La Doctrina Social de la Iglesia y la Doctrina Peronista. Parte II – Por Ricardo V. López

Por Ricardo Vicente López

Voy a dejar para una nota posterior, el análisis de la doctrina peronista. Terminé la nota anterior con una mención a un acontecimiento que tuvo una importancia muy grande, sobre todo, para el mundo occidental. La cultura moderna de este mundo tiene una innegable matriz judeocristiana, reelaborada con conceptos greco-romanos [1]. Hoy, a la distancia, probablemente, haya perdido la mordacidad, que tuvo entonces. Pero ello no alcanza para negar la base judeocristiana de nuestra cultura. Una parte importante de los valores heredados conforman nuestro sentido común. Es muy probable que ya no se aprecien la profundidad de los temas de aquellas jornadas. Amigo lector, valga la siguiente aclaración. No me estoy refiriendo a un acontecimiento eclesial. Sino a la manifestación de un proceso político, filosófico, ideológico, institucional, que subió a la superficie la descomposición de un proyecto civilizatorio: la Modernidad occidental.  Planteado con otras palabras, se tomó conciencia de que la escala de valores enunciados, chocaban contra el corset del sistema capitalista. Por tal razón la crisis abarcaba a la totalidad de la sociedad occidental.

Todo esto conmocionó los diversos ámbitos de las iglesias donde todo es casi susurro. El deterioro se venía anunciando, por diversas vías, y mostraba el desgate de más de tres siglos (XVII, XVIII y XIX). Lo que estaba en juego era un modo de pararse ante el mundo, el agotamiento de una concepción antropológica, un proyecto de sociedad y, tal vez, lo más importante, la persona había perdido la centralidad que le había otorgado la tradición judeocristiana, en todos esos planteos. En otras palabras: se había opacado la pregunta: ¿Qué es el cristianismo?

Dentro de la cantidad de problemas que se presentan, lo más importante a señalar es lo que el filósofo alemán Max Weber [2] (1864-1920) encontró: una cierta correlación histórica, en el período de la Reforma Protestante. Entre algunas de las consecuencias que se desprendían de las formulaciones teológicas que Martín Lutero (1483-1546) esgrimía, en su disputa con Roma, y fundamentalmente en las de Juan Calvino [3] (1509-1564), una cierta incentivación del afán de éxito económico, respecto de la actividad comercial. Sin embargo, al mismo tiempo, Lutero afirmaba una antropología pesimista:

«Si se considera al hombre únicamente según sus dones naturales, no se encuentra en él, desde la coronilla de su cabeza hasta la planta de sus pies, ni la menor huella de bondad. Todo lo que hay en él que aún pueda ser digno de alabanza procede de la bondad de Dios.  Y las mejores cosas que se originan de nosotros, están siempre inficionadas y llenas de vicios por la impureza de la carne y mezcladas de suciedad… Si se abandona el hombre a sí mismo, su alma sólo es capaz de lo malo».

Quien va a dar un ímpetu diferente, personal, de características peculiares es Jean Calvino. En 1533 redactó el discurso que debía pronunciar el Rector de la Universidad de París, Nicolás Cop, para la inauguración de cursos. Este se convertiría en el manifiesto reformista francés. Esto le causó inconvenientes, hasta persecuciones, que lo obligaron a alejarse de París. El concepto de hombre que Calvino sostiene, en concordancia con la antropología luterana, pero llevada a su más extrema expresión, va a dar lugar a su doctrina de cómo conducir a los hombres desde el gobierno de la ciudad. El procedimiento que instaura en la conducción de las cosas terrenales es el terror, este está justificado plenamente desde el punto de vista político y teológico en su antropología.

Queda dicho que la Reforma comenzada por Lutero y Zwinglio se proponía una depuración de algunos aspectos institucionales, teológicos y litúrgicos, altamente cuestionables de la tradición romana, que se habían deslizado por el andarivel de la corrupción. No se proponía, en un principio, una ruptura definitiva. Aún así la voluntad de conservar una Iglesia Universal y poderosa espiritualmente, era compartido por la mayoría. Sin embargo el espejo religioso reformista se partió en mil astillas. Esto posibilitó el fraccionamiento por disputas ínfimas, nimiedades interpretativas: quedó como resultado un enorme mosaico multicolor que llegó, en sus versiones más radicalizadas, a descristianizar parte del protestantismo.

Lo dicho hasta acá, amigo lector, aunque pueda ser un poco pesado para quien no esté acostumbrado a este tipo de lecturas, tiene el propósito de pintar un cuadro general de la Europa de los siglos XVII y XVIII. Creo necesario esto para que podamos comprender cómo esas disputas, tan alejadas del ciudadano de a pie, con debates teológicos incomprensibles, imponían la necesidad de incorporar lenguajes más accesibles.

Por esta razón me parece necesario detenernos en este tema. Avanzaremos a partir de una simple pregunta ¿qué es (o fue) el Concilio Vaticano II? Yo me atrevería a decir que fue el estallido de una gran cantidad de contradicciones de todo tipo. Me remito a Wikipedia:

«El Concilio Vaticano II fue un encuentro ecuménico [4] de la Iglesia católica convocado por el papa Juan XXIII [5] quien lo anunció el 25-1-1959. Fue uno de los eventos históricos que marcaron el siglo XX. Desbordaron por mucho el ámbito eclesial. Comenzó en el otoño de 1962. El papa falleció durante su desarrollo (3-6-1963). El papa Pablo VI, su sucesor, asistió a su clausura el 8-12-1965. Comparativamente, fue el Concilio que contó con la mayor y más diversa representación de lenguas y etnias, con una media de asistencia de unos dos mil padres procedentes de todas las partes del mundo. Asistieron, además, miembros de otras confesiones religiosas cristianas. Se propuso ofrecer una apertura de diálogo con el mundo moderno, actualizando la vida de la Iglesia incluso con nuevo lenguaje conciliatorio frente a problemas actuales y antiguos».

Si bien el anuncio generó un desconcierto, tanto en los religiosos como en los laicos interesados (y a gran parte de los ciudadanos de a pie). Fue una gran sorpresa, en el seno de la Iglesia católica, como así también en gran parte del cristianismo. Desde fines de la guerra (1945) burbujeaba un clima que buscaba cambios serios y profundos en el credo. Teólogos, religiosos, investigadores venían analizando y proponiendo un nuevo programa, un nuevo lenguaje, un estilo más llano, todo ello para acortar las distancias entre el clero mayor y los sencillos creyentes.

«El tiempo anterior, los años 1950, la investigación teológica y bíblica católica había empezado a apartarse del neoescolasticismo y del literalismo bíblico [6]. Esta evolución puede apreciarse en los jesuitas que se habían esforzado por integrar la experiencia humana moderna con el dogma cristiano, otros que buscaban lo que veían como una comprensión más ajustada de la Escritura y de los Santos Padres, un retorno a las fuentes y una actualización: una apertura a una comprensión para todo aquel interesado en sus contenidos. El tema había conmocionado a la Iglesia. Una anécdota que pinta el tono de lo que estaba sucediendo la ofrece el secretario del papa Juan, quien describió la reunión que le habían solicitado los cardenales, con la intención de modificar el anuncio. Definió la situación como un sencillo encuentro en el cual el papa había querido ofrecerles un simple “discursito”. Con una simplicidad llamativa, modificó Juan XXIII el rumbo pastoral de la Iglesia católica, al confirmar la intención de realizar el Concilio: “Entonces entramos en la sala de los monjes benedictinos, nos retiramos todos y quedó el papa con los cardenales. Leyó el “discursito” que había preparado, así lo definió él mismo, y en un cuarto de hora estaba todo terminado. Pocos minutos después se difundía por el mundo la noticia del Concilio ecuménico”».

[1] Para un tratamiento más exhaustivo de este tema sugiero la lectura de El marco cultural del pensamiento político moderno en la página www.ricardovicentelopez.com.ar. Partes 2 al 4.

[2] Economista, jurista, historiador y politólogo alemán, considerado uno de los fundadores del estudio moderno de la sociología.

[3] Teólogo francés que estudió derecho y humanidades en la Universidad de París, donde ya se conocían las ideas reformistas de Lutero.

[4] Significa que pertenece o se refiere a todas las personas del mundo, a todos los países y a todos los tiempos.

[5] Juan XXIII («el papa bueno»), nombre original Angelo Giuseppe Roncalli, en su dilatada labor apostólica, ocupó varios cargos de relevancia en la Iglesia católica en el período de preguerra.

[6] El literalismo bíblico es la lectura de los que creen que la Biblia es la forma en que Dios nos comunica la verdad, lo necesario para el conocimiento de la verdad es el significado preciso de lo que se dice, por diferentes que sean las palabras con que se expresa.