Por Ricardo Vicente López
La historia oficial nos ha contado un relato que habla de una etapa que comenzó a fines del siglo XVIII europeo, cuyo recorrido contuvo dos acontecimientos que torcieron el rumbo que traía de los siglos anteriores. Estos fueron La Revolución Inglesa que culmina con la Revolución Industrial y la Revolución francesa que derrocó la monarquía. Como esa historia ha sido escrita, como sucede en la mayoría de los casos, por los vencedores, los que derrotaron el proyecto político comunitario de las pequeñas burguesías de los siglos X al XV, éstas cayeron en el olvido. Y con ese olvido se fue perdiendo una muy rica experiencia social y política.
O, en algunos de los casos, se lo recordó como referencias de lo desechable, lo que había que olvidar para entrar definitivamente en la Modernidad capitalista. Por esa razón fueron destinadas a ser sólo parte de los siglos tenebrosos, del oscurantismo medieval, según fuera calificado por los historiadores liberales. Ese tiempo comprende el periodo, de más de quince siglos, que lo separaban de la experiencia cultural greco-romana. Denominaron Edad Media a lo que menospreciaron como período que no merecía un nombre propio, por carencia de hechos y valores rescatables. Se llamó así por la sencilla razón que estaba en el medio de dos períodos fundamentales para ellos: la Antigüedad, cargada de sabidurías greco-romanas y la Modernidad prometedora de tiempos extraordinarios, de conquistas de todo tipo.
En los inicios del siglo XX, aparece una nueva escuela de Historia: el medievalismo que se concentró en la renovación metodológica, fundamentalmente por la incorporación de la perspectiva económica y social, aportadas por el materialismo histórico y la Escuela de los Annales. Sobresalieron medievalistas como el belga Henri Pirenne (1862-1935), franceses como Marc Bloch (1886-1944) y Jacques Le Goff (1924-2014) y, entre nosotros, un gran Profesor argentino José Luis Romero (1909-1977). Todos ellos revolucionaron el conocimiento de esos siglos y lograron iluminar con otra verdad.
Esas investigaciones pusieron en evidencia, lo que podría denominarse, con un poco de audacia, el Descubrimiento de una Nueva Tierra. Pueblos y culturas que experimentaron formas de organización socio-políticas, entre los siglos X al XV, por las cuales se plasmaron estructuras de carácter comunitario. De esas herencias, viejas sabidurías sabiamente reelaboradas, rescataron un humanismo práctico de derivaciones valiosas. Todo ello alumbró un mundo futuro posible para ser repensado. Se abrieron, a partir de allí, sendas nuevas para pensar, por fuera de los chalecos de fuerza ideológicos que imponían las escuelas de pensamiento eurocéntrico. Después de la Primera Guerra se comenzó a hablar de cultura noratlántica. Es ella la que dominó la mayor parte de las escuelas y universidades que congelaron en un discurso único lo que debía investigarse y enseñarse.
En el primer párrafo propuse una síntesis de la cultura noratlántica, qué es la que domina la ideología del espacio público de hoy. Ella es el centro de un proyecto que se está acercando a sus límites. Ya he escrito sobre el tema de la decadencia del Occidente Moderno que retomaré más adelante. Este diagnóstico no aparece en los investigadores del Mundo central. Sin embargo, su decadencia y su incapacidad para encontrar salidas posibles demuestra que la anteojera ideológica no permite ver más de lo que su reducido espacio les muestra. Lo que tenemos que investigar es cuáles son las razones por las cuales hemos llegado al estado de cosas que es hoy evidente. Esto se puede sintetizar en una frase de la década de los noventa: “Cada vez hay menos que tienen mucho más y hay muchos más que tienen poco o nada”.
El comienzo de esta etapa del sistema capitalista se puede ubicar en lo que se llamó la Revolución industrial inglesa:
El término “Revolución Industrial Inglesa” hace referencia al período comprendido entre 1740 y 1850. Inglaterra fue el primer país en experimentar dicha revolución, es decir, fue el primer lugar donde se produjo un crecimiento económico y un aumento de la productividad sin precedentes hasta entonces.
Esa es la etapa en la que los caminos se bifurcan. Nace una corriente dominante que da lugar a la sociedad capitalista, alimentada por el saqueo colonial y otra, marginal a este camino, que la estudiaremos en una próxima nota. En esta veremos las condiciones para la generación de un sistema centralizador, dominadas por las definiciones de la economía política, generadas en las usinas del Norte: el capitalismo.
Partamos de la definición, un tanto sencilla, que nos ofrece la RAE: “Capitalismo es el sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la libertad de mercado”. Aparecen dos conceptos que exigen detenernos en ellos: el primero “propiedad privada de los medios de producción”. ¿Qué se entiende por tal? El Diccionario no registra significado alguno. En Wikipedia encontramos lo siguiente: “Un medio de producción o capital físico es un recurso económico que posibilita a los productores la realización de algún trabajo, generalmente para la producción de mercancías”. Debemos agregar que estos medios de producción son siempre de propiedad privada. “Propiedad privada son los derechos de las personas y/o empresas a obtener, poseer, controlar, emplear, disponer de cosas y otras formas de propiedad”.
El segundo, es la libertad de mercado: “El mercado libre es el sistema en el que el precio de los bienes es acordado por el consentimiento entre los vendedores y los compradores, mediante las leyes de la oferta y la demanda”. Acá comienzan las complicaciones. Podríamos preguntar respecto de la totalidad de cosas que se compran y se venden, cotidianamente en ese espacio virtual, llamado mercado ¿cuántas de ellas no tienen ya un precio fijado por el vendedor? La respuesta es obvia: muy pocas o casi ninguna. ¿Eso significa que no estamos dentro de un sistema capitalista? O, ¿la definición es engañosa?
Entonces ¿por qué se denomina capitalista? ¿Qué es el capital? Debemos buscar capital económico porque es la única definición que se encuentra: “El capital económico es uno de los factores de la producción y está presentado por ‘el conjunto de bienes’ necesarios ‘para producir riqueza’. Es uno de los factores de producción que está representado por los bienes necesarios”. Es capital todo aquello cuyo fin es producir algo para el mercado. Pero hay una exigencia más: ese mercado debe ser libre, debe operar mediante las leyes de la oferta y la demanda. ¿Esto es cierto? ¿Dónde está ese mercado que cuando el comprador ingresa discute los precios que le piden?
Mi intención, amigo lector, es ofrecerle una breve investigación que ponga en claro de qué se habla cuando se utiliza el concepto capitalismo, dado que alrededor de él se desarrollan largos debates, que pocas veces arriban a un acuerdo o, por lo menos, agregan un poco de claridad. Entonces, estar a favor o en contra de él tiene la dificultad de que no saber qué es lo que se discute.
A partir de lo visto, y dada la importancia de debatir con conceptos claros, con definiciones precisas, le propongo revisar cómo han sido los mercados que se fueron dando en la historia. Para ello debemos estar en condiciones de manejar una serie de conceptos que nos ayuden a entender, con claridad, cómo definir qué es un mercado, cuáles son libres y cuáles no; cuáles pueden ser aceptables y cuáles no; ¿cuáles facilitan la mejor asignación de precios y cantidades y cuáles funcionan monopólicamente? Lo veremos en una nota próxima.