Por Ricardo Vicente López
Cuando hablamos de la filosofía y de la ciencia, del origen de estos modos del pensamiento, y la relación que los une, es común que nos remitamos a Grecia, allí podemos encontrarnos con definiciones como el paso del Mito al Logos. Es un tema que debería ser cuestionado por varios motivos, por lo menos dos, que son los que toma el Profesor Luís Roca Jusmet [1], en su nota En qué podemos creer. Al ciudadano de a pie puede resultarle sorprendente que utilice el verbo creer, cuando está pensando filosóficamente. Esta es la razón que me motivó a escribir esta nota. En tiempos de descreimientos generalizados, el Profesor nos toma de la mano y nos invita a recorrer, junto a él, los senderos diversos del pensar filosófico. Nos propone algunos pasos a dar:
Primero porque civilizaciones como China e India ya habían elaborado un pensamiento muy complejo. Segundo porque el pensamiento mítico que existía anteriormente en Grecia planteaba, a través de la narrativa, un tipo de racionalidad con una cierta lógica propia. En la India y en China había también un supuesto saber incuestionable, transmitido por la vía de la autoridad religiosa. Concebir este saber legitimado por la tradición como una creencia significa ser capaz de cuestionarlo y de contrastarlo con argumentos.
La Modernidad europea canonizó el pensamiento filosófico de Grecia porque este le ofrecía una plataforma desde donde elaborar una justificación para el proyecto político de la burguesía naciente. Grecia fue la fuente elegida para esa operación. El Oriente no le ofrecía las certezas necesarias que evadieran las dudas que su proyecto pudiera tener que enfrentar. Esa tradición le ofrecía una camino de reflexión en el cual, era evidente, no se podía mover con soltura. Necesitaba un manojo de certezas para clausurar algún debate posible en su camino hacia la dominación mundial.
Esto le alcanzó para la elevación del proyecto centroeuropeo al estatus de ciencia cierta. Su autodefinición de cuna de la cultura; la reelaboración científica de las tradiciones recibidas de la Grecia clásica; el derecho romano que garantizaba la propiedad privada burguesa; conformaron la base política del Occidente moderno. El profesor acompaña, en parte, esta tesis que intenta rescatar la profundidad de un modo del pensar que se eleva a las regiones libres del espíritu crítico:
Pero lo que afirmé no pretende diluir la innovación que supone la aparición de la filosofía ateniense, sino reconsiderarla desde otro punto de vista. El giro que comienza con Sócrates y Platón es el del pensar crítico, que podemos definir como la conversión del supuesto saber en creencia, puesto a prueba en el debate público. Sócrates y Platón también atacaban el relativismo de los sofistas. Porque el relativismo conduce a lo mismo que el saber dogmático: la incapacidad de considerar que hay unas creencias que son más válidas que las otras. El postmodernismo es hoy la nueva formulación de este relativismo, donde cualquier creencia es una ficción que sólo se justifica a partir de sus parámetros culturales. Aunque es cierto que cualquier saber es una construcción social hay que saber valorar un discurso cultural desde una cierta razón común puesta a debate.
En cada momento socio-histórico, que va adecuándose al devenir de las circunstancias políticas, debemos definir, dentro de ese marco, qué es lo que podemos y debemos aceptar y, a partir de allí qué se puede creer. Tanto lo que se nos ofrece como conocimiento, o como tareas para desarrollar. El paso de la Modernidad a, lo que se denominó, la pos-modernidad, cuyo concepto encierra una confesión larvada: el no tener una definición y razón de su existencia, la obliga a ser, nada más, que un “pos” sin nombre propio. Continúa el Profesor:
Desde la perspectiva del conocer la ciencia y la filosofía deberían volver a complementarse y superar así el divorcio de lo que ha llamado la separación de las dos culturas. Kant estableció a finales del siglo XVIII, bajo el espíritu ilustrado, una diferencia entre saber, creer y opinar. La diferencia entre estas modalidades son: creer y opinar es que el primero se puede demostrar objetivamente, el segundo implica una convicción subjetiva, por lo tanto debe tener una consistencia propia y en el tercero no hay tal demostración ni convicción. Pero el positivismo polarizó esta diferencia sacralizando la ciencia físico-natural, intentando entender la sociedad bajo este modelo, lo cual reducía la filosofía al campo de la opinión, de lo subjetivo. Reducían la creencia a una opinión con la que nos identificamos y eliminaba una tercera vía entre el saber objetivo y la opinión subjetiva.
Estamos educados en la convicción que nos ha inculcado el saber como la adecuación entre lo que pensamos y los hechos tal como se presentan a la experiencia humana. Este es uno de los valores de la Modernidad en su esplendor. Las ciencias físico-naturales, convertidas en altar mayor del saber válido, tienen medios experimentales para fundamentar lo que dicen. Sin embargo, no se debe olvidar que pesa sobre ellas la maldición de la provisoriedad que limita el valor de lo afirmado a ciertas condiciones sine qua non [2]. Volvamos a Roca Jusmet:
Pero las cuestiones que nos importan como humanos tienen que ver con el sentido del mundo y con nuestras decisiones éticas y políticas. Esto pertenece al campo de la creencia y no al del saber. La cuestión está entonces en no reducir las creencias a simples opiniones con las que nos identificamos subjetivamente. Hay que situar las creencias morales y políticas en un registro inter-subjetivo. Esto quiere decir que sin ser objetivo no lo consideramos tampoco algo puramente subjetivo [de valor exclusivamente personal]. Lo intersubjetivo es lo que pertenece a lo común, al diálogo, a lo público. No siempre es posible el consenso pero es necesaria una deliberación que tenga como horizonte la felicidad de todos.
Amigo lector, lo que está en juego, según mi opinión, es que el campo de las creencias está sostenido por acuerdos entre los ciudadanos, acuerdos que son históricos y se encuentran vigentes antes de nuestra participación social. Conforma un cuerpo de ideas sobre las cuales se apoya la convivencia comunitaria. Se podría tomar como un punto de referencia que funciona por debajo de nuestras convicciones personales y es un cimiento sólido de esa convivencia: Las tablas de la Ley, herencia judeocristiana, son las que sostienen los valores éticos de las relaciones del orden democrático de Occidente, sin que esto suponga una confesión religiosa. Son reglas de convivencia sin las cuales esta no sería posible. Conforman una creencia básica de nuestra cultura. Sigamos leyendo al Profesor, que desarrolla este tema:
La primera creencia moral y política que podemos y debemos tener es que la vida de todos es sagrada. Hay que considerar que lo mejor es lo que produce más bienestar al máximo de personas. La segunda creencia es que el bienestar responde sólo parcialmente a unos criterios objetivos: trabajo, vivienda, sanidad, educación. La parte complementaria hay que dejarla al ideal ético de cada cual, que quiere decir el camino que elige para ser feliz. La tercera creencia es que hay que potenciar la autonomía y la libertad de los ciudadanos para que sigan su propio camino, para que desarrollen sus capacidades, dentro del marco del respeto mutuo. La justicia se basa en el equilibrio entre la igualdad y el mérito, entre lo que necesita cualquier humano por ser un ciudadano y lo que le corresponde por su esfuerzo. Podemos creer en una concepción racional de la justicia y en la posibilidad de alcanzarla a través del compromiso personal y de la lucha política. Políticamente hemos de creer en la democracia, pero no como un sistema formal, como nos ha hecho creer la ideología liberal.
Estas definiciones no deben ocultar que nuestra sociedad capitalista no es el mejor modelo para mantener esas convicciones y que hay que defenderlas, apuntando hacia un mundo en el cual todo ello, como sustento básico, sea una regla para todos. Democracia quiere decir que todos tienen derecho a decidir en lo que les concierne. También que hay que creer que la gente no es estúpida sino que, en todo caso, nos vuelven estúpidos para el logro de nuestro sometimiento. No debemos aceptar que haya élites que estén por encima de los demás y que sean los únicos que tengan capacidad y derecho de gobernar y de decidir.
Eso no es una moneda vigente porque sabemos que la “La Declaración de los Derechos Humanos” no se cumple, pero que, por esa razón, no hay que entenderlo cómo papel mojado, sino cómo el producto histórico de la lucha humana por su emancipación, y para ello debemos exigir su vigencia. Es una referencia necesaria porque es un instrumento que tenemos para la denuncia, un ideal al que aspirar. Igualmente debemos convencernos que el capitalismo no es eterno, ni tampoco natural y que su modo de distribuir los beneficios es irracional e injusto, debe ser sustituido por una regla del bien común.
Finalmente, hemos de creer que, en el campo espiritual y religioso, toda creencia merece ser respetada si acepta todo lo ya dicho. El escritor británico Gilbert K. Chesterton (1874-1936) tenía parte de razón cuando dijo que: “al dejar de creer en Dios podíamos empezar a creer en cualquier cosa”. Se puede apreciar que el ateísmo no ha abierto un horizonte de racionalidad sino de creencias todavía más delirantes que las que denuncia. Dejemos las creencias religiosas como algo personal y centrémonos en las creencias que harán de nuestro mundo algo mejor de lo que es, partiendo de un acuerdo ético-político que incluya y respete a todos.
[1] Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona su área de trabajo es la Didáctica de la Filosofía y Filosofía Política. Escribe habitualmente en la Revista El Viejo Topo.
[2] Expresión latina que significa “sin la cual no” y se aplica a una condición que necesariamente ha de cumplirse o es indispensable para que suceda o se cumpla lo enunciado.-