El problema de la mentira sistémica en los medios. Parte IV

Por Ricardo Vicente López

Terminé la nota Nº III dejando una pregunta en suspenso, cuya respuesta abriría un muy interesante camino de investigaciones. Decía entonces:

«La experiencia en estos temas, desde la última posguerra, reconoce la presencia de un nuevo actor, de mucho peso, que fue creciendo en las décadas siguientes. Cuando en ciertas investigaciones sobre el tema que estoy analizando no aparece la incidencia del factor financiero, como si este fuera un tema técnico de las ciencias de la administración, debo repetir lo dicho más arriba: ¿es ingenuidad? ¿es carencia de formación política? ¿o es, sencillamente, encubrimiento? Yo me atrevo a decir que hay mucha hipocresía y mucha complicidad», pero, al mismo tiempo mucha ignorancia.

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Frente al estado de excepción, debemos pensar desde una mayor complejidad la dimensión pública e institucionalizada de la ética informativa. Por ejemplo, impulsar a los gobiernos a incrementar los niveles de transparencia de manera de comprometer también al sector privado de medios a sostener mayores niveles de calidad y claridad en el manejo informativo, aspecto que resulta históricamente resistido. Es indispensable fortalecer los sistemas públicos o comunitarios, permanentemente marginados. Y también resulta necesario generar una iniciativa a nivel nacional, una propuesta desde el Estado, que interpele pública y directamente a los grandes medios comerciales.

Sabemos que se requiere un compromiso democrático excepcional para superar las malas prácticas de ciertas culturas políticas y mediáticas, hoy digitalmente potenciadas. Las formas institucionales que se relacionan con estas problemáticas en otras regiones suelen concentrarse en ecosistemas propios del estado (organismos de control, defensorías, cuerpos consultivos) o del sector privado (formas de autorregulación, colegiaciones, colaboraciones corporativas).

El esfuerzo cultural y político consiste en combinar ambos espacios, y podría institucionalizarse bajo la forma de un Consejo plural orientado a la ética y la responsabilidad en el tratamiento de la información pública. Una instancia compartida entre medios comerciales de difusión, organizaciones civiles, plataformas y agencias del estado. Un Consejo de estas características tendría como objetivo avanzar sobre un sistema de acuerdos de buenas prácticas, con la finalidad de contribuir a un debate público respetuoso de las diferentes legitimidades pero claramente orientado a desplazar cualquier forma de violencia simbólica.

En dicho cuerpo colegiado todos los convocados deberían asumir responsabilidades orientadas a: resguardar el derecho humano a la comunicación, moderar el tono del debate público, vehiculizar acciones positivas del Estado que no colisionen ni restrinjan la libertad de expresión; precisar procedimientos contra las noticias falsas, construir consensos en procura de la defensa del interés general, fortalecer y promover códigos de ética y modelos de autorregulación y colaboración; educar a las futuras generaciones en una cultura informativa para los ecosistemas digitales; entre otras.

En definitiva, abordar el problema de las fake news mediante formas regulatorias conlleva también el riesgo de habilitar el abuso por parte de gobiernos con tendencias autoritarias, creando las condiciones para un nuevo tipo de censura. Aunque sería ingenuo poner el acento sólo sobre la posibilidad controladora de los gobiernos, cuando los años noventa con el lanzamiento de la globalización (o el sinceramiento) quedó claro que el poder político, económico y financiero ha pasado a manos de los grandes conglomerados que hoy concentran un poder que no tiene antecedente antecedentes en la Historia.

Creo que, con mucha ingenuidad, algunas izquierdas europeas siguen apuntando a los partidos de las derechas, con los cuales cruzan lanzas. Cuando esos guerreros disputan un territorio comunicacional que responde a intereses concentrados que operan por debajo de ese escenario. Ese poder oculto, una especie de deep state, (estado profundo) denunciado por Eduard Bernays en la década de los treinta del siglo pasado, funciona como el verdadero titiritero detrás de bambalinas. Ellos comandan a los personajes que en el centro de la escena representan los papeles asignados.

Las iniciativas mencionadas forman parte de experiencias internacionales, pero aún no se constituyeron como reclamos de colectivos vinculados a la comunicación. Tampoco forman parte de la agenda inmediata de los gobiernos actuales que están ocupados por otros temas más urgentes vinculados con la pandemia de coronavirus. Si la crisis se nos presenta como una oportunidad, usémosla para construir acuerdos colectivos al respecto: a partir de ella podemos pensar las formas futuras de habitar la vida en democracia.

Si cabe, ante estos problemas, hablar introduciendo un poco de humor, se podría decir que, los rostros desencajados de importantes dirigentes políticos y empresarios tienen su origen en que no alcanzan a comprender cuáles son los propósitos políticos de esos virus. Interrogan, entonces a los investigadores científicos que, sumidos a su vez en el desconcierto responden “no sabemos”, debemos aceptar que gran parte de nuestros problemas no tienen solución en el corto plazo. Este tipo de respuestas no encuentran cabida en la mente de los dueños del mundo. Mentes programadas para explotar a los más débiles… pero no a los infinitamente pequeños y sin lógicas.

Nos enfrentamos a una época en la cual los nuevos “David” pequeños y muy mal pertrechados están derrotando a los “Goliat súper-poderosos” sin que ellos se lo hayan propuesto. Porque las lógicas de los gigantes no son comprendidas por los minúsculos virus que, para mal de nuestras inteligencias ni siquiera tienen vida. Tal vez una vez más «los últimos serán los primeros»