Por Esteban Rodríguez Alzueta *
Sabido es que los conquistadores tallaron palabras cargadas de odio y burla, muy despectivas para denostar a los pueblos indígenas, dueños de estilos de vida y costumbres que estaban muy lejos de las suyas. Los llamaron bárbaros, antropófagos, quilomberos, o jíbaros. Todas estas palabras no eran inocentes, estaban hechas del mismo filo de las espadas que empuñaban. Me gustaría volver sobre esta última palabra que suele detener el zapping de los televidentes, despertando su curiosidad morbo para acumular informaciones inútiles, sin tomar ninguna responsabilidad por aquello que se está viendo, sin pensar en nada. Otra práctica milenaria, como enseguida se verá, que fuera apropiada por la industria cultural para cubrir la realidad y desgarrar a muchos de sus protagonistas.
Según la etimología del siglo XVI, xibaro o xivaro comparte el tronco semántico con la palabra xiroa, una forma castellanizada para designar al hombre o persona (šiwar). Los españoles y criollos utilizaron la palabra «jíbaros» o «jívaros» como sinónimo de «salvaje» y la utilizaron para acentuar la animalidad de aquellas comunidades que vivían, según decían, como «animales».
Jíbaro fue la denominación despectiva para nombrar a los Shuar, un pueblo amazónico que habitaba en la selva amazónica en las regiones de Perú y Ecuador. Una de las prácticas que llamó la atención del conquistador fue el rito Tzantza. Una vez que los Shuar derrotaban a la tribu enemiga, sus guerreros aprendían al jefe y cortaban su cabeza en un ritual organizado según determinadas reglas y criterios. A través del mismo, después que separaban la cabeza del cuerpo, retiraban la piel del resto del cráneo mediante un corte en V que hacían en la nuca. El proceso de despellejamiento se hacía luego de sumergir la cabeza durante treinta minutos en un recipiente con agua. Luego raspaban la piel para quitar los restos de carne y evitar la putrefacción, y limpiaban su exterior con aceite de Carapa. Después la ponían a secar al sol, rellenando con piedra y arena caliente su interior; cocían los ojos, la nariz y los labios. Colgaban la cabeza en el fuego para disecarla poco a poco con el humo, mientras iban dando forma al cuero con una piedra caliente. Finalmente retiraban las piedras y la arena, y procedían a teñir la piel de negro. El resultado era una cabeza del tamaño de la mano. Los jíbaros, entonces, eran los “cazadores de cabezas”.
El Tzantza tenía profundos significados simbólicos. Con él se quería retener el alma de la persona enemiga para que el espíritu de este último no pudiera regresar y tomar venganza. En segundo lugar, los miembros Shuar no reducían la cabeza de cualquiera sino del más sabio del grupo enemigo. Buscaban con ello mantener cerca a los difuntos para guardar sus conocimientos en la aldea propia. Y finalmente, la última dimensión de este ritual tenía que ver con la acumulación de prestigio: cuantas más cabezas tenía un guerrero, más prestigio poseía. Las cabezas cortadas y reducidas al tamaño de un puño eran la mejor prueba de la fiereza de la que estaban dotados. El guerrero victorioso, adornado con collares de cabezas cortadas, inspiraba terror y se ganaba respeto.
Me interesa volver sobre este ritual para pensar una serie de prácticas contemporáneas que fueron perfeccionando la jibarización hasta volverla abstracta, sutil y más extendida. Por eso, después de este rodeo, estamos en condiciones de afirmar nuestra tesis: la jibarización es uno los deportes favoritos del periodismo televisivo. La jibarización es una práctica que fue apropiada por la industria cultural y organiza gran parte de las prácticas periodísticas hoy día. A través de la jibarización se lleva a cabo la estigmatización social del piberío de los barrios pobres en la gran ciudad.
Los periodistas no sólo se dedican a sacar las cosas de su contexto histórico sino a descoyuntarlas de su entorno social. Las noticias son una gran guillotina, cortan cabezas para luego exhibirlas públicamente. Transforman la historia en un epifenómeno, sea una ola, un caso o suceso. Pero el objeto que allí se expone es muy distinto al sujeto que quiere mostrar. No es casual que las personas que hayan merecido la atención recurrente de las cámaras de televisión no se reconozcan en las imágenes que proyectan sobre ellos. La televisión es una máquina de simplificar. Aquello que trasmite es el resultado de operaciones de simplificación y amputación brutal. En efecto, cuando simplifican, transforman hasta la deformación. El achatamiento es consecuencia de la urgencia y la pereza intelectual. Pero también del miedo, el resentimiento y los prejuicios que disimulan con las habituales correcciones políticas de la “gente normal”.
El recorte periodístico jibariza la noticia y con eso a sus protagonistas. Un enfoque que desquicia y vuelve salvajes a las personas objeto de la atención televisiva. Este efecto de achatamiento es el resultado de un trabajo de edición y montaje, que después se pisará con fórmulas mágicas dispuestas en los zócalos o con voces en off, frases grandilocuentes y pontificadoras, acompañadas con música incidental de fondo que volverá aún más grotesco el relato patético que se quiere compartir. Aquello que se exhibe es un objeto recortado y reducido, deshistorizado, despojado de sus trayectorias biográficas que reemplaza la historia por el escándalo, y la reflexión por la indignación.
Como el rostro de los bandoleros impresos en carteles que le ponían precio a su cabeza, el rostro de los pibes y las pibas de barrios pobres de la gran ciudad, serán expuestos en los foros de Facebook que los vecinos alertas y comisarios abren para alertar al barrio y escracharlos. Los muros de estas páginas son paredones de fusilamiento, donde se lincha simbólicamente a los jóvenes acusados de ser ladrones o vendedores de drogas. Roban sus fotos de los propios perfiles que tienen los jóvenes en esas redes y las ofrecen a modo de advertencia y escarnio moral. Esa práctica del escrache la aprendieron viendo la tele, escuchando a su periodista favorito durante los últimos años. ¿Acaso los cronistas y movileros no se dedican a visitar las villas o rincones marginales de la gran ciudad en busca de “salvajes” que les permitan a la gente común o los vecinos alertas descargar diariamente la furia contenida practicando puntería sobre la cabeza que le pusieron en frente? Solo que acá no se trataría de practicar tiro al blanco. En la televisión el único blanco es el negro.
Estoy pensando en las cámaras de “Policías en acción”, un programa racista por donde se lo mire, producido y guionado para reírse de los “negros”, sean los lúmpenes o los policías. Un programa que invita a reírse de la desgracia ajena, donde los productores usan la pobreza en todas sus expresiones como materia prima para burlarse del otro, que selecciona escenas excéntricas para componer gag, un golpe de efecto que ridiculice a la policía y a su clientela. Pero también tengo en mente otros cronistas o reporteros, periodistas civilizados con vocación etnográfica como lo era Juan Castro, o son Rolando Graña, Daniel Tognetti o Martín Ciccioli. Cazadores de “historias” que después serán trituradas por la producción hasta convertirlas en “intrigas”, “leyendas” y “cuentos”. Otras veces, las imágenes correrán en cascada de un canal a otro y, mientras las imágenes se repitan en loops [bucles], los periodistas estrellas, de la talla de Gelblung, Viale, Lanata, Fantino, Babi Echecopar, Eduardo Feinmann, Mirta Legrand, se encargarán de vaciarlas de sentido para componer una fantasía a la altura de los fantasmas de sus respectivas hinchadas.
Periodistas refinados que van en busca del salvaje urbano para jibarizarlo. Cazar una noticia es encontrar la víctima perfecta que van a alimentar durante horas o días para transformarlo en el chivo expiatorio que la televisión –ese gran médium- va a sacrificar públicamente cuando lo ofrezcan a la comidilla de sus televidentes. Ahora bien, su objetivo no sólo es la exposición de aquellos actores vulnerables sino la sobreexposición de ellos mismos. Más aún, me atrevería a decir que la noticia son los mismos periodistas: los programas se organizan para mostrar el cartel que tienen, los contactos acumulados, los riesgos que corrieron estando ahí. Gente famosa, muy canchera, que se anima a entrar a las villas, a caminar por sus pasillos, visitar los tugurios donde la marginalidad, las violencias y la promiscuidad forman –para la televisión- una suerte de bolo fecal. Ellos están ahí, conocen su jerga y por eso pueden hacer entrevistas “locas”, “jugosas”, “muy fuertes”, mientras invaden la intimidad de la comunidad agregándole de paso más estigmas al que ya cargan sus residentes. Incluso se dan el lujo de confrontar sus estilos de vida, retando a sus eventuales entrevistados, haciendo gala de una sensiblería impostada muy paternalista. Periodistas que no dejan hablar, que hacen preguntas que no interrogan, y las respuestas que encuentran se comprimen con un trabajo de edición que borrará los matices, eliminará los silencios, y se quedará con los fallidos que le confirmen lo que ellos ya saben de antemano. Son crónicas que desplazan la historia con las anécdotas, que rompen la conexión entre criminalidad y estructura social desigual, reemplazando al criminal biográfico por el individuo abiográfico, un actor abstracto, inescrupuloso que eligió la violencia como la manera de estar en la sociedad.
El bisturí periodístico despelleja a los jóvenes para hacerlos aprehensibles. De ahora en más estarán al alcance de la mano, serán un amuleto que colgarán en la pantalla para manifestar su indignación. La cabeza del pibe jibarizado es el decorado de la noticia que, antes que arrojar luz sobre la realidad que los conmueve, se apresuran a abrir un juicio negativo sobre el monstruito que acaban de componer.
Hay allí mensajes oblicuos, un discurso en diagonal, hecho para allanar la historia y ganar tiempo. Una historia vaciada de historia hasta que se vuelve mito, imágenes-fuerzas con la capacidad de producir temor y prestigio. Porque en el mismo momento que se denigra a los jóvenes cuando se los estigmatiza, los periodistas adquieren una reputación que les permitirá decir lo que quieran aunque no sepan nunca nada de nada. Se sabe, cuando la verdad no guarda proporción con la realidad, en estas épocas de posverdad, la mejor ficción se paga con una patente de corso para una nueva conquista que necesitará, está visto, de otra guerra de policía. La televisión constituye el poder espiritual de un nuevo poder terrenal. No hay exterminio sin sermón. De la misma manera que la espada era acompañada por la cruz, el micrófono y las cámaras de TV acompañan ahora las pistolas de la vecinocracia.
* Esteban Rodríguez Alzueta – Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Miembro del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica y director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales (LESyC). Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad. Editor de Hacer bardo.
Fuente: La Tecl@ Eñe – La Plata, 3 de abril de 2018