Un régimen profundamente enamorado
Por Juan Manuel de Prada
El doctor Sánchez, que es un hombre profundamente enamorado, pretende impulsar una ley que impida a los «ultras» ejercer la acusación popular (pero gracias a esos «ultras» supimos de los manejos de Urdangarín, por ejemplo) y obligue a inadmitir querellas sustentadas en «recortes de prensa» (como la que destapó los «papeles de Bárcenas», por ejemplo). Por supuesto, toda la chusma folicularia que lame las almorranas del doctor Sánchez ha salido en tromba a defender la pertinencia de la ley, con el mismo ardor con que hace unos años salieron rasgándose las vestiduras cuando los peperos, a rebufo de una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, quisieron también limitar la acusación popular, para evitarse disgustos con las muchas causas de corrupción que los merodeaban.
Pero esta chusma folicularia es capaz de defender el canibalismo de niños lactantes, con tal de seguir disfrutando de las mamandurrias que les procura el doctor Sánchez a costa de nuestros bolsillos. La acusación popular, que subsiste en nuestro ordenamiento por herencia del Derecho Romano, es uno de los escasos portillos que el Régimen del 78 dejó abiertos para impedir la discrecionalidad del poder político; y también un exiguo contrapeso a una fiscalía sometida desvergonzadamente al mismo. Con esta «reforma» del doctor Sánchez, la acusación popular estaría prohibida en los delitos de prevaricación cometidos por fiscales; y cualquier periodista que todavía no se dedique a lamer las almorranas del doctor Sánchez y ose denunciar hechos delictivos tendrá que enfrentarse a querellas por calumnias, si tales hechos no resultan investigados… por la fiscalía. Es todo tan burdo y mafioso que resulta enternecedor.
Pero, como nos enseñaba San Agustín, todo gobierno que no está presidido por la virtud de la justicia degenera inevitablemente en junta de ladrones. Si la junta de ladrones acaudillada por el doctor Sánchez no logra sacar adelante esta «reforma» no será porque el bodriete constitucional lo impida –como pretenden los constitucionalistas chorlitos–, sino porque carece de la mayoría suficiente para lograrlo. Pues, bajo el oprobioso Régimen del 78, el Derecho está subordinado al poder, que por ello mismo se vuelve incontrolado, degenerando en anarquía o en despotismo (o en ambas cosas a la vez, como ocurre hoy). Cuando el bodriete constitucional establece que España es un «Estado de derecho» no quiere decir que en España rija el clásico «imperio de la ley»; y mucho menos que el poder político esté sometido a un sistema de leyes. El «Estado de derecho» del Régimen del 78 consagra la ilimitación jurídica del poder político, su capacidad demiúrgica para crear leyes ad hoc que beneficien sus propósitos más sórdidos y utilitarios, como ocurre ahora con esta ley que trata de salvar a la catedrática Begoñísima, el hermanito músico y el fiscal telefónico. El Régimen del 78, a la postre, ha resultado un régimen profundamente enamorado.
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