La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte II
Por Padre Alfredo Sáenz
II – La fortaleza como virtud
Hay fortaleza porque existe el mal, el peligro. El peligro del mal se anuncia en su terribilidad. Combatir este poder que aterra – ya sea resistiéndolo ya sea atacándolo, sustinendo et aggrediendo – es misión de la fortaleza, que precisamente constituye, como dice San Agustín, un “testigo incontestable” de la existencia del mal (De Civ. Dei 19,4).
El liberalismo ilustrado es ciego para el mal en el mundo: lo mismo para el demoníaco poder del adversarius diavolus, el “enemigo malo”, que para ese otro poder, henchido de misterio, de la ofuscación del hombre y la perversión de su voluntad. En el peor de los casos, no le parece el poder del mal tan “seriamente” peligroso como para que no sea posible “tratar”, “discutir” o “negociar” con él. La vida moral del hombre es falsamente transmutada en una ingenuidad aheroica y sin riesgo; el camino de perfección se nos aparece así como un “despliegue” o “evolución” de tipo vegetal, que alcanza su bien sin necesidad de combatir.
La piedra angular de la teoría cristiana de la vida es, por el contrario, el concepto de bonum arduum o bien arduo, cuyo radio de acción trasciende el de la mano que se extiende sin esfuerzo. El liberalismo no puede menos de calificar de sin sentido a la verdadera fortaleza que se esfuerza en el combate.
Disposición a morir
La fortaleza cumple totalmente su misión sólo si es capaz de afrontar los peligros más temibles, los que suscitan el temor más paralizante: el peligro de la muerte. Hasta que no se llega a esta cumbre, la permanencia en el bien es precaria, puede quedar comprometida ante una situación nueva.
La fortaleza es perfecta cuando sabe afrontar la muerte con decisión por permanecer en la verdad y el bien (“ad rationem virtutis pertinet ut respiciat ultimum”, tener fija la mirada en lo último es parte esencial de la virtud: II-II, 123,4); por debajo de este heroísmo supremo, se es fuerte en cierta medida, en cierto grado (secundum quid), pero no de modo eminente (simpliciter). Si uno se anima a afrontar los peligros de muerte, con mayor razón sabrá reprimir los demás temores.
La fortaleza supone vulnerabilidad; sin vulnerabilidad no se daría ni la posibilidad misma de la fortaleza. Ser fuerte o valiente implica la posibilidad de recibir una herida. Si el hombre puede ser fuerte, es porque es esencialmente vulnerable.
Por herida se entiende aquí toda agresión contraria a la voluntad. Pero la más grave y honda de todas las heridas es la muerte. Hasta las heridas no mortales son imágenes de la muerte; esta lesión extrema y última extiende la esfera de su influjo a toda lesión penúltima, en la que vislumbramos como un reflejo suyo.
De este modo la fortaleza está siempre referida a la muerte, a la que ni un instante cesa de mirar cara a cara. Ser fuerte es, en el fondo, estar dispuesto a morir. O dicho con más exactitud: estar dispuesto a caer, si por caer entendemos morir en el combate.
Toda herida del ser natural, sea física o moral, entraña la referencia a la muerte. Todo acto de fortaleza se nutre así de la disposición a morir como de su raíz más profunda, por distante que un tal acto pueda parecer, visto desde fuera, del pensamiento de la muerte. Una “fortaleza” que no llegue hasta la disposición a caer, es una fortaleza disminuida.
Por eso, como enseña Santo Tomás, el acto propio y supremo de la virtud de la fortaleza, aquel en el que ésta alcanza su plenitud, es el martirio. La disposición para el martirio es la raíz esencial de la fortaleza cristiana. El hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente. Cuando el concepto y la posibilidad real del martirio se desvanecen en el horizonte visual de una época, fatalmente degradará ésta la imagen de la virtud de la fortaleza.
Pero hay que dejar sentado que el que es fuerte o valiente no busca ser herido por su propia y espontánea voluntad. En la Suma se pregunta S. Tomás “utrum fortis delectetur in suo actu”, si cabe lo que podríamos llamar la “alegría de la fortaleza”, y dice que el acto del martirio implica por cierto un dolor muy profundo, que puede llegar incluso a ocultar la alegría espiritual que produce todo acto grato a Dios, “a no ser que sobreabunde la gracia y eleve con más fuerza al alma a las cosas divinas” (II-II,123,8).
Sin embargo el martirio no deja de ser un acto victorioso. “El que muere por la fe, triunfa -dice S. Máximo de Turín refiriéndose a los mártires-; si viviera sin la fe, sería derrotado”. Y Tertuliano: “Allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad” (Apologeticum 50). El mártir no menosprecia la vida, pero la tiene en menos que aquello por lo que la entrega.
La fortaleza supone la prudencia y la justicia
Si la esencia de la fortaleza consiste en aceptar el riesgo de ser herido en el combate por la realización del bien, se está dando por supuesto que el que es fuerte o valiente sabe qué es el bien y que él es valiente por su expresa voluntad de bien. “Por el bien se expone el fuerte al peligro de morir” (II-II, 125, ad 2). “Al hacer frente al peligro, no es el peligro lo que la fortaleza busca, sino la realización del bien de la razón” (Virt. Card. 4, ad 5). “El soportar la muerte no es laudable en sí, sino sólo en la medida en que se ordena al bien” (II-II, 124,3). Lo que importa no son las heridas, sino la realización del bien.
De ahí que no sea la fortaleza la primera ni la más grande de entre las virtudes, pese a ser la que exige del hombre lo más difícil. Porque no es la dificultad ni el esfuerzo lo que constituye a la virtud, sino únicamente el bien (II-II, 132,12 ad 2).
La fortaleza remite, por lo tanto, a algo que por naturaleza es anterior. Es algo esencialmente segundo y subordinado, algo que precisa sujetarse a medida. La fortaleza no es independiente ni descansa en sí misma. Su sentido propio le viene sólo de su referencia a algo que no es ella: “La fortaleza no debe fiar de sí misma”, dice Ambrosio (De officiis I, 35).
La fortaleza es nombrada en tercer lugar en la serie de las virtudes cardinales. Esta serie no es casual. La prudencia y la justicia preceden a la fortaleza. Y ello no significa ni más ni menos que lo siguiente: sin prudencia y sin justicia no se da la fortaleza; sólo aquel que sea prudente y justo puede además ser valiente; y es de todo punto imposible ser realmente valiente si antes no se es prudente y justo.
Consideremos, ante todo, el sentido de este aserto: sólo el prudente puede ser valiente. La fortaleza sin prudencia no es fortaleza. La extrañeza que despierta en nosotros semejante afirmación es sintomático indicio de la medida a que ha llegado el equívoco alcance de las palabras. La asociación de ambas virtudes, el valor y la prudencia, parece contradecir la idea que el hombre de nuestros días tiene de esas dos virtudes. ¿En qué pensamos al hablar de la prudencia sino en esa sagaz astucia que permite al “táctico” eludir el trance de tener que comprometerse con riesgo de su persona, hurtando el cuerpo así no ya a las heridas, sino a la posibilidad misma de recibirlas? Forzoso es que a una “prudencia” de tal estilo se le antoje que el valor es cosa imprudente y necia.
Ya hemos dicho que la prudencia tiene dos rostros. El uno – que es cognoscitivo – está vuelto a la realidad; el otro – que es resolutivo y preceptivo – mira al querer y al obrar. En el primero se refleja la verdad de las cosas reales; en el segundo se hace visible la norma del obrar. De este modo la prudencia no es tan sólo ni tan simplemente la primera en serie y rango de las virtudes cardinales, sino también, y con toda exactitud, la genitrix virtutum (3,d.33, 2,5) que “genera” a las demás; es la forma intrínseca de ellas, tal como el alma lo es del cuerpo (Ver 15,5 5, ad 2). “La prudencia es condición necesaria de toda virtud moral” (Virt. Comm.12, ad 23). Sin prudencia, no hay justicia, fortaleza ni templanza. Porque las tres son mediante la prudencia.
La fortaleza es así fortaleza en la medida en que es “informada” por la prudencia. La doble significación del verbo “informar” viene muy a propósito para nuestra intención. En el lenguaje corriente de hoy, “informar” significa instruir; pero tomado como palabra técnica y como inmediata traducción del latín “informare”, lo que significa es: dar la forma intrínseca. Ambas significaciones se trenzan en el caso especial de la relación que las dos virtudes guardan entre sí: al ser la fortaleza “instruida” por la prudencia recibe aquella de ésta su forma intrínseca, es decir, su esencia propia de virtud.
La virtud de la fortaleza no tiene nada que ver con una impetuosidad ciega y puramente vital. El que impremeditada e indiferentemente se expone a cualquier peligro, no es valiente; porque al comportarse de ese modo da a entender bien a las claras que cualquier cosa es para él, sin tener en cuenta diferencias ni pararse a meditarlo, de un valor más alto que su integridad personal, a la que por tales motivos pone en juego (II-II, 129,5, ad 2). La verdadera fortaleza no pide exponerse de cualquier forma a cualquier riesgo, sino sólo una entrega de sí mismo que sea conforme a la razón, y con ello, a la verdad esencial y al verdadero valor de lo real: “non qualitercumque, sed secundum rationem” (II-II 126,2, ad 1). La auténtica fortaleza supone una valoración justa de las cosas: tanto de las que se “arriesga”, como de las que se espera proteger o ganar.
La prudencia da su forma esencial e intrínseca a las restantes virtudes cardinales: a la justicia, a la fortaleza y a la templanza. Pero las tres no dependen de la prudencia en la misma medida. La fortaleza es informada por la prudencia de modo menos inmediato que la justicia; la justicia es la primera palabra de la prudencia, y la fortaleza, la segunda. La prudencia informa, por así decirlo, a la fortaleza mediante la justicia. La justicia descansa exclusivamente en la mirada de la prudencia, orientada a lo real; la fortaleza, en cambio, descansa al mismo tiempo sobre la prudencia y sobre la justicia.
S. Tomás fundamenta el orden jerárquico de las virtudes cardinales de la siguiente manera: el bien propio del hombre es la realización de sí mismo conforme a la razón, esto es, conforme a la verdad de las cosas. Este “bien de la razón” está dado en el conocimiento normativo de la prudencia. Por la justicia dicho bien pasa a cobrar existencia real: “es misión de la justicia imponer el orden de la razón en todos los asuntos humanos”. Las otras virtudes – fortaleza y templanza – sirven a la conservación de ese bien (sunt consevativae huius boni); su misión es mantener al hombre a salvo del peligro de decaer del bien de la razón. De entre estas dos últimas virtudes, es a la fortaleza a la que corresponde la primacía (II-II, 123,12).
Por tanto, podemos concluir esta consideración diciendo que el prudente es el único que puede ser valiente. Y, también, que una “fortaleza” que no se ponga al servicio de la justicia, es tan irreal y tan falsa como una “fortaleza” que no esté informada por la prudencia.
Sin la “cosa justa”, no hay fortaleza. La cosa es lo que decide, y no el daño que se pueda sufrir:”martyres non facit poena, sed causa”, escribe S. Agustín (En. in Pa 34,13). “El hombre no pone su vida en peligro de muerte más que cuando se trata de la salvación de la justicia. De ahí que la dignidad de la fortaleza sea una dignidad que depende de la anterior virtud” (II-II,123,12 ad 3).
* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.