que debe ser el hecho resultante de nuestra producción económica.

Para comprender eso necesitamos darle a la palabra saldo, que es otra de las zonceras argentinas, su verdadero valor. Siempre se ha hablado aquí de “saldos de exportación”. Saldo es lo que sobra. Saldo es lo que queda como remanente. En fin, habiendo señoras no hace falta explicarlo, porque ellas frecuentan las liquidaciones. Es decir, saldo es lo que sobra, y puede sobrar de dos maneras: por incapacidad de compra del propio país o por una capacidad de producción que supera la mayor capacidad de compra del país.

Todos estos problemas, así un poco abigarradamente expresados, los comprendíamos y los sentíamos los que andábamos en esa larga lucha con distintas denominaciones y con distintas banderas. Pero no atinábamos a la instrumentación política necesaria para encauzar esas ideas y para hacer el proceso de transformación del país.

Y no atinábamos porque, antidemocráticos unos y democráticos otros, no habíamos comprendido que lo primero que había que instrumentar era el pueblo. No el pueblo como entidad política, como vano enunciado en las justas del civismo, sino el pueblo como valor social, como voluntad de lo nacional histórico, apuntando hacia el porvenir de la República.

Creo que ése es el secreto político de Perón. Y la razón de sus creaciones de gobierno, que van en el orden lógico de su política desde la Secretaría de Trabajo hasta el Banco Central, pasando por la Secretaría de Industria y Comercio. Él comprendió que nada se podía esperar de los sectores gobernantes. Que había que galvanizar fuerzas nuevas y que las fuerzas nuevas que había que galvanizar eran aquellas que habían de ser beneficiadas directamente por la constitución de la gran Argentina. Por eso inició en el campo social una política que es movida por un sentimiento de justicia, pero se integra en una comprensión total de la acción de masas destinada a hacer de lo social y de lo económico una forma concreta de realización política altamente nacional.

Cuando Perón crea el Consejo de Postguerra y también la Secretaría de Industria y Comercio, revela un sentido total de la nueva realidad argentina. No había en ese momento en el gobierno otra comprensión de la riqueza de las naciones que la puramente crematística. Es el momento en que frena las exportaciones y hace perder inmejorables negocios, salvando al país de la más terrible de las inflaciones: vertiginosidad en la circulación del dinero y escasez de bienes de consumo. Fenómeno del que ha sido víctima todo el continente. Desde el primer momento, él tiene la visión clara de la integración del fin social y económico y de la construcción de una Argentina que abandone la economía primaria de factoría para entrar en una economía de transformación.

El nuevo censo creo que nos va a sorprender. Nos ha sorprendido ya con el admirable ejemplo de colaboración y disciplina que ha ofrecido el país. Nos ha de sorprender no sólo en el número de habitantes y en la comprobación de su potencial económico, sino en el nuevo agrupamiento de sus grupos sociales.

Constantemente se oye en el campo la queja de la despoblación del mismo. Yo no he visto el campo abandonado por los auténticos productores del agro. Yo he visto el suburbio de los pueblos de campo abandonado por un proletariado que ha venido a la industria.

A principios de siglo en los suburbios de los pueblos vivía un paisanaje más o menos acomodado, con ranchos limpios, con sus jardines, con buenos cercos. Estaban constituidos por artesanos que trabajaban el cuero, chatarras, puesteros retirados etc. El grueso de la población de la provincia de Buenos Aires vivía en las estancias, distribuido en las grandes extensiones de campo donde los propietarios les permitían tener una majada y su rancho. Había una economía familiar perfectamente organizada. Era una forma patriarcal de pastorismo. Esos hombres no trabajaban para la estancia. Ellos salían a hacer trabajos afuera y a ganar el numerario. Entretanto, las necesidades inmediatas del hogar eran atendidas por la mujer y los hijos. La mujer lavaba, era comadrona, o tenía alguna habilidad reposteril. La majada también servía, en cierto momento, para atender las necesidades inmediatas.

Fue el progresismo de factoría el que los desplazó. Los campos se valorizaron con la aparición de razas finas de hacienda, y esa gente fue desplazada del campo a los suburbios de los pueblos. Allí careció de establecimiento fijo. El hombre abandonaba el hogar en busca de trabajo, pero ya no tenía tropilla. Su vuelta era insegura. Y la mujer no podía mantener el hogar abandonado porque frecuentemente faltaban los recursos que antes proporcionaba el lote de campo gentilmente prestado. Cuando el hombre volvía, se encontraba, a veces, con hijos de otra procedencia. Y así he alcanzado a ver cómo el matriarcado desplazó al patriarcado en nuestra institución familiar de familias criollas. Ese proceso doloroso de raíz económico social produjo la subalimentación del criollo, su degradación biológica, es decir, racial. En nuestro país el problema alimenticio no ha sido fundamental, pero al cundir la escasez y no poderse mantener un buen régimen de vida, la insuficiente alimentación en los primeros años del niño no permitía restaurar las energías en el resto de su existencia.

El desarrollo del país ha traído exceso de población a los centros urbanos. Los establecimientos de campo se han quedado sin mano de obra barata. Pero esos hombres han pasado de un promedio de $ 60 a $ 70 mensuales -que era lo que podían hacer contando con el aporte fuerte de cosechas- a un promedio de $ 250 a $ 300. En la ciudad se han hecho productores industriales, es decir, contribuyen a aumentar las riquezas del país, creando cosas consumibles. Se han hecho a su vez consumidores. Consumidores de productos rurales, creando, por fin, un sólido mercado interno que no depende de la inestabilidad de las exportaciones.

Vamos, pues, hacia una economía no comercialista, sino societaria, hacia una economía de utilidad social. Vamos hacia una economía de consumos y recién estamos entrando en lo que verdaderamente constituye la riqueza de las naciones. Los hechos ya se producen. Tenemos ya un gobierno que fomenta el proceso, y productores capaces de realizarlo. Es necesario e imprescindible destruir las últimas zonceras, las últimas telarañas que deforman el pensamiento argentino, que enmascaran las condiciones objetivas de esta etapa histórica de la nacionalidad.

Pero esta conversación, en definitiva, no es más que una modesta contribución al Plan Quinquenal. Todo lo que he intentado expresar está dicho en el discurso de introducción a su lectura en el Congreso del señor Presidente de la República. Será bueno para nosotros leer de nuevo esa parte esencial del mismo.

Está hecha con una imagen de lo más feliz la crítica de un sistema doctrinario que establece la indefensión del país. No es el problema colocarse entonces en un punto de vista doctrinario. Es necesario adoptar frente a las leyes de la economía y de la política liberal, un punto de vista concreto. Cuando esas leyes funcionaron naturalmente, se pudo ser liberal. En cuanto esas leyes que se pretende exhumar son interferidas por fuerzas negativas y adversas a lo nacional, no puede haber otra dirección que la del Estado. ¿Diremos entonces que esto es “nacionalismo económico?” Podemos decirle también liberalismo defensivo; economía liberal nacional. Podemos llamarlo como se quiera. Lo importante es que lo hagamos.

Otra de las supersticiones coloniales es la necesidad de poner motes y etiquetas a las cosas. Recuerdo que cuando salíamos a la calle con estas ideas, que por cierto han sido superadas por la Revolución, el afán clasificador de los espectadores se ponía en evidencia. A nosotros, los hombres que militábamos en FORJA, nos preguntaba algún oyente: ¿Pero ustedes son fascistas? ¡No!, contestaba yo. ¿Entonces son comunistas? ¡No! ¿Entonces son liberales? ¡No! Quien, asombrado, preguntaba: ¿Y entonces qué son? Era yo a mi vez quien interrogaba a mi interlocutor, diciéndole: ¿Es usted peluquero? ¡No! ¿Es abogado? ¡No! ¿Acaso empapelador? ¡No! ¿Y entonces qué es usted? Porque hay muchas formas de encarar la realidad. Lo importante es eso, ser realista.

He querido esta noche exponer algunas ideas generales dispersas y más que nada destruir algunas supersticiones.

Y si algo tenemos que creer firmemente, hasta con fuerza de superstición, es sólo esto: es necesario trabajar dignamente, limpiamente y decorosamente, pero trabajar. Es necesario aumentar los límites de producción, es necesario consolidar la ventura argentina de este día para que sea la ventura argentina permanente. Y si no lo hacemos, y si todos no se movilizan con la misma emoción tranquila y segura con que el pueblo argentino se ha movilizado desde los días de la Revolución emancipadora, fracasaremos.

Y si fracasamos económicamente, habremos fracasado como Nación, ya que la oportunidad de una Nación se da una vez. Y el hombre del destino nacional también una vez. Nada más.

*Buenos Aires: Nueva Argentina-Centro Universitario Argentino, 1948.

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