Veganismo, la nueva esclavitud alimentaria – Por Facundo Martín Quiroga

Veganismo, la nueva esclavitud alimentaria (Primera parte)
Por Facundo Martín Quiroga

Indiada, gauchaje e industria…

Los pueblos indígenas nómadas de la Patagonia comían carne, casi siempre solo carne, ocasionalmente alguna raíz o tubérculo, su ganado alimentario era, principalmente, el guanaco. Lo cazaban por distintos medios; lanzas en el período prehispánico, luego adosando boleadoras que ellos inventaron. La estatura promedio de los tehuelches, o aonikenk, o más al sur llamados “patagones” por los españoles, era de metro noventa o dos metros, de cuerpos fornidos tanto en varones como en mujeres, con la proporción de grasa parda necesaria como para cumplir la función de aislante térmico. No poseían tejido adiposo blando, característico de las obesidades y desórdenes hormonales del occidente desarrollado. No hay registros de enfermedades llamadas “de la civilización”: ni trastornos degenerativos, ni cáncer, ni diabetes, ni desórdenes hormonales…

Con la llegada de los británicos (y con el gobierno oligárquico funcional a sus intereses), comenzó la construcción de la economía del Valle del Río Negro, que destinaría la mayoría de su producción a la exportación de frutas de pepita: peras y manzanas. Este fenómeno trajo aparejada la progresiva alteración del ecosistema, que contribuyó a un corrimiento (muchas veces a sangre y fuego de Remington) tanto del guanaco como de sus originales consumidores, junto con el cambio de ganado hacia especies más comercializables y menos cimarronas como el ganado ovino y caprino en las zonas cordilleranas, incorporándose más tarde el ganado vacuno.

También con el arribo de los ingleses a la zona de la meseta, el guanaco casi desapareció; la expansión de la frontera y el ganado ovino convirtió a los pueblos cordilleranos del norte patagónico a la economía “criancera”, con sus invernadas y veranadas. También se ve un progresivo incremento (quizás menos acelerado que en la pampa húmeda y el valle) de la ingesta de cereales. Es muy interesante contrastar las dietas de la población mapuche lafkenche (predominante en Chile), navegante, cuya principal fuente proteica son los mariscos, con la de la población de nuestro lado de la cordillera. Lentamente pero sin pausa, tanto descendientes de mapuches (o población cordillerana mapuchizada entre el XIX y el XX) como de tehuelches, comenzaron a bajar sus estaturas, acumular grasa en abdomen, muslos y glúteos, hasta hacer sus físicos más parecidos a lo que podemos ver hoy en los conurbanos de pobreza, síntesis corporales de la debacle económica que le saca proteína animal a los cuerpos y los atosiga de harinas, ultraprocesados y aceites refinados (girasol, soja, canola o mezclas, y ni hablar el nefasto aceite de palma, presente en gran parte de empaquetados).

Posteriormente, este fenómeno condujo a una creciente y acelerada entrada de los cereales en la alimentación no solo de los pueblos otrora carnívoros casi estrictos, sino también de toda la población. Las chacras frutícolas (que implican una “mejora” en la producción de frutos que aumenta sus azúcares en detrimento de los demás componentes nutricionales como vitaminas y minerales), pero sobremanera los latifundios cerealeros, comienzan a incluir rápidamente y sin regulación las harinas en la alimentación argentina. Aún así, como todos sabemos, el ganado argentino continuó siendo la principal fuente de proteína de la población, dada no solo la disponibilidad ecológica, sino también la fuerte tradición mestiza que incluía a todas las etnias en su consumo: criollos, gauchos, indígenas, negros (especialistas en la cocción de vísceras, que recogían de las faenas), inmigrantes…

Hasta aquí un brevísimo repaso histórico del proceso que condujo a que la proteína animal y los carbohidratos sean los elementos comunes en el plato nacional. La Argentina presenta una estable composición nutricional aún hoy, más allá de los procesos de empobrecimiento incluso de estos componentes, producto de la industrialización pero también y, a nuestro entender, sobremanera, de la distribución de la tierra que contribuye a la hipertecnificación, concentración y explotación. Tenemos, entonces, que preguntarnos por qué, definitivamente, por qué se está buscando cambiar con semejante violencia la alimentación del pueblo, mucho más que en otras épocas.

La introducción del veganismo en la Argentina

Todos recordamos aquel evento mediático que se dio en llamar “veganos vs. gauchos”, a raíz de un encontronazo acaecido en la Sociedad Rural Argentina. Fue el primer golpe de efecto que introdujo en el debate público la cuestión de la ingesta de carne. Allí, militantes del veganismo (que, a contrapelo de lo que se cree, lleva varios años intentando penetrar en la sociedad, con poco éxito hasta -¿casualidad?- la llegada de este gobierno) reñían con unos estereotipados “gauchos” que defendían con diatribas y lugares comunes el comer carne. Lo habían logrado: se comenzaba a poner en entredicho (con posteriores apariciones de un enorme arco de figuras que van desde famosos hasta feministas) el consumo de carne; luego de algunos happenings en pizzerías y carnicerías, el movimiento comenzaba a ganar fuerza.

En términos personales, hace unos diez o doce años, prácticamente no conocía personas veganas. Sí alguna que otra vegetariana, que no es lo mismo; el vegetarianismo tiene grados, desde el ovolactovegetariano (que incluye huevos, lácteos y miel), incluso el omnívoro ocasional (que cada tanto puede comer carne, sobre todo en reuniones sociales), hasta llegar al vegano estricto, que no consume ningún producto de origen animal, procurando llevar esa postura a otros rubros como la indumentaria.

A día de hoy, sea por influencia del entorno o por realmente consumir y creerse el relato (y estoy haciendo alusión exclusivamente a mi ámbito de interacción, sin pretender generalizaciones excesivas) la cantidad de personas que he conocido y que redujo el consumo de carne por razones no económicas, o que se plegó al vegetarianismo (y alguna que otra al veganismo) ha aumentado, no rápida pero sí constantemente. Y lo hizo en un lapso de unos pocos años. La campaña de propaganda contra el consumo de carne en la Argentina, tratándose de semejante bien de consumo esencialísimo en nuestro paladar, fue eficaz; una persistente y rizomática maniobra de ingeniería social para instaurar el veganismo se hace hoy presente. Y entendámoslo: esto es solo el comienzo.

El primer lugar en introducirse fue en las clases medias y altas, con algunas figuras de la farándula (generalmente mujeres, que aún hoy continúan siendo mayoría), que solían arribar al veganismo para bajar de peso, pero hoy podemos encontrar vegetarianos y veganos en universitarios, artistas, comunicadores, docentes. Pero además, se ha perfeccionado el relato al nivel de contar con nuevas herramientas para manipular y confrontar a la luz de preceptos morales que lejos están de ser absolutos: los veganos más radicales incluso acusan violentamente a quienes consumimos carne al punto tal de obturar, adrede, cualquier tipo de intercambio. Es el mismo efecto de vanguardia que desarrollan grupos como las militancias feministas o antirracistas: el objetivo es estigmatizar, marcar a quienes disienten como, obviamente, “fascistas”. Finalmente, comer carne también lo sería, esa es la maniobra de simplificación.

Los vectores de manipulación están ahí: la introducción del tema en los medios, la apología de influencers que parecen haber encontrado la felicidad eterna a base de tofu, brócoli y bananas, los algoritmos que hacen lo suyo vendiendo series y documentales fraguados (“The game changers”, “Cowspiracy”), todo un combo que va de la mano de todos y cada uno de los relatos de la agenda globalista.

De repente, pareciera que la solución a todos los males de la tierra pasaría por dejar de comer carne. De hecho, lo dice el Foro de Davos desembozadamente al promocionar su “gran reseteo global”, al llamar a comer menos carne (o “solo ocasionalmente”) para salvar millones de vidas. Veremos, nada más alejado de nuestra estructura génica, orgánica, fisiológica, incluso psicológica que esa impresentable sentencia.

El maniqueísmo de la sustentabilidad

Ahora bien, tenemos que responder, desde nuestro lugar, a la pregunta de por qué se introdujo de semejante forma. ¿Tendrá algo que ver con lo expuesto más arriba? ¿Se estará fraguando un proceso definitivo de sustracción de la carne accesible para los argentinos? ¿Con qué fines? Lamentablemente, los hechos relacionados al precio de la carne, la especulación, la agenda global que enmarca este proceso, no hacen otra cosa que confirmar que estamos ante una planificada destrucción nutricional que implica, sí o sí, la reducción drástica de la ingesta de carne, aún hoy, el alimento más densamente nutritivo y accesible, junto con el huevo, de todos los existentes en el mundo.

Muchas aristas tiene el veganismo en relación a las políticas alimentarias que el globalismo pretende imponer en todo el mundo. Pero nos centraremos en aquellas que nos parecen más relevantes respecto de nuestro contexto:

En primer lugar, la cuestión de la “sustentabilidad” del consumo de carne. Dos subítems se acoplarían a este tema: la contribución de la ingesta de carne al “calentamiento global” y, seguidamente, la depredación de los ecosistemas que su consumo implica.

Recuerdo un documental sobre el calentamiento global, en el que una activista holandesa, explicaba que los gases de las vacas producían una enorme cantidad de metano, el principal gas de efecto invernadero, que se lanzaba desde sus esfínteres hacia la atmósfera. El engorde a base de productos ajenos a la genética del rumiante producirían una especie de cataclismo climático. En ese momento creí que los flatos de las vacas y los cerdos estaban produciendo un aumento en la temperatura promedio del planeta. Sin extenderme demasiado sobre el tema del “calentamiento global” y sus serios cuestionamientos, pregunto, luego de toda la parafernalia catastrofista que se vende desde que Al Gore sacó su “verdad incómoda”: ¿realmente se lo creen hoy? Y agrego: ¿todavía siguen creyendo que están haciendo algo por el ambiente al cercenar de cuajo la alimentación básica del homo sapiens que somos, contradiciendo toda evidencia evolutiva?

Al no tener una plena certeza respecto del proceso de calentamiento global antrópicamente inducido (de hecho, la hipótesis del enfriamiento progresivo por el envejecimiento solar desarrollada en Rusia gana fuerza, por más silenciamiento que exista sobre ella), se toma dicho elemento como una salida fácil para endilgar todos o la mayoría de los problemas existentes. A las pruebas concretas nos remitimos: el propio Presidente de la Nación acaba de hablar al conjunto del pueblo ubicando la “agenda climática” por arriba de todas las problemáticas estructurales que el país viene arrastrando desde hace décadas. El alarmismo climático es un eje vertebrador (junto con las políticas de género) de la Agenda 2030 y del Gran Reseteo Mundial. Si uno quiere buscar una contraargumentación a ese alarmismo, debe tomarse un tiempo para explorar en fuentes muy alejadas en el algoritmo.

En tiempos de Greta Thunberg, se publicó una solicitada de más de 500 científicos a la ONU para que, por favor, cesen con el discurso alarmista. Obviamente, esto no significa que no exista contaminación ambiental, pero el cambioclimatismo aparece como distractor para desviar la atención de la causa de la depredación: ni más ni menos que el saqueo de la periferia. Ahora nos van a decir los oligarcas de occidente que tenemos que dejar de comer carne, es decir, malnutrirnos aún más de lo que estamos para salvar nuestro futuro.

En segundo lugar, vamos a hacer un simple cálculo. En la Argentina se comen en promedio unos 50 Kg de carne vacuna por persona cada año, aumentando a 70 Kg en períodos de bonanza económica, y un total de 116 Kg de proteína animal sumando todas las carnes; es decir, más allá de la caída del poder adquisitivo, el argentino, sin ninguna duda, sigue eligiendo la carne vacuna como alimento básico, más allá del aumento considerable del pollo y del cerdo en cuanto a proporciones. Una vaca adulta pesa a razón de 800 Kg. Un novillo de un año (la carne más frecuentemente faenada para consumo), pesa unos 450 Kg. Si en un año, en promedio, cada argentino consume 116 Kg de carne, no estaría comiendo ni siquiera la mitad de un novillo por año. A esto hay que agregar que sólo el ganado vacuno en la Argentina alcanza más de 50 millones de cabezas, es decir, más de una vaca por habitante. Entonces, si nos atenemos solamente a la esfera del consumo (sobre lo cual la militancia vegana hace más hincapié), no me estaría cerrando que comer carne sea tan insustentable. ¿No será que el problema está en otro lado, y no en el consumo de carne? ¿Qué prioridades fija el mercado para derivar el grueso de la producción ganadera? Porque si es por el consumo, a los veganos no les quedaría más que basarse en sus convicciones morales tribalizadas y desasidas totalmente del contexto nacional, es decir, fabricadas en otras usinas de pensamiento.

Por otra parte, vamos a desmitificar el falso mito de la depredación de la agricultura extensiva para la producción de carne industrial. Los cultivos más extendidos en la Argentina son soja (42%), maíz (22%), trigo (16%) y girasol (5%). Lejos de lo que se cree, estos productos, y otros sumamente extensivos y depredadores como la palma, lejos están de ser destinados en su totalidad para alimentar ganado: la mayoría de la producción de los cultivos mencionados se usa para fabricar aceites vegetales, lecitinas, panificados industriales y otros productos ultraprocesados (lean las etiquetas y búsquenlos), muchos de los cuales son consumidos por los propios veganos como las milanesas y medallones de soja. Aceite de girasol de alto oleico, lecitina de soja, jarabe de maíz de alta fructosa, entre otros, son productos que encontramos a cada paso por las góndolas o los kioscos, y nada tienen que ver con la producción de carne. Por otra parte, el ecologismo ignorante nos vende la idea de que el ganado vacuno se alimenta al 100% de piensos, lo cual es falso: las pasturas siguen siendo el alimento predominante hasta el momento del engorde, que es una proporción menor del total hasta la faena.

Finalmente, y como hemos señalado, el veganismo se atiborra de discurso catastrofista cuando no da cuenta de que los ecosistemas del mundo entero se están destruyendo no por el consumo de carne, sino por un cúmulo de factores que ellos no entienden, o bien entienden y desestiman para exacerbar sus caprichos ideológicos; por ejemplo, la variable fundamental de que no toda la tierra del planeta es cultivable, pero sí hay una mayoría pasible de desarrollar ganadería regenerativa, es decir, alimentación rica en nutrientes y proteínas a la vez que ecológicamente sustentable, lo que no puede hacer de ninguna manera la agricultura por sí sola. Una población completamente vegana, además de malnutrida, no haría más que empeorar exponencialmente la situación al sembrar y cosechar extensivamente productos de mucha menor densidad nutricional que un trozo de carne vacuna, y eso que no hemos incluido el pescado azul y los mariscos, proteínas escandalosamente ausentes e inaccesibles para la mayoría de los argentinos, mientras el propio gobierno remata la soberanía sobre nuestra plataforma marina, hoy más desprotegida que nunca.

Con este humilde aporte, cerramos la primera parte, diciendo sin dudarlo un segundo: no hay alimentación más nutricionalmente potente y sustentable que el consumo de carne como alimento básico. El veganismo propone, apoyado por la Agenda 2030, una esclavitud nutricional y farmacéutica (nos explayaremos sobre ello en la segunda parte) bajo argumentos muy poco convincentes, maquillado de buenas intenciones. Como todo discurso colonial.

(Puede leer la segunda parte en este enlace)