La crisis chilena deja en evidencia el profundo malestar reprimido, verdadera olla a presión que empieza a explotar, de un modelo económico que no hizo más que incrementar la concentración de la riqueza y la desigualdad social. Chile es el país más desigual de América Latina, una región ya de por sí marcada por esta lamentable característica. Con este modelo, aplicado a sangre y fuego por la dictadura de Pinochet y luego administrado sin grandes cambios por gobiernos de derechas e izquierdas, Chile viene siendo regido por un patrón de acumulación de neto corte individualista y que excluye a las personas de menores recursos de servicios de salud y educación de calidad. El 1% más rico de la población acapara el 33% de los ingresos, mientras que la mitad de la población debe sobrevivir con menos de 550 dólares mensuales, en un país con uno de los costos de vida más altos del continente. Esta situación conduce a los chilenos a endeudarse para obtener educación, salud o simplemente poder consumir los productos básicos para sus vidas (el 70% de los hogares está endeudado). No extraña que este sea el modelo que Macri intentó aplicar en la Argentina y que los sectores liberales ensalzan cada vez que pueden.
Chile ha demostrado que de nada sirve el mero crecimiento económico, basado en la exportación de cobre, salmón, madera y pocos productos más, si eso no redunda en mayor poder adquisitivo y un mejor nivel de vida para las clases populares. Las estadísticas oficiales, que hablan de una pobreza del 8,6%, si usara la canasta de alimentos o la metodología multidimensional que utiliza la medición de pobreza en otros países de la región, deberían reflejar una pobreza real por encima del 30%. Las jubilaciones están congeladas desde hace tiempo y no alcanzan a cubrir los alquileres. De acuerdo a la Fundación Sol, la canasta básica está en $430.763 y la mitad de la población gana por debajo de esa cifra. El país tiene una economía enteramente dependiente del comercio global, del que importa no solo productos tecnológicos, sino también sus textiles y alimentos. Santiago está entre las ciudades con precios del transporte más caros del mundo. El pasaje del metro subió de 800 a 830 pesos (U$S 1,17 dólares). Una frase que se repite en las protestas es “no son 30 pesos, son 30 años”.
Curiosamente, se viralizó en las redes sociales una imagen en inglés que resume el caso chileno.
La represión en Chile ya se cobró más de una decena de muertos y más de 2000 detenidos, números que se elevan momento a momento, con una sociedad militarizada, con tanquetas y 10.000 efectivos en las calles, Estado de Emergenica y toques de queda, como no se veía desde los años de Pinochet. Suspendidas las garantías constitucionales, cualquier persona puede ser detenida. En ese contexto, el presidente Sebastián Piñera planteó que el país está viviendo una “guerra” (!): “Estamos muy consciente de que tienen (los manifestantes) un grado de organización y logística que es propia de la organización criminal (…). Estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible. Ellos están en guerra contra todos los chilenos que quieren vivir en democracia”. Desde el Ejército salió a responderle el general Javier Iturriaga del Campo: “Mire, yo soy un hombre feliz y la verdad es que no estoy en guerra con nadie”.
Lo que comenzó como una protesta estudiantil contra el aumento de la tarifa del metro, tras ser reprimida terminó en una prolongada crisis que dejó en evidencia todo el malestar que durante años se fue arrojando debajo de la alfombra. Poco importó que el alza quedara suspendida, ya era demasiado tarde.
El crujir social de los países del llamado “Grupo de Lima”, una asociación de gobiernos de derecha neoliberal, ha hecho que la OEA tenga que salir a buscar un chivo expiatorio: “Las actuales corrientes de desestabilización de los sistemas políticos del continente tienen su origen en la estrategia de las dictaduras bolivariana y cubana, que buscan nuevamente reposicionarse, no a través de un proceso de reinstitucionalización y redemocratización, sino a través de su vieja metodología de exportar polarización y malas prácticas, pero esencialmente financiar, apoyar y promover conflicto político y social”. Un tanto inverosímil que dos países con los problemas de Venezuela y Cuba puedan tener semejante poder como para desestabilizar de esta manera, con movilizaciones multitudinarias, a países como Ecuador y Chile.
El modelo chileno, que tanto admiran Macri y economistas liberales de todos los colores, va quedando desnudo de relatos y empieza a mostrar sus innumerables injusticias.
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