La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte V – Por Padre Alfredo Sáenz

La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte V

Por Padre Alfredo Sáenz

V – Pecados contra la fortaleza

A la fortaleza se oponen tres vicios: uno por defecto, la cobardía, y dos por exceso, la audacia y la impasibilidad.

La cobardía

Consiste en temblar desordenadamente ante los peligros que es menester afrontar por la práctica de la virtud, o en rehuir las molestias necesarias para conseguir el bien difícil. Con este vicio se relaciona estrechamente el llamado respeto humano, que por miedo al “que dirán” se abstiene del cumplimiento del deber o de practicar valiente y públicamente la virtud.

La audacia o temeridad

Consiste en salir al encuentro del peligro sin causa justificada.

La impasibilidad

Caracteriza a aquellos que no temen los peligros, aunque sean de muerte, pudiendo y debiendo temerlos. Suele provenir del desprecio de la vida, o de la soberbia, o de la necedad. Sobre esto hay que tener en claro que ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo. Por el contrario, la virtud de la fortaleza es cabalmente incompatible con cierto tipo de ausencia de temor. Sin duda, el hombre que ha perdido la voluntad de vivir deja de sentir miedo ante la muerte. Pero la indiferencia que nace del hastío de la vida se encuentra a fabulosa distancia de la verdadera fortaleza, en la medida en que representa una inversión del orden natural. La virtud de la fortaleza no ignora el orden natural de las cosas, al que reconoce y guarda. El sujeto valeroso mantiene sus ojos bien abiertos y es consciente de que el daño a que se expone es un mal. Por eso ni ama la muerte ni desprecia la vida.

Lo que mejor caracteriza a la fortaleza no es el no conocer el miedo, sino el no dejar que el miedo la fuerce al mal o le impida la realización del bien. El que – aun haciéndolo por el bien – se arriesga a un peligro sin importarle su magnitud, o bien por dejarse llevar de un instintivo optimismo (con el consabido “no me pasará nada”), o bien porque se abandone a una confianza, a veces no exenta de fundamento, en el vigor y la aptitud para el combate propios de su natural condición.., ese tal no posee todavía la virtud de la fortaleza (II-II,123, ad 2). La posibilidad de ser valiente en el verdadero sentido de la palabra no está dada más que cuando fallan todas las certidumbres, reales o aparentes, es decir, cuando el hombre, abandonado a sus solas fuerzas naturales, siente miedo, un razonable miedo. El que en una situación de gravedad hace frente a lo espantoso sin consentir que se le impida la práctica del bien, y ello no por ambición ni por temor de ser tachado de cobarde, sino, y sobre todo, por el amor del bien, o que en última instancia viene a ser lo mismo, por el amor de Dios: ése y sólo ése es realmente valeroso.

La fortaleza no significa, por tanto, ausencia de temor. Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y permanentes, inclinándose así ante lo que en definitiva e incondicionalmente hay que temer.

Estas consideraciones no pretenden rebajar para nada el valor del optimismo natural o del vigor y la aptitud combativa igualmente naturales, como tampoco menoscabar la importancia vital de tales facultades ni el enorme interés que poseen para la ética. Pero es importante que se tenga clara idea del lugar donde propiamente reside la esencia de la fortaleza como virtud; este lugar se halla instalado más allá de las fronteras de lo vital. Ante la perspectiva del martirio, el optimismo natural pierde todo sentido, y la natural facilidad para el combate se encuentra literalmente atada de pies y manos; no obstante, el martirio es el acto propio y más alto de la fortaleza, y sólo en este caso de extrema gravedad accede dicha virtud a revelarnos su esencia, a la cual se adecuan aquellos otros actos cuya realización no requiere tal elevada dosis de heroísmo.

 

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.

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