Razones para la desesperanza y razones para la esperanza. Parte III. Por Ricardo V. López

Por Ricardo Vicente López

Parte III

Se ha hablado de la Razón de la esperanza, pero no puedo dejar de lado que hay también muchas razones para la desesperanza. Si lo hiciera quedaría desvalorizado mucho de lo que se ha dicho, porque abriría una brecha por la cual pueden colarse muchas críticas respecto del idealismo, o del irrealismo, de estas reflexiones. No sólo ello, sino la ingenuidad, la ignorancia, respecto de la realidad del mundo terreno. No quiero dejar lugar a la sospecha de que es sencillo hablar de la esperanza mientras no se mire lo que pasa en nuestro derredor. Por ese motivo ahora voy a internarme en la selva humana dentro de la cual encontramos nuestra realidad cotidiana.

No mucho tiempo atrás, nos hemos visto sumergidos en una experiencia que poco antes parecía imposible de que sucediera. Después del reordenamiento social y político a que dio lugar la  segunda guerra mundial (1945) la sociedad occidental pareció haber encontrado el camino definitivo hacia una mejor distribución de la riqueza, hacia una mayor equidad social y hacia una muy buena protección del Estado en el ámbito de la seguridad social. Es cierto que se estaba lejos de que eso incluyera a la totalidad de los habitantes del planeta. Seguía habiendo grandes injusticias, pero había algo que hacía pensar que su solución, si bien no era inmediata, no estaba tan lejos de que se produjera.

Hacia fines de los setenta comenzó a darse un nuevo realineamiento del mundo a partir de un “verdadero eje del mal”, establecido por la presencia en el poder de dos personajes nefastos para los tiempos que siguieron: Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Con ellos el viejo conservadurismo volvió a mostrar su rostro más salvaje. Si bien se presentaba con trajes a la moda, estaba bien maquillado y era portador de un discurso travestido. Para los menos incautos era evidente que retornaba lo más reaccionario del pensamiento social. Lo que en el mundo desarrollado fue denominado “los treinta años dorados” (1945-1975) habían llegado a su fin. Lo que siguió fue una retrogradación de la historia que nos depositó en los comienzos del siglo XIX, época de una de las más duras forma de explotación del trabajo humano en el capitalismo.

Se volvió a vivir lo más descarnado de la relación entre el trabajo y el capital, con los modos más despiadados de éste sobre aquél. La pobreza fue en aumento para las tres cuartas partes de la población del planeta, mientras que una minoría acumuló riquezas, ni siquiera soñadas en los cuentos de Las mil y una noche. La riqueza que poseen las diez más grandes fortunas personales alcanzaría hoy para alimentar a dos mil millones de personas, casi un tercio de la población del mundo. La miseria en la que fue sumergida esa mayoría del planeta es más escandalosa aún porque hoy se puede producir alimentos y servicios para tres veces la población actual. Entonces, hoy vivimos un tiempo en que, para la gran mayoría de la población mundial, esta situación tiene ribetes trágicos. Agreguemos a ello la actitud imperial de la mayor potencia, los EEUU, que ya no guarda ni tan solo las formas democráticas que proclama y hace exhibición de un salvajismo sin precedentes.

Para una mayoría del mundo el futuro aparece con un paulatino empeoramiento del cuadro que hoy se observa. Las experiencias actuales son probablemente muy difíciles, pero las expectativas que muchos tienen son todavía peores. Es decir, campea en estos tiempos la idea de que si hay una reforma de la salud, de la seguridad social, o de la educación, no es para mejorar sino para empeorar. Por eso hoy la gran mayoría de la población mundial es comprensible que espere sin esperanza. Pero no es simplemente que las expectativas sean negativas, es que para esa parte en crecimiento ni siquiera hay expectativas.

Esas mayorías viven en un colapso total de expectativas: muchos de los que comen hoy no saben si comerán mañana; quienes enviaron a sus hijos a la escuela este año, no saben si lo podrán enviar el año entrante. Una gran parte de los trabajadores que hoy está contratada, no tiene ninguna certeza de poder seguir manteniendo esa condición. Para ellos, si no hay un contrato colectivo o una ley laboral, mañana puede no tener empleo, y no parece tener ninguna posibilidad de reaccionar.

Este pérdida de las expectativas denuncian el estado de la sociedad misma. La pérdida del viejo contrato social, los arroja al mundo de las poblaciones descartables. Son procesos de exclusión irreversibles para muchos de ellos. Estas personas ha dejado de ser ciudadanos para convertirse en parias sociales: es el paso de la sociedad civil a la sociedad salvaje. En el primer mundo se la denomina democracias modernas. Si el capitalismo del siglo XIX explotó a los trabajadores, el actual los arroja a las banquinas de la Historia. ¡Son desechables! Esta capacidad que los poderosos tienen de veto sobre la vida de los más débiles, de los más vulnerables, permite que haya emergido en nuestras sociedades un fenómeno que puede ser llamado una forma del fascismo social. Porque, bajo la formalidad de un sistema democrático, ejerce en el mercado una prepotencia digna de las peores épocas. No es un régimen político: es un régimen social, una forma de sociabilidad, de desigualdades tan fuertes, que unos pocos tienen capacidad de veto sobre la vida de los más.

La formalidad de la libertad contractual no puede ocultar la enorme disparidad de condiciones entre el poderoso y el débil, éste tiene que aceptar las condiciones del contrato (cuando lo hay), por pésimas que sean, porque no tiene otra alternativa. En esta situación emerge la violencia y se convierte en violencia estructural. Es una violencia política que asume dos formas: la violencia política organizada, la del poder político, que se ejerce de arriba hacia abajo, y una violencia cotidiana, atomizada pero masiva, la violencia del mercado. Ésta debe ser considerada como una forma despolitizada de la violencia política más represiva: la que define quién come y quién no. Equivale a decir, esa cara de la violencia actual tiene una manifestación dispersa en crecimiento: la delincuencia de los de abajo. No proclama formas ni ideas políticas claras, es la expresión anárquica de los sometidos, es la expresión del reclamo social: son definidos como delincuentes.

Estamos viviendo en sociedades que se muestran como políticamente democráticas  pero que son socialmente fascistas. ¿Cómo fue posible? He mencionado antes los treinta años gloriosos, los años de lo que predominó el Estado de bienestar (1945-1975). ¿Cómo se define este concepto?:

El Estado de Bienestar es un concepto político que se relaciona con una forma de gobierno en la cual el Estado se preocupa por el bienestar de todos sus ciudadanos, que no les falte nada, que puedan satisfacer sus necesidades básicas, proveyéndoles en cada caso de aquello que no puedan conseguir por sus propios medios. Entonces se hace cargo de los servicios y derechos de una gran parte de la población considerada humilde o empobrecida.

¿Por qué fue desapareciendo este modelo de estado? Porque, para los gobiernos del llamado “mundo occidental”, ya había cumplido gran parte de su razón de ser: “contener el posible avance del comunismo durante el período de la posguerra europea”. La posibilidad real del avance sobre las “democracias liberales” que la fuerte presencia en ellas de partidos comunistas sólidos y organizados les hacía temer. Tal vez, pueda señalarse como una bisagra la Crisis del petróleo:

La crisis del petróleo comenzó en 1973, a raíz de la decisión de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPEP) de no exportar más petróleo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra de Yom Kipur [1]: esta medida incluía a Estados Unidos y a sus aliados de Europa Occidental.

Este conflicto corrió, momentáneamente, del centro del escenario internacional, el llamado “peligro rojo”. Poco después, la instalación del “eje del mal” [2], a fines de los años 80 y los 90, abrió el camino a una recomposición de ese escenario por la presencia de un proyecto avasallador: la globalización neoliberal. Ésta liquidó lo que quedaba de la relación creativa que había podido moderar el viejo conflicto. Esa que había comenzado a partir de la “famosa” Revolución industrial inglesa (1760-1840):

Fue un proceso de transformación económica, social y tecnológica que se inició en la segunda mitad del siglo XVIII en Gran Bretaña, que se extendió a gran parte de Europa occidental y América Anglosajona. Durante este periodo se vivió el mayor conjunto de transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de la historia de la humanidad.

Ese proceso otorgó al capital una gran superioridad, transformada en dura hegemonía en las décadas siguientes: avanzó en el sometimiento y explotación de los trabajadores, que fueron empobreciéndose hasta límites insospechables, pocas décadas antes. Los trabajadores lucharon en la segunda mitad del siglo XIX para conquistar derechos sociales, y una legislación social que avanzaba fue garantizándolos. Las dos grandes guerras abrieron un tiempo que suspendió todo ello. La posguerra y el estado de bienestar, ya analizado, mantuvieron un periodo conocido como la guerra fría: fue un enfrentamiento político, económico, social, militar, que se inició tras finalizar la Segunda Guerra Mundial (1945) entre el bloque Occidental liderado por Estados Unidos, y el bloque del Este liderado por la Unión Soviética. Y perdió vigencia por la desintegración de la URSS.

[1] También conocida como la guerra árabe-israelí de 1973, fue un conflicto bélico librado por la coalición de países árabes liderados por Egipto y Siria contra Israel.

[2] La expresión «eje del mal» fue utilizada públicamente en los noventa, aunque circulaba por los gabinetes de los think tank de los Estados Unidos, para hacer referencia a los Estados que “supuestamente” apoyaban al terrorismo.

 

 

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