Oíd mortales – ¿habrá un grito sagrado?

Pablo Semán *

El proceso mediante el cual se ha vaciado de contenido político a la palabra democracia sólo ha sido posible contando con la complicidad de los medios concentrados. Un vocablo admite, por el uso, ampliar su significado, pero cuando esto adquiere una dimensión desmesurada, más aún cuando esto responde a intereses claros, su utilización deja de comunicar lo que contenía en su origen: gobierno del pueblo.

La democracia trajo una novedad a nuestra tradición de horrores selectivos al establecer una premisa casi unánime. Desde 1983 en adelante, con excepciones que señalaremos, nadie puede hacer política reivindicando la necesidad de matar a nadie como había ocurrido en la historia anterior.

Las respuestas oficialistas y para oficialistas sobre el caso Maldonado cañonearon esa conquista. Por principios y por una evaluación de oportunidades fueron en la línea de una defensa condicional y limitada de los derechos humanos: si Santiago Maldonado se opone al gobierno, es hippie, toca el ukelele, hace artes marciales, apoya los reclamos de los mapuches o corta rutas merece, por esas razones (¡que lo hacen sospechoso de kirchnerismo!), la indiferencia y la hostilidad de las autoridades nacionales frente a su desaparición.

Digámoslo más claramente: la justificación de la dinámica de hechos que lleva a la desaparición de Santiago Maldonado y al montaje represivo del primero de septiembre (brutal y pleno de ilegalismos), en virtud de su supuesta contribución a un proceso de reconstrucción moral y a la conformación de un cuadro social en el que prosperen las inversiones, es un atentado a esa conquista de la democracia. Ni por un momento negaría que este camino comenzó en muy otras circunstancias entre las que cabe mencionar la táctica de oficialistas y para oficialistas en el verano de 2015 con el caso Nisman. Tampoco olvidaría que en este rubro la sociedad parece peor que la mayor parte de los dirigentes: recordemos que en marzo de este año debimos soportar el execrable festejo por eventuales víctimas del recital de Olavarría (eventuales víctimas a las que se leía desde la grieta como un residuo cultural kirchnerista indigno de condolencia).

No nos imaginamos que el pasado anterior a la emergencia a cielo abierto esta pulsión violenta haya sido idílico. Asesinatos, secuestros, amenazas y ejercicios varios de la violencia política han sido recurrentes en la vida de la vida democrática que iniciamos en 1983. Lo que cambió con los años de la democracia es la legitimidad acordada a todos esos actos: nadie pretende o puede ganar con ellos en términos públicos. Ese tabú pareció grabado en piedra cuando un presidente renunció frente al asesinato de dos militantes en 2002. Y si no pasó lo mismo con casos como el de Fuentealba o con los de activistas de movimientos sociales que perdieron su vida en violencias ejercidas por cuenta de las élites de sus provincias o regiones fue porque la Argentina clasista, porteña y combativa no quiere saber que hay víctimas de primera y víctimas de segunda. Pero todo esto no implicó que las autoridades políticas vinculadas a esos casos pudiesen ejercer de forma impune la indiferencia activa, el hostigamiento moral a la víctima y la represión de las protestas por su causa, o el desvío de la investigación a los ojos de la opinión pública en los grados en que eso sucedió con Maldonado. Y menos sucedía que las autoridades nacionales pudiesen obrar a favor del encubrimiento de esas injusticias, al menos a cielo abierto y sin pagar costos políticos. Hasta hace unos pocos días pareció que la guerra de guerrillas que inició el gobierno contra ese consenso había logrado instalar respecto del pasado un cambio de situación: alió lo útil a lo agradable en una estrategia antiprotestas que era, al mismo tiempo, una política electoral exitosa en la que los globos podrían venir a ser sustituidos por simpáticas capuchitas.

La necesidad de posicionamientos en décimas de segundo propia de la política contemporánea deja expuesto el inconsciente, la ideología y la primariedad de los actores. La política motorizada por (y situada en) el diálogo perverso entre twitter, los foros de los diarios y el rebajamiento del periodismo a ese sentido común que se explora y se hace supurar más allá de su vigencia real en focus groups, se acomodó a un horizonte de aspiraciones morales mínimas en el que convergen todos los modos de encanallecimiento que nos han dado las últimas décadas. Todas las formas de desprecio del dolor de nuestros compatriotas que hemos acuñado en estos tiempos se suman y potencian en una frase cuya vileza reside no sólo en el contenido sino en la naturalización de la violencia que presupone: “Se les fue en la tortura”. Un argumento que repiten desde quienes justificarían la eventual muerte de Santiago Maldonado hasta aquellos que sinceramente sufren por cada minuto del tiempo de su desaparición, pero no dejan de creer que el gesto en que ellos unen un Maquiavelo imaginado como Chuck Norris es parte de un ejercicio virtuoso de la contrahegemonía.

Pretendemos ecuanimidad, pero no caben las simetrías: el daño tiene en este caso un protagonista excluyente aun cuando esto ocurra como derivado de que todo sucede en una dinámica espiralada en la que los ultrajes se repiten y se intensifican. La política del gobierno ha hecho propia una gestualidad que ya ensayaron varios poderes que parecieron eternos y resultaron efímeros en la región: la estética de la inflexibilidad que muchos, con mentalidad de soldado, repiten a diestra y siniestra como si fuese eficaz: “es que no se pueden dar muestras de debilidad” se aplicó al objetivo de ponerle precio de delito a la protesta social y su legitimidad (que es lo que le da el potencial de bloqueo que posee). Este es el contexto en que se produjo la desaparición de Santiago Maldonado y el contexto en el que el gobierno encaró las consecuencias de la misma, incluida la represión simbólica y física a la movilización masiva que se produjo para reclamar por el esclarecimiento y resolución del hecho.

El mismo vaivén que ocurrió entre la marcha que apoyó al gobierno el primero de abril y el paso en falso del  2 x 1 se está produciendo esta vez, a escala ampliada, entre, por un lado, el gobierno “empoderado” por el resultado de la elección interpretado como un cheque en blanco para darle sostén a sus fantasías más oscuras de aniquilar la protesta social  y, por otro lado, la situación que se plantea desde hace unos pocos días. Algo parece haber obstaculizado lo que hubiera sido un golpe de gracia a instituciones claves en el contrapeso social que necesita nuestra democracia. Las desapariciones, deberíamos saberlo todos, son una inyección de efectos difusos y diferidos. Si por un lado paralizan porque postulan un poder omnímodo, oscuro e inescrutable, por otro lado generan dolor, empatía masiva y silenciosa: la empatía asimétrica que beneficia a las víctimas del terrorismo de estado y erosiona insidiosamente la estrategia del gobierno.

Observación para cientistas sociales: el gobierno no lo pudo ver porque ha sido presa del “objetivismo” de sus sociólogos de cabecera si me  perdonan esta nota críptica y epistemológica. La solidaridad con las víctimas no tuvo ni tiene su última reserva en una sólida conciencia constitucional o en una crítica militante del terrorismo de estado sino en el valor político de un imaginario más amplio al que el carácter insepulto de los muertos le horroriza. Todos, incluso los ateos, sentimos más compasión por las almas en pena que por las almas de los muertos enterrados y más miedo por ese sacrilegio que por cualquier consecuencia de los conflictos políticos. Ese mar de fondo, retroalimentado, sí claro, por todos los anticuerpos que generó el terrorismo de estado, y por el combate que la democracia le dio al mismo, ha sido conmocionado por una dosis homeopática de oscura violencia estatal y reacciona excediendo lo que pueden captar los paneles de los focus, el círculo rojo de los informados y las naturalizaciones horrorosas de todos los bandos militantes. Esta es la estructura de la última barrera contra una sociedad que se desinstitucionaliza tanto más fácilmente cuanto menos institucionalizada ha sido como señala Eduardo Fidanza, y este es a mi juicio el último fundamento actual de una solidaridad con las víctimas que, como lo señala María Esperanza Casullo, resiste como hilo conductor de nuestra democracia. La pregunta es si podrá sobrevivir a tanta irresponsabilidad, tanto cortoplacismo y tanta mala fe.

* Pablo Semán – Licenciatura en Sociología. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos; Doctorado en Antropología Social, Universidad Federal do Río Grande do Sul; Post Doctorado Museo Nacional, Rio de Janeiro, Brasil; Profesor Regular en la Universidad Nacional de San Martín.

Fuente: www.panamarevista.com – 10-9-17

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