Veganismo, la nueva esclavitud alimentaria (segunda parte) – Por Facundo Martín Quiroga

Veganismo, la nueva esclavitud alimentaria (segunda parte)

Por Facundo Martín Quiroga

(Puede leer la primera parte en este enlace)

Veganismo como epítome de la malnutrición

Una vez refutados los argumentos del discurso de la “insustentabilidad” del consumo de carne, nos toca profundizar sobre un aspecto de enorme importancia: la alimentación vegana u hoy llamada eufemísticamente “plant based” como sinónimo de malnutrición. Desde influencers, famosos, comunicadores y demás figuras, se sigue insistiendo en que el vegetarianismo y el veganismo son opciones viables y “saludables” para el desarrollo físico óptimo de un ser humano. Vemos incluso propagandistas del veganismo que hacen fisicoculturismo para convencernos, a como dé lugar, de que nos pasemos al veganismo porque solo conlleva bienestar. Nada más alejado de la fisiología humana que dicho discurso, que desglosaremos en algunos incisos.

Quizás sea un poco engorroso o no apropiado para el medio el excesivo vocabulario técnico que implica profundizar sobre la refutación de la alimentación vegana, pero nuestra intención es simplificar el discurso a la vez que convocar a que argumentemos contra los promotores de este desastre. El enemigo es enorme y fuerte, tiene una agenda clarísima y está respaldado por todos los gobiernos progresistas, sean estos de uno u otro bando de la falsa dicotomía que habita la vida política del país. Que esta parte (habrá una tercera y última) sirva para batallar contra el veganismo en su propio campo, para desenmascararlo definitivamente.

Antinutrientes de los vegetales

Para empezar, todos los organismos vivos del planeta desarrollan mecanismos de defensa: las estrategias de huida, el camuflaje, el formar grupos para enfrentar a los predadores, no son más que testimonios de la lucha por la supervivencia. Y las plantas no están exentas de ellos; sí, ellas tampoco quieren ser comida para otro. Con el correr de la evolución, desarrollaron mecanismos que buscan impedir que los predadores las devoren, que generan sustancias denominadas antinutrientes: oxalatos, fitatos, y demás sustancias que protegen hojas, frutos, semillas, buscan repeler los ataques una vez que el invasor se posa sobre ellas; lo que las termina ubicando en la misma escala que todas las demás especies. Estas sustancias se denominan así porque inhiben la absorción de minerales, desarrollan procesos inflamatorios, entre otros efectos. Básicamente, son cuerpos “extraños” o “tóxicos” para los sistemas digestivos de quienes los ingieren.

Es por la existencia de estos antinutrientes que, por ejemplo, se recomienda remojar frutos secos y semillas antes de ingerirlos (o realizar acciones más complejas), para retirarlos todo lo que se pueda; pero hay que remarcar que nunca se eliminan por completo. Muchas veces nos hemos preguntado por qué, al comer por caso legumbres, aparecen los gases y la hinchazón; precisamente por esos antinutrientes (saponinas, inhibidores de proteasa, entre otros), repetimos, generados por mecanismos de defensa que luchan contra nuestro aparato digestivo, que harán todo lo posible para que las legumbres sobrevivan allí dentro, hasta que las bacterias (que no están para reconocer ese objeto extraño con el que tienen que lidiar) logren, con mucho esfuerzo, descomponerlas. ¿Se entiende que, cada vez que un vegano come una “hamburguesa” hecha de legumbres (es decir, un concentrado prensado y compactado por lecitinas y repleto de colorantes) está ingresando una bomba inflamatoria en su intestino? Y no, las carnes no poseen ni un solo antinutriente.

Podrán endilgarnos el tema de las hormonas, de los antibióticos suministrados en el feedlot, pero para eso, los remitimos a la primera parte, al párrafo en donde desmentimos la “mala calidad” de la carne vacuna argentina. Pero agregamos, para más información, que en realidad los ganados argentinos son casi todos de pastura (ovino, caprino, camélidos, todos ganados regionales), excepto el pollo y el cerdo (este último, jabalí domesticado, ya de por sí diseñado por el humano para el sedentarismo). Los ganados autóctonos se comen menos incluso en las propias regiones, por pura y exclusiva especulación (los precios exorbitantes de carnes abundantes como la de cordero y chivo en la mismísima Patagonia solo pueden explicarse por esta variable).

Proteínas y vitaminas ausentes en todos los vegetales

Uno de los argumentos más falaces pero más citados en favor de la dieta vegana es que tenemos intestino de herbívoro, lo cual es falso: no se dice que en los herbívoros la inmensa mayoría de ese intestino es grueso, es decir, la parte ocupada de la fermentación y eliminación de residuos. Las vacas, dicho sea de paso, como todos los rumiantes, tienen más de una cámara estomacal y regurgitan la enorme cantidad de celulosa que mastican para poder convertirla en ácidos grasos. Las plantas en su estado “salvaje” son absolutamente indigeribles por el ser humano. Es más, las raíces y tubérculos que ocasionalmente consumimos poseían un corazón fibroso mucho más grande que la parte de almidones, otro ejemplo de cómo la agricultura modificó las plantas para agregar densidad calórica aumentando sus azúcares.

Si un vegano aduce que su dieta no ocasiona perjuicio alguno a su salud porque no nota síntomas de ello, es debido, primero, a que una ingesta de vegetales mayor que la de ultraprocesados desemboca obviamente en una mejora física, pero se debe más a la ausencia de los segundos que a la ingesta de los primeros: si yo reemplazo un alfajor o una barrita de cereal (¿habrá acaso un producto más engañoso?) por una palta, obviamente me estoy beneficiando; y en segundo lugar, se debe a que aún continúa utilizando para la continuidad vital de sus tejidos la proteína animal que ingirió durante su vida antes de cambiar su alimentación. No hay otra forma de concebirlo: sin la asistencia de una batería enorme de suplementos, más tiempo de veganismo es igual a mayor deterioro de la salud en todo sentido.

El problema con la proteína vegetal es que en primer lugar, carece de aminoácidos fundamentales para la construcción de tejido muscular magro y grasas saturadas para la producción y reparación de tejidos del sistema nervioso, incluido el propio cerebro y, en segundo lugar, siempre viene adosada a carbohidratos, lo que significa que el vegano que la consume, en realidad lo que está haciendo es meterse una cantidad desmedida de carbohidratos que no ingeriría si se estuviese alimentando con proteína cárnica de alto valor biológico. Se dice falsamente que las combinatorias de legumbres y cereales suplen la proteína vegetal. Es falso porque ninguno de los dos alimentos posee el número y tipo de aminoácidos completos (por ejemplo, la leucina, vital en la composición de la masa muscular), pero también porque, con esas combinatorias, el cuerpo se lleva “de rebote” más carbohidratos de los que está preparado para metabolizar.

Verán que los veganos se sacan fotos o se filman con enormes (¡enormes!) cantidades de comida: hongos, vegetales verdes, una cantidad monstruosa de bananas, manzanas, kiwis, mangos, cuyos componentes son un 80% azúcares (recordar el efecto de la agricultura en las frutas). Tienen la errónea seguridad de que obedecen más a una lógica “natural”, siendo que muy poco hay de naturales en esos productos. Es más, el vegano es un claro testimonio de que se puede ser adicto a los azúcares sin ser necesariamente obeso o diabético; se caracteriza por una nula flexibilidad metabólica, que es la capacidad de los organismos de utilizar eficazmente distintos sustratos energéticos (glucosa, grasas, cuerpos cetónicos), aunque este no es un problema privativo de los veganos, lo que hace es agravarse con dicho tipo de alimentación.

De continuar con semejante cantidad y calidad de ingesta, el deterioro físico y mental del vegano es inexorable. Este particular tipo de consumidor, totalmente ajeno a la lógica evolutiva de la humanidad, jamás tiene en cuenta los tejidos que el organismo estará capacitado para producir en un futuro; vive en constante presente alimentario. Nuevamente, es engañado por los beneficios de corto plazo que implica aumentar la proporción de vegetales en la dieta diaria, pero así como se dejan ver a corto plazo, la alimentación que lleva será profundamente perjudicial en el largo plazo: envejecimiento prematuro por falta de proteína animal que compone tejidos musculares, cutáneos, dentales, capilares, deterioro mental y cognitivo, déficit energético, disminución de la fertilidad (elemento fundamental para la agenda globalista), entre muchísimos otros indicadores. En definitiva, si se es vegano, se debe ser consciente de que se está viviendo en base a toda la carne y su grasa consumidas antes de empezar a serlo, y agotando la capacidad de reparación de todos los tejidos.

Las vitaminas, vectores fundamentales que señalizan los procesos metabólicos de todo el organismo, también son absolutamente insuficientes en el veganismo. Al punto tal que existe todo un plexo de casos, a nivel nacional y mundial, de deterioro hormonal, mental y cognitivo en recién nacidos, infantes y adolescentes, cuyas madres son veganas desde hace años: la imbecilidad vegana se transmite a los hijos en forma de destrucción biológica. La vitamina más mencionada que escasea en vegetales es la B12, agente fundamental en la construcción del sistema nervioso, al punto tal de que ya se admite desde hace tiempo que todo vegano debe suplementarse con la misma, que se produce sintéticamente, es decir, que es una copia de la B12 animal, no la auténtica. Por otra parte, el lobby farmacéutico, que elabora los suplementos, está de parabienes con los veganos.

La hipótesis del cuerpo “alcalino”

Particular mención merece la siguiente idea, tan extendida en los veganos: el PH del cuerpo humano tiende a la alcalinidad, por lo que se hace indispensable dirigirnos hacia una alimentación de este tipo. De ello desprenden una deriva moral: el cuerpo ácido nos transforma en “violentos, machistas, racistas, especistas”, etc. Básicamente, estamos en malas condiciones de salud porque comemos alimentos “acidificantes”, como las carnes. Una dieta vegana alcalinizaría el cuerpo al punto de “elevarnos” hacia la bondad, la verdad y la belleza, hasta eliminar toda propensión a enfermarnos, incluso hasta curarnos del cáncer. Alcalinizar la humanidad, el camino a la paz mundial.

¿De dónde viene semejante disparate? Para sorpresa de los lectores, emerge de la interpretación de los estudios de Otto Warburg (Premio Nobel de Medicina de 1931) sobre el cáncer, que, según sus observaciones de laboratorio, no podría desarrollarse en “entornos alcalinos”. El problema es que esta hipótesis queda refutada completamente al analizar en el entorno biológico humano los procesos cancerígenos, que se caracterizan por su enorme complejidad, siendo producidos por un conjunto de factores demasiado grande y diverso como para validar semejante hipótesis apresurada. Claro, esto sirvió y sigue sirviendo como argumento (yo también lo hice propio en su momento) para eliminar los “acidificantes” del cuerpo, entre los cuales se encuentran alimentos tan disímiles como las carnes (todas, ni siquiera el pescado se salva) y las bebidas azucaradas. Básicamente, se toma un solo elemento (el “ácido”) para sacar conclusiones generales y poner a la carne nuevamente en la picota.

Así es como, dentro del universo vegano “alcalino” (teniendo en cuenta lo que expondremos, son casi sinónimos) emergieron recetas salvadoras (tomar agua con limón y bicarbonato en ayunas, comer un diente de ajo en ayunas, etc.), posiciones de yoga, regímenes de alimentación demenciales (el “crudiveganismo”, el “juguito detox”), todo con su discurso bien elaborado, promocionado como paquete “anticáncer”. Este disparate ha tenido muy rentable repercusión en el mundillo de la nutrición, al punto de que se considera “saludable” de por sí aumentar la ingesta de frutas y verduras. ¿Cuántos libros de este tipo encuentran en las librerías que tengan un bife de chorizo en su portada? Generalmente tienen un vegetal, una manzana o una banana, es decir, productos, repetimos, compuestos por un 80% de azúcar. Nada más alejado del rigor metodológico que requiere el conocimiento respecto de la alimentación. Me han llegado a decir incluso reiteradas veces cosas como: “¿estás bajoneado, violento, deprimido (inserte cualquier estado mental “malo”)? Alcalinizate”.

De todas formas, alcanza con conocimientos básicos de metabolismo para refutar la hipótesis de la alcalinidad. Somos organismos que funcionan por transformación de energía y distintos tipos de vectores y señalizadores residentes en los alimentos y en los órganos del cuerpo que la propician; convertimos energía química en calórica en cada una de nuestras células, y para ello utilizamos nuestra digestión, nuestra actividad física, nuestro sueño… en fin, nuestro metabolismo pensado como una totalidad.

Cada vez que sometemos el cuerpo a estresores (ejercicios de fuerza, intervalos de alta intensidad, períodos de ayuno, muy frecuentes en la vida del cazador recolector), realizamos pequeñas fracturas, pequeños “daños” que contribuyen al desarrollo de procesos de reparación, de recomposición, renovación y eliminación. Y el ácido juega un papel fundamental en ellos. No estamos en el mundo para permanecer quietos, pero sí reservamos energía para cuando escasee, por lo que cualquier fuente que la concentre en cantidades exorbitantes (almidones, alimentos procesados) se transformará en vehículo para convertirnos en adictos a ella. Un obeso es una enorme masa de energía concentrada que no se gasta.

El aparato digestivo humano, al igual que todo animal carnívoro, inicia su digestión gracias a los ácidos. Sin ellos, las sustancias ingeridas pasarían de largo y se toparían con un intestino que no está preparado para trabajar sobre sustancias no descompuestas, no reducidas. Por caso, la llamada “gastritis”, no se produce porque el estómago está “ácido” y hay que “alcalinizarlo” dejando de comer proteína animal o tomando antiácidos; todo lo contrario: ocurre porque faltan proteínas y sobran azúcares y ultraprocesados que dejan “pagando” a los ácidos que se quedan sin hacer nada, y ante la mínima señal del cerebro, se lanzan a buscar sustancias que no encuentran (las proteínas animales), dañando la mucosa estomacal (úlcera). Ni hablar si agregamos a esto una ingesta diaria de bebidas alcohólicas, presentes hoy en la dieta desde cada vez más temprana edad.

El fuerte ácido del estómago, al encontrar pura basura, rebota contra las paredes y “salta” cuando aquél se mueve, produciendo esa sensación de quemazón. En definitiva, la gastritis y todo proceso inflamatorio se producen justamente por la falta de proteína animal en el cuerpo. Es más, como en todo carnívoro, el propio organismo humano cuenta con una víscera específica para enviar bilis a descomponer específicamente las grasas animales (lipoproteínas) en el intestino delgado. No se puede seguir engañando a nadie con el discurso de la “alcalinidad”, tenemos un estómago que evolutivamente trabaja con ácido. La alcalinidad, lejos de curarnos, nos mataría.

Colesterol, fitoestrógenos y destrucción de la sexualidad

Primero vamos a desmitificar el tema del colesterol. Entre el 50 y el 60% de los tejidos conectivos humanos está compuesto de esta lipoproteína indispensable. Tiene funciones vitales como ser precursor de las hormonas sexuales y componer la membrana plasmática animal. Se han hecho observaciones a poblaciones longevas que llevaban su dieta ancestral, muy relacionada con la caza y la recolección (ampliaremos sobre la fuente en la tercera parte), y se caracterizaban por tener un alto nivel de colesterol.

Otro mito es que existe un colesterol “bueno” (HDL, high density lipoprotein por sus siglas en inglés) y otro “malo” (LDL, low density lipoprotein, Ídem). Uno conduce los residuos hacia el hígado para ser eliminados, y otro se dirige hacia los tejidos para repararlos; piensen en la imagen de una hormiga que carga residuos (alta densidad) y que luego de depositarlos va a reparar los daños celulares (baja densidad; recordemos: estamos constantemente a lo largo de toda nuestra vida dañando y reparando tejidos), pero la hormiga es la misma. El colesterol llamado “malo” es el de baja densidad; es con él con el que se la agarraron, por el sencillo hecho de cumplir su función. Lo que ocurre es que, en un cuerpo recargado de glucosa, es decir de azúcar, la sangre se “espesa”, se “glicosila”, evitando que el colesterol cumpla con su función reparatoria; seguidamente, el colesterol es escondido, camuflado por la glucosa que se le “pega”, y se empiezan a formar las dichosas “placas” que “taponan” las arterias. Ahora bien, dicho todo esto en el lenguaje más comprensible posible: ¿es el colesterol el problema, es el camión de bomberos que va a reparar los tejidos, o es la ruta por la que circula que está en pésimas condiciones? ¿Qué tiene que ver todo esto con el veganismo?

Tiene que ver en que una dieta vegana fuerza al hígado a generar el colesterol sin otra fuente externa (existe una proporción de 75 a 25 en cuanto a su producción: 75% se produce en el hígado, 25% proviene de fuentes externas), sobrecargándolo y haciendo insuficiente la cantidad de este elemento fundamental. Si dijimos que el 25% del colesterol necesario para la vida proviene de fuentes externas (exclusivamente animales), ese faltante puede no notarse a corto plazo, pero como todos sabemos, los órganos del cuerpo envejecen, por lo que el hígado, justo en períodos de la vida en donde se hace más necesario el colesterol, ya no estará capacitado para producirlo en la cantidad necesaria. Una vez más: el problema no es el presente, sino el futuro. ¿Cuáles son los efectos de esto? Incalculables: enfermedades degenerativas, demencia, envejecimiento prematuro también estimulado por la ausencia casi total de colágeno en los tejidos de veganos, degradación de tejidos óseos, musculares, discapacidades motrices, Alzheimer y demás enfermedades mentales (recordemos: el cerebro está compuesto en más de la mitad por lipoproteínas animales, entre ellas, el colesterol). En definitiva, la carencia de grasas animales, así como la de proteínas, tiene consecuencias nefastas para todo el organismo, pero este discurso continua reproduciéndose porque, repetimos, es funcional al afán globalista de destruir a la humanidad, inventando un enemigo público que es ni más ni menos que uno de los componentes fundamentales para nuestra vida.

Pero aún hay más, un secreto a voces del veganismo que es uno de los nudos del por qué de este fanatismo; el veganismo, con su sobrecarga de carbohidratos y sustancias inflamatorias, sus productos “animal friendly”, acelera un proceso que viene estructurándose en el ambiente y en la alimentación desde hace décadas: una lenta pero constante estrogenización, desmasculinización o disolución artificial de los caracteres sexuales producida por el desorden hormonal que los alimentos procesados trajeron y no cesan de producir.

Este proceso está generado por algunos componentes de los emulsionantes, colorantes y endulzantes que tienen origen en la industrialización de granos como la soja o el maíz. Nos referimos a los fitoestrógenos y las isoflavonas, también presentes en las crucíferas, consumidas a veces en exceso por los veganos. Habíamos hablado de la lecitina de soja, pero nos explayamos un poco más. Es una especie de barro que sale del proceso de prensado del grano o por extracción química, que también se aísla, se seca y se vende en polvo; tiene la facultad de emulsionar componentes que, de no mediar esta sustancia, se desgranarían, se desarmarían antes de entrar al paquete. Prácticamente todos los productos “de kiosco” tienen lecitinas, junto con el dichoso jarabe de maíz de alta fructosa, también presentes en la mayoría de los productos de consumo vegano.

Esta combinación de lecitinas cargadas de fitoestrógenos y azúcares concentrados, va generando en el cuerpo (sobre todo de los niños) un progresivo cataclismo hormonal que deriva, entre otros fenómenos, en desarrollo de mamas y pubertad retrasada en varones, acné exagerado (el acné no es un invento de la “pubertad”, es una reacción alérgica en todas las etapas de la vida), escaso desarrollo gonadal, ambigüedad sexual (por más políticamente incorrecto que suene), en niñas menarca anticipada, desarrollo sexual temprano, quistes uterinos, abortos espontáneos, cese temprano de la regla y menopausia prematura (ya es un lugar común de muchas mujeres veganas a las que, de un momento a otro, les deja de “venir”).

Este catálogo del horror tiene un trasfondo que, espero, el lector ya esté intuyendo: hay un proceso de feminización que se originó con la píldora anticonceptiva y sus residuos, el lanzamiento de estrógenos a las aguas y al ambiente; la industria “alimenticia”, además de envenenar suelos, destroza la masculinidad de los niños y la feminidad de las niñas, disolviendo el dimorfismo sexual, adelantando etapas de desarrollo para las cuales no están en condiciones ni biológicas ni psicológicas de afrontar. Suena macabro, ¿no? Tan solo basta buscar en las poblaciones que fueron víctimas de la sojización, las fumigaciones y los guisos de porotos de soja de los comedores y la terrible leche de soja que debería ser ilegal (la leche en polvo común también se emulsiona con lecitina), para dar cuenta de este fenómeno imparable.

Cerramos aquí la segunda parte de nuestra intervención, esperando no haber sido excesivamente engorrosos, pero sin claudicar en el afán de luchar, desde nuestro humilde lugar, contra esta agenda colonial que pretende meterse hasta con lo más profundo de nuestros cuerpos y de nuestra salud.

(Tercera y última parte, acá)