Qué hacer para avanzar hacia una Europa social y democrática

Samy Joshua *

Ante tanto palabrerío que intenta convencernos de que el neoliberalismo “no tiene alternativa”, leer a quienes insisten en otras salidas es saludable y esperanzador. Siempre que no nos dejemos arrastrar por el pesimismo. En ese caso “todo está perdido”.

Europa y un mundo solidario son el objetivo permanente de una verdadera política progresista, lejos del repliegue nacionalista. Pero un objetivo sin medios para lograrlo es un espejismo. Sólo un verdadero enfrentamiento con los Tratados europeos puede abrir una salida, una movilización masiva con un “Plan A”, el prioritario, y si es necesario, un plan B.

Perder de vista el objetivo, y la vía para lograrlo, es entrar en un callejón sin salida. Durante décadas, Wallerstein ha explicado las razones que lo llevan a creer que el capitalismo ha entrado históricamente en su crisis final. Y que se abre ante nosotros una encrucijada que puede conducirnos a un sistema aún más bárbaro o a una salida colectiva y solidaria para toda la humanidad. Es el “Espíritu de Davos” contra el “espíritu de Porto Alegre”. Si algunos de sus argumentos, e incluso su lógica general, son discutibles, es posible, sin embargo, compartir su conclusión. No hay vuelta atrás posible, incluso si, como Wallerstein defiende, son legítimas todas las batallas que inhiban el desarrollo salvaje del neoliberalismo. La idea de volver a refugiarse exclusivamente en los mecanismos nacionales de antaño es especialmente ilusoria. Y a la vez peligrosa, porque en ese horizonte pueden desarrollarse nuevas ideas y prácticas neofascistas.

El objetivo debe ser un nuevo mundo global, hecho de solidaridades concretas, paz y un futuro construido entre todos. En el que se combatan las causas que fuerzan las migraciones forzadas, pero en el que los migrantes sean recibidos humanamente. Sólo en este nivel global se puede plantear en serio y resolver la mayoría de los desafíos ambientales. Y es a este nivel de exigencia el que nos debe guiar ya en nuestro entorno más cercano, Europa y el Mediterráneo. En base a una soberanía popular determinante. Wallerstein, de nuevo, remonta con razón a la Gran Revolución la aparición concomitante de una comprensión favorable de la noción de “cambio” y de “soberanía”. El primero utilizado, es cierto, por los liberales de todo, para los que los “cambios” son cada vez más al servicio de los poderosos. Pero también son utilizables por los de abajo, fuera de todo orden trascendente, para inventar un mundo unido del mañana. A condición, este es el segundo elemento, de que la soberanía, condición de la democracia, sea construida y garantizada. La soberanía debe comprenderse en sus formas específicas, desde las comunidades de base hasta los grandes conjuntos regionales o incluso mundiales, pasando por supuesto, crucialmente, por el nivel en el que la gente considera necesario expresarse políticamente en común, que a menudo son las naciones.

Y por lo que se refiere a Europa, no es claramente democrática. Con, por ejemplo, un Banco Central Europeo que escapa por ley al control político desde abajo.

El objetivo, por tanto, es internacionalista. No sólo como imperativo moral (que no es en absoluto despreciable), sino por la necesidad social, política, ecológica y democrática. Y luego viene la discusión sobre los medios para conseguirlo. Balibar tiene razón sobre Europa cuando dice: “… lo que propongo llamar al doble vínculo europeo: el hecho de que la construcción política de Europa sea la vez indispensable en interés de su poblaciones e incluso del mundo, e insostenible en las formas que ha adquirido“.

Pero, al igual que los demás, parece detenerse en el camino. Estos lazos que nos limitan, ¿habrá que cortarlos en algún lugar, verdad? E, inevitablemente, es rompiendo con las “formas”, es decir, con las estructuras antidemocráticas de “gobernabilidad” europea. Al igual que con sus Tratados que, uno tras otro, han reforzado la “jaula de hierro” de la política pro-capitalista en la Unión Europea. ¿Qué hacer? A menos que se acepte luchar solamente con palabras, con un cuchillo sin filo, hay que analizar esas formas presentes, y desde el análisis concreto de la situación concreta. La forma en Grecia ha sido tratada desde hace tres años nos muestra exactamente el patrón del modelo. Aunque se deseen luchas comunes en todo el continente y hacer todo lo posible para impulsarlas, las correlaciones  de fuerzas son demasiado dispares en los diferentes países como para poder cuestionar el peso desproporcionado que han adquirido en especial los líderes alemanes y su “ordoliberalismo”. Y los que apoyan esta política en todos los países. Si nos negamos a aplazar todos los combates esenciales a una situación mejor e improbable, es necesario, como hicieran los griegos, lanzarse los primeros allí donde la correlación de fuerzas lo permita.

Y ¿cómo se puede evitar el resultado desastroso que ha aceptado Tsipras? ¿O incluso apoyar ese resultado como inevitable, como quieren Pierre Laurent y Benoît Hamon?

Esa es la buena, la única pregunta válida para las fuerzas progresistas. Si una mayoría de ruptura llega al poder en un país ¿qué debe hacer? ¿Proclaman en voz alta su objetivo emancipador, pero permanecer paralizados hasta que no hayan convencido a los otros gobiernos, en particular al de Alemania? Eso es lo que parecen pretender Hamon e incluso Varoufakis. ¿O bien, a pesar de los Tratados, apoyados en un fuerte mandato popular, aplicar la política de ruptura prometida? Sin salir de la Unión o del euro, iniciando negociaciones que podrían salvar a una y al otro. Con nuevos Tratados (especialmente poniendo fin a la independencia del BCE, desarrollando políticas de convergencia social, rechazando la Europa Fortaleza y rearmada). Todo eso al tiempo que se permite que las políticas alternativas progresistas votadas en este o aquel país puedan aplicarse. Este es el momento del Plan A, la opción principal. Imposible, nos dicen: Merkel (o la persona que la sustituya) no lo permitirían. Un poco como aquella caricatura de Wolinski en 1968, cuando un dirigente le pregunta a la multitud “¿pero, qué es lo que quieren entonces?”, y le respondían “la revolución”; y respondía: “¡Están locos, los propietarios nunca querrán!”. Aunque se esté convencido de que el objetivo es estupendo, la vía propuesta es un callejón sin salida.

Jean-Luc Mélenchon, por su parte considera que nunca será aceptada una propuesta de renegociación como ocurrió con Grecia. Con razón. Se puede pensar con él que, como resultado ya no habría más Europa. Tendría que apoyarse en la experiencia práctica de que tales políticas no sólo favorecerían a la población francesa en su caso, sino a todos los pueblos que sufren los efectos “competencia libre y no falseada”, del chantaje de la deuda y de las políticas de austeridad. El plan A no es un gesto demagógico que enmascara una voluntad de repliegue nacional: es una opción absolutamente realista. O la responsabilidad del fin del sueño europeo (que por desgracia tiene características de una pesadilla en los últimos años) será de otros. No, esto no es una batalla xenófoba, o contra el pueblo alemán. O contra otros pueblos: se trata de una lucha por el progreso común. Si se declara esta batalla (el Plan A) perdida de antemano, es mejor renunciar inmediatamente, en lugar de multiplicar las bellas declaraciones sin posibilidad de llevarlas a cabo. Y seguramente aún más abrir la puerta a los enemigos reales, como el Front Nationale y todos los movimientos xenófobos que, lamentablemente, florecen en el continente como resultado de las políticas antidemocráticas y antipopulares aplicadas desde hace mucho tiempo. Pero si el plan A es serio, también hay que prever lo que no puede conseguir. Como dijo Gramsci, “No podemos prever otra cosa que la lucha” no su resultado. El “muy izquierdista” Premio Nobel Joseph Stiglitz se sorprendió en su momento que Grecia no hubiera preparado un “Plan B”, lo que le obligó a capitular. Hamon, y muchos otros críticos de izquierda, poco sospechosos de querer que Europa continúe como hasta ahora, no quieren tenerlo. E incluso defienden que si hay un plan B, es que en realidad no hay ningún Plan A. De forma polémica se dice que el verdadero Plan A es el Plan B, la salida deliberada de la UE. En su lugar, hay que dejar claro a todos que si se rechaza el Plan A, el asunto no acaba ahí, y que habrá un plan B. Incluso es la mejor manera, al mostrar una inquebrantable determinación, de dar una mejor oportunidad al Plan A.

“Soberanismo”, “repliegue nacionalista” son los adjetivos más educados que se utilizan para rechazar dicha perspectiva. Nada de eso. El objetivo sigue siendo el mismo: apoyar la recuperación de la soberanía popular a todos los niveles, desarrollar una perspectiva solidaria para los pueblos vecinos y limítrofes y para todo el mundo. Pero, quién quiere estos objetivos debe ofrecer vías creíbles para lograrlos y los medios necesarios. Si no, los insultos polémicos  solo ocultan el hecho de renunciar a todo ello. En las próximas elecciones europeas hay que ofrecer esta opción de la manera más unitaria, pero también con la mayor claridad. Este es el camino elegido por la Francia Insumisa en su convención de Clermont. Y que sin duda será compartida por una gran parte de las fuerzas de ruptura humanistas en Europa. No es un camino fácil, pero, dado el adversario, su poder y determinación, es el único, con el apoyo de la movilización popular en toda Europa, que ofrece una oportunidad de éxito.

* Samy Joshua – Veterano militante de la extinta LCR francesa, es profesor de Ciencias de la Educación y participa en France Insoumise.

Fuente: www.sinpermiso.info – 26/02/2018

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