Por Ricardo Vicente López
Dejé mi razonamiento en un punto que representa un reclamo ante el avance imperial de las ciencias duras (ciencias exactas, de la naturaleza, ciencias puras, ciencias fácticas, ciencias formales, etc.). Si bien su dictadura ya entró en decadencia, los sinónimos ofrecidos siguen hablando de una superioridad en cuanto a la exactitud y precisión de sus conocimientos. Un buen ejemplo de esta resistencia lo prueba el libro de Mario Bunge La ciencia. Su método y su filosofía escrito y publicado en 1959, sigue apareciendo en cursos de iniciación universitarias como una introducción al pensamiento científico. Leamos un párrafo:
A menudo se sostiene que la medicina y otras ciencias aplicadas son artes antes que ciencias, en el sentido de que no pueden ser reducidas a la simple aplicación de un conjunto de reglas que pueden formularse todas explícitamente. Apenas se discute ya que la ciencia es lo que distingue la cultura contemporánea de las anteriores. No sólo es el fundamento de la tecnología que está dando una fisonomía inconfundible a nuestra cultura material, sino que de continuo absorbe disciplinas como la antropología, la psicología, la economía, la sociología y la historia.
En otras palabras, gracias a la subordinación al modelo de ciencia imperante, las otras deben ir adaptándose a ella para ir adquiriendo su estatus científicos. ¿No es esto una dictadura epistemológica? Respecto de la medicina como posible ciencia sobre el hombre, podemos encontrar otra respuesta en la reflexión que elabora sobre su práctica profesional, en la Doctora María José Campillo que publica en la página www.redaccionmedica.com, un ejemplo de esa particularidad que es la persona:
Una de las máximas que aprendemos rápidamente es que no hay enfermedades, sino enfermos. También aprendemos que la enfermedad se puede manifestar de mil y una maneras, con toda una abundancia de síntomas diferentes que parten de un concepto común que es la enfermedad. Si trasladamos este concepto a los distintos ámbitos de la vida, veremos que no es muy distinto: según quién sea el observador, las percepciones de la realidad llegan a ser muy diferentes.
En esta definición está implícito que la exigencia de la mayor exactitud posible, cuyo modelo ideal es la condición experimental del laboratorio de las ciencias duras, no es aplicable a lo humano. La certeza de la fidelidad entre el conocimiento científico de esa realidad, si se acepta la definición a que se refiere Bunge, exige haber medido, pesado, calculado, con la mayor exactitud posible. Entonces, es necesario investigar por qué un saber sobre el hombre, que acumula miles de años, ha sido desplazado por una ciencia que invade, pisotea, desecha, la verdad sobre el hombre. Ese desprestigio de la filosofía, como ciencia que cobijaba los diversos saberes de la sabiduría milenaria (recuerde la humorada anterior), fue fomentado por los importantes éxitos de los saberes que exigía el Nuevo Mundo que asomaba en el siglo XVI.
La cultura moderna, fiel a su origen burgués (entiéndase este concepto en su significación original: “burgos = ciudad, hombre de ciudad), se proponía dejar atrás las interminables disputas metafísicas y suplantarlas con una mentalidad más apegada a la problemática cotidiana de pensar y resolver los problemas como los que emergían de las prácticas de la producción y el comercio. Debemos agregar acá la presión que ejercía la conquista colonial sobre la necesidad de multiplicar la producción de bienes para ser vendidos o canjeados en los territorios e la periferia del centro capitalista en nacimiento.
Esto nos vuelve a ubicar en el comienzo de esta cultura. Para ello vamos a detenernos en el análisis del pensamiento del Padre del racionalismo, el ya mencionado filósofo francés Renato Descartes (1596-1650). La mentalidad moderna requería definir con claridad el lenguaje a utilizar. Se imponía despejar las nebulosas medievales, según se pensaba en la época. Eran necesarios conceptos «claros y distintos» y a esto se aboca nuestro filósofo:
Él se pregunta cuáles son las características que debe reunir una verdad para ser considerada Tal: serán valederas aquellas afirmaciones que sean claras y distintas (evidentes). Una verdad es clara cuando al comunicársela a alguien no deja ningún margen para la duda. Es “la verdad que está presente en nosotros, es algo que está en nuestra mente y solo tenemos que sacarlo a la luz”. Y es distinta cuando todos sus elementos son claros, lo que es simple, lo que no puede confundirse con ninguna otra cosa.
Nuestro amigo Descartes estaba inmerso en el clima renovador del impacto de las experiencias de Galileo Galilei (1564-1642) que había sentenciado que «Las matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo». Agrega, entonces, a esas dos condiciones (la claridad y la distinción) el aporte de las matemáticas, la lógica deductiva. Entonces, completa las condiciones necesarias de la prueba de verdad de los enunciados aceptables. La pregunta por la verdad deja ahora de ser el objeto de debate, entre teólogos y filósofos, de los siglos anteriores. Se presenta en el cruce de filósofos y científicos. Muchos en aquellos tiempos eran ambas cosas.
Esto lo empujó Descartes a definir un modo que le ofreciera acceder a esas certezas buscadas. Comenzó por poner en duda todo lo que había aprendido. Esta decisión lo dejaba en un estado de indigencia cognitiva, una ignorancia asumida como necesidad de construir algo que no le debiera nada al pasado. La condición que propone es aplicar bien la mente, liberada entonces de las amarras al viejo orden feudal. Pero ello exige la construcción de un método que debe basarse en «las matemáticas, a causa de la certeza y evidencia de sus razones». Dejando de lado todo otro instrumento. Dice:
No buscar otra ciencia que la que pudiese encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo… y a buscar el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi mente fuese capaz.
Estamos leyendo palabras de un hombre moderno. La condición de buscar el verdadero conocimiento refleja la certeza que este hombre exhibe: su capacidad racional para el conocimiento «del gran libro del mundo». Dispone para esta tarea de la Razón que debe ser utilizada con las exigencias señaladas. Aparece la necesidad de un instrumento seguro: el método. Lo fue desarrollando para acceder a una sólida certeza, basada en el siguiente esquema:
Cuestiona la verdad que obtiene de la realidad exterior, que recibe a través de sus sentidos, dado que éstos no le garantizan certeza («los sentidos me pueden engañar»). Descartados éstos se enfrenta con una última certeza posible, a la que se aferra porque no le ofrece duda alguna: la evidencia de que él está pensando («cogito» = yo pienso, en latín). Esta verdad es indubitable, porque se verifica en sí misma: «si pienso es porque existo». Ha encontrado una afirmación de la que no cabe dudar; dicho de otro modo es necesario que exista para poder pensar».
Una aclaración necesaria que nos obliga la errónea interpretación del «Cogito, ergo sum». No está planteando una secuencia temporal: «pienso, después existo». Se trata de una deducción lógica. Ello se debe a que el vocablo «ergo», en latín, se puede traducir también como «por lo tanto, a consecuencia de esto». Una traducción más fiel es: «Pienso; por lo tanto, existo», que deja más claro lo que expresa como base sólida de su método. La certeza de su pensar se apoya en la fe en Dios que es quien le ha otorgado a los hombres la capacidad de pensar, a diferencia del resto de los vivientes, y para ello se debe hacer el mejor uso de la Razón. Entonces Razón y Método resuelven el camino hacia la verdad.
Todo ello es sostenido por la certeza de que la Razón ha logrado desasirse de los viejos prejuicios de las verdades reveladas. Esta Razón no puede engañarlo porque es Dios quien se la concedió a los hombres. Siendo Dios no puede engañar, por lo que eso garantiza su uso. Sin embargo, todo esto no debe entenderse como ateísmo, sino como un modo a defenderse de las afirmaciones de los representantes de las iglesias que partían de los textos sagrados para extraer criterios de vedad. Dios ha otorgado a los hombres la Razón, además la libertad para pensar y guiarse por los caminos de acceso a la verdad. Esta verdad ya no necesita del aval eclesial, se apoya en la certeza de una capacidad concedida por Dios a todos los hombres. Siempre y cuando entendamos que esos hombres son los europeos, blancos, superiores, llamados a conquistar el mundo.
Creo que comienza a quedar claro la capacidad y la potencia del burgués moderno para construir un nuevo mundo a su imagen y semejanza. La nueva espiritualidad que emergía de la potencialidad esos burgueses modernos los impulsó a construir un mundo sin fronteras en el cual ellos eran los propietarios. (en otra nota analizaré una hermosa experiencia de los burgueses de las comunas aldeanas de los siglos X al XIV). Esta nueva espiritualidad se expandirá con la fuerza y la certeza que otorga el sentirse superiores. Son los nuevos elegidos del Señor.