Por Ricardo Vicente López
Parte III
Quiero continuar con lo afirmado en la nota anterior. Una primera afirmación que le propongo, amigo lector, es la siguiente: no todos los investigadores tenían un propósito tan perverso como asumir la necesidad final de manipular públicos masificados. La relación entre esos públicos y la presencia, cada vez más evidente, de los medios públicos, era una novedad a la que algunos llegaban como objetivo de sus investigaciones. Pero muchos de ellos se habían encontrado, sin proponérselo, con una capacidad manipulativa que los sorprendían.
Por ejemplo, el párrafo siguiente señala, de modo descriptivo, la función social de esos medios:
«Los medios de comunicación efectúan una labor de ‘mediación’ y prestación del servicio de la información y los derechos que poseen en relación con la libertad de información, están en función de los destinatarios que son los ciudadano… La emisión de noticias debe realizarse con veracidad, a través de las actividades verificadoras y comprobadoras oportunas y con imparcialidad en la exposición, descripción y narración de los mismos. Los rumores no deben confundirse con las noticias. Los titulares y enunciados de las noticias deben subrayar lo más fielmente posible el contenido de los hechos y datos».
La segunda mitad del párrafo contiene una especie de advertencia respecto de lo que no debe hacerse. Esto demuestra que el poder político y empresarial ya comenzaba a tentar la posibilidad de valerse de ese poderoso instrumento de la sociedad moderna. La redacción adquiere un tono moral que evidencia que la capacidad de mentir se percibe a como un riesgo cercano. La frase: “Los rumores no deben confundirse con las noticias” habla de prácticas que empezaban a aparecer en algunos medios.
Un aporte muy importante lo ofreció Walter Lippmann (1889-1974) con sus investigaciones sobre el comportamiento del público y sus actitudes frente a la información de los medios de información. El Doctor Manuel Herrera [[1]] publicó un artículo titulado: La vigencia de Lippmann para el estudio de la opinión pública con el cual da cuenta de la importancia de ese investigador, casi un siglo después:
«El primer intento de dar una definición empírica de la opinión pública surge en los años veinte del siglo pasado entre los estudiosos de la comunicación, coincidiendo con la extensión y difusión de los mass media. Walter Lippman, un periodista de finales del siglo XIX y principios del XX publica en 1922 Public Opinion, considerado por muchos el primer tratado moderno sobre la opinión pública. En esta obra y en otra posterior de 1925, The Phantom Public, Lippmann desarrolla los elementos centrales de la definición actual del concepto contemporáneo de opinión pública».
Este es un muy interesante aporte, detectado muy temprano, a partir de sus investigaciones. Este investigador percibe que existe una clara diferencia entre las experiencias de la información recibida de primera mano y las que se reciben por otros medios, especialmente los medios de comunicación de masas. Lo grave de lo que descubre, aunque todavía él no tenga conciencia de la capacidad manipulativa de ello, es que la gente no es consciente de ello,
Frente a un estado de excepción, debemos pensar desde una mayor complejidad la dimensión pública e institucionalizada de la ética informativa. Por ejemplo, como aparece en algunas mentes iluminadas pero de ingenuidad sospechosa:
«Impulsar a los gobiernos a incrementar los niveles de transparencia de manera de comprometer también al sector privado de medios a sostener mayores niveles de calidad y claridad en el manejo informativo, aspecto que resulta históricamente resistido. Es indispensable fortalecer los sistemas públicos o comunitarios, históricamente marginados. Y también resulta necesario generar una iniciativa a nivel nacional, una propuesta desde el Estado, que interpele pública y directamente a los grandes medios comerciales».
Sabemos que se requiere un compromiso democrático excepcional para superar las malas prácticas de esas culturas políticas y mediáticas, hoy digitalmente potenciadas. Las formas institucionales que se relacionan con estas problemáticas, en algunas regiones del mundo occidental, suelen concentrarse en ecosistemas propios del estado (organismos de control, defensorías, cuerpos consultivos) o del sector privado (formas de autorregulación, colegiaciones, colaboraciones corporativas).
El esfuerzo cultural y político consiste en combinar ambos espacios que podrían institucionalizarse bajo la forma de un Consejo plural, orientado a la ética y la responsabilidad en el tratamiento de la información pública. Es una idea propuesta, compartida por algunos medios comerciales de difusión, organizaciones civiles, plataformas y agencias del estado. Un Consejo de estas características tendría como objetivo avanzar sobre un sistema de acuerdos de buenas prácticas, con la finalidad de contribuir a un debate público respetuoso de las diferentes legitimidades pero claramente orientado a desplazar cualquier forma de violencia simbólica.
En dicho cuerpo colegiado todos los convocados deberían asumir responsabilidades orientadas a: 1.- resguardar el derecho humano a la comunicación; 2.- moderar el tono del debate público; 3.- vehiculizar acciones positivas del Estado que no colisionen ni restrinjan la libertad de expresión; 4.- precisar procedimientos sobre noticias falsas, construir consensos en procura de la defensa del interés general; 5.- fortalecer y promover códigos de ética y modelos de autorregulación y colaboración; 6.- educar a las futuras generaciones en una cultura informativa para los ecosistemas digitales; entre otras.
Respecto a los antecedentes sobre iniciativas de este tipo, es posible mencionar el Consejo de Ética de los Medios de Comunicación Social de Chile creado en 1990. Si bien fue concebido con lógica autorregulatoria por parte de los medios privados (fue promovido por la Federación de Medios de Comunicación Social de Chile sin participación estatal) constituye un espacio desde donde se emiten resoluciones con pedido de mejoras sobre el ejercicio periodístico y el rol de los medios.
Desde ámbitos liberales aparecen voces que advierten ciertos riesgos: abordar el problema de las fake news mediante formas regulatorias conlleva también el riesgo de habilitar el abuso por parte de gobiernos con tendencias autoritarias, creando las condiciones para un nuevo tipo de censura. Ya no sorprende que esas mismas voces, salvo excepcionalísimos casos, no hayan mencionado la existencia de grandes medios concentrados que se rigen por reglas propias que desconocen cualquier normativa que pretenda ponerles límites.
La experiencia en estos temas, desde la última posguerra, reconoce la presencia de un nuevo actor, de mucho peso, que fue creciendo en las décadas siguientes. Cuando en ciertas investigaciones sobre el tema que estoy analizando no aparece la incidencia del factor financiero, como si este fuera un tema técnico de las ciencias de la administración, debo repetir lo dicho más arriba: ¿es ingenuidad? ¿es carencia de formación política? ¿o es, sencillamente, encubrimiento? Yo me atrevo a decir que hay mucha hipocresía y mucha complicidad.
[1] Licenciado en Geografía e Historia y Filosofía y Doctor en Ciencias Políticas y Sociología (con Premio Extraordinario) y por la Universidad de Granada.