Deconstrucción de la Izquierda Posmoderna – Parte VI
(Puede leerse la parte V, en este enlace)
Por Adriano Erriguel*
La izquierda y sus sonajeros
“Hay una guerra de clases, eso es un hecho; pero es mi clase social, la de los ricos, la que la está haciendo y la está ganando”.
Así se expresaba en 2006 el multimillonario norteamericano Warren Buffet en una célebre entrevista en el New York Times.[1] A tenor de sus palabras, no hace falta ser un furibundo trotskista para admitir que, efectivamente, hay una creciente brecha social – si es que no se la quiere llamar “guerra”–, y que a la hora de analizar los problemas de la sociedad occidental el enfoque de clase es, hoy en día, tan o más pertinente que nunca.
¿Una nueva lucha de clases? Esa es una tesitura en la que la izquierda no está ni se la espera. ¿Qué hace, hoy por hoy, la izquierda culturalmente hegemónica? Embargada por la ideología arco iris y el multiculturalismo Benetton, la izquierda celebra la “diversidad”, reivindica las minorías sexuales, radicaliza el feminismo, aboga por las fronteras abiertas, reescribe el pasado (la “memoria histórica”) y persevera en su heroica lucha contra la “sociedad hetero–patriarcal”, contra “la iglesia que nos oprime” y el “fascismo que nos amenaza”.
Claro que siempre habrá alguien que diga que todos estos temas son el sonajero que el capitalismo ha vendido a la izquierda, para mantenerla entretenida y tranquila. Pero también cabe pensar lo contrario: que la izquierda no necesita ayudas para equivocarse y que todos estos temas proceden de la propia izquierda; más en concreto: de la izquierda posmoderna, la gran encargada de suministrar al capitalismo los liftings ideológicos de temporada.
¿Ha traicionado la izquierda a sus propios ideales? Cabe más bien pensar lo contrario. La conversión de la izquierda al posmodernismo (y por ende al neoliberalismo) es, en el fondo, un acto de coherencia histórica. Muerto definitivamente el socialismo real – entre la “revolución” de mayo 1968 y la caída del muro en noviembre 1988 –, la izquierda retornó a sus orígenes históricos, que no son otros que los de la burguesía acomodada, heredera y beneficiaria de la ideología de la Ilustración. Es preciso tener en cuenta –como lo ha hecho Jean–Claude Michéa en una serie de trabajos fundamentales – que el origen histórico de “la izquierda” se sitúa, no en el socialismo, sino en el “compromiso histórico” cerrado a fines del siglo XIX (la época del “caso Dreyfus”) entre la intelligentsia progresista y la parte más institucionalizada del movimiento socialista. Pero en los albores del siglo XXI, liberada por fin de sus lastres obreristas, es del todo coherente que la izquierda comparta con el capitalismo, ya sin tapujos, una común esencia liberal, así como una fe dogmática en la religión del progreso.[2]
Por de pronto, los temas “progresistas”, agitados sin interrupción por la industria mediática y el show business internacional, garantizan a la izquierda su hiper–visibilidad y sobre–representación cultural. Pero también cabe preguntarse si, a la larga, la izquierda no estará procediendo con ello a su voladura controlada. Tal vez veamos cosas que hoy son difíciles de imaginar.
Hablemos de clases sociales
Es necesario resituar el enfoque de clase, adecuarlo a una era en la que los actores sociales son difíciles de identificar a primera vista
Reivindicar hoy el enfoque de clase no equivale a desempolvar la visión paleo–marxista de unas clases sociales uniformes y estáticas, con unos grandes capitalistas dedicados a succionar la plusvalía del proletariado. Este enfoque ya no tiene sentido, desde el momento en que es la exclusión – y no ya la explotación– el instrumento que el capital emplea para controlar a las clases subalternas. Por lo demás, la noción de clase social es hoy incierta y fluida, desde el momento en que el sujeto neoliberal es, ante todo, un “empresario de sí mismo”. Todos y cada uno son hoy en día explotados y explotadores, deudores y acreedores, productores y consumidores. A lo que hay que añadir que ya no hay conciencia de clase en sentido marxista, debido a la atomización social impulsada por el neoliberalismo. La posibilidad de una lucha de clases en sentido clásico es cada vez más incierta, desde el momento en que la frontera entre poderes y contrapoderes se ha difuminado. El propio sistema reniega del poder; ésa es su “marca de fábrica” (Shmuel Trigano). El sistema crea su oposición controlada, de forma que los “contrapoderes” pomposamente proclamados por la extrema izquierda no pasan de ser meros parques temáticos, cuando no fuerzas auxiliares en el trabajo sucio de información, intimidación y represión.[3] En la era posmoderna la dominación se ejerce de forma capilar, rizomática, con la colaboración entusiasta de los propios subalternos. Pero el hecho de que los subalternos carezcan de conciencia de clase no hace que los dominantes, ellos sí, ignoren dónde están sus intereses. Un punto en el que uno de los padres de la sociología, Vilfredo Pareto, puede ayudarnos a completar la visión de Marx. [4]
Como es sabido, Marx proponía una explicación de la lucha de clases en términos de oposición entre capital y trabajo. Según los marxistas tradicionales, la eliminación social de los grandes propietarios conduciría, a la larga, al fin de toda dominación. Pero para Pareto esto es un espejismo optimista. La dominación no responde a un cúmulo de circunstancias eliminables, sino que es consustancial a la naturaleza humana. “La dicotomía que opone el trabajo frente al capital – según Pareto – no es más que la forma particular y contextual de una lucha por los recursos y por el poder, cuyo dinamismo deriva de una naturaleza humana que le preexiste y le sobrevivirá”. Lo que permanece invariable, por tanto, es “la propensión de las sociedades humanas a organizarse de forma jerárquica entre las élites que gobiernan y la masa gobernada (…) a lo que se añade una lucha interna en el seno de las élites para mantener o acrecentar sus prerrogativas, aunque para ello deban establecer alianzas de circunstancia con actores sociales fuera de su propia esfera”.[5] La cuestión está en saber dónde está hoy esa clase dominante, cómo se organiza su jerarquía, donde están las alianzas de circunstancia y cuál es su ideología orgánica.
El posmodernismo es la ideología de la clase dominante. El fracaso de la izquierda posmoderna reside en su incapacidad para verlo. Enfrentados a la tesitura de desprenderse de una visión obsoleta de la lucha de clases, las nuevas izquierdas recurrieron a la ya conocida panoplia posmoderna: las minorías como sustitución del proletariado, los “sin papeles” como sustitución de la clase obrera, la “deconstrucción” como sustitución del materialismo dialéctico, las “guerras culturales” como sustitución de la revolución. Algunos en la izquierda denuncian esta situación, pero la apuesta ha sido demasiado fuerte, los esfuerzos invertidos demasiado ingentes, y seguramente ya es demasiado tarde para echarse atrás.
En algo sí tenía razón la izquierda posmoderna: todos esos temas “progres” conforman, hoy por hoy, el marco ganador. Pero no para las nuevas izquierdas en un sentido estricto, sino para el neoliberalismo del que, de forma consciente o inconsciente, ellas también forman parte.
La diversidad: ¿trampa o equivocación?
¿Han sido las nuevas izquierdas víctimas de una trampa del neoliberalismo? ¿Es el posmodernismo una estrategia para acabar con la izquierda? ¿Es la “diversidad” un opio del pueblo hecho de cabalgatas LGTBQ, políticas de género y consignas veganas? Ésa es la tesis de una incipiente crítica en el seno de la izquierda, la cual, presa de un ataque de cuernos por la fuga de los trabajadores con el populismo de derecha, enciende las sirenas de alarma y clama por una reapropiación del viejo marxismo y sus esencias obreristas. Una explicación – la de la “trampa”– que, como todas las interpretaciones en clave conspiratoria, resulta poco convincente.[6]
La tesis conspiratoria – que de forma más rebuscada podemos llamar tesis “funcionalista” – es un enfoque teleológico que viene a explicar los fenómenos y los comportamientos en función de las necesidades internas del sistema. Según esa idea, las cosas existen porque responden a necesidades u objetivos que, de alguna manera, han sido predeterminados por ciertos actores: aquellos que “mueven los hilos” de lo que acontece. Se trata de una explicación confortable, en cuanto sirve de comodín para explicar hechos que, de otra forma, parecen confusos o incomprensibles. Pero el problema de los conspiracionismos suele ser la simpleza de sus análisis. Algo así como cuando, en el siglo XVIII, algunos ilustrados explicaban la religión como una impostura de los curas para dominar al pueblo. Pero si queremos entender la deriva posmodernista de la izquierda, el propio Marx señala un camino más adecuado.
Si en algo destaca la obra de Marx, es en frialdad de análisis. Por mucha que fuera su indignación ante las miserias del proletariado, el autor de “El Capital” rechazaba las explicaciones en clave subjetiva, psicológica o moralizante. Nunca en su obra se explican los manejos del capital en términos de maquiavelismo o de rapacidad de un grupo social concreto (los capitalistas, en sí, no son ni “buenos” ni “malos”). En la visión marxiana, todos los agentes sociales – capitalistas, burgueses, proletarios – obedecen a un proceso que en gran parte se les escapa, en cuanto está impulsado por las contradicciones de una sociedad cuya célula germinal es el fetichismo de la mercancía. Una tesitura en la que los hombres son en gran medida los ejecutores de una lógica externa, y en la que los procesos de socialización forman una dinámica que se auto–regula de forma autónoma.[7]¿Qué quiere decir todo esto, al explicar el nacimiento de la izquierda posmoderna?
Simplemente: tanto el neoliberalismo como el posmodernismo forman parte de esa lógica externa, en la que ambos fenómenos confluyen de forma natural. Ni el posmodernismo es un “complot” del neoliberalismo, ni hay conspiración que valga. Los posmodernos de izquierda son sólo un producto de su época, o si se prefiere, son una hegeliana “astucia de la Historia” en la fase neoliberal del capitalismo. Una idea que, no obstante, debemos manejar con precaución, si no queremos caer en esa visión teleológica que criticábamos arriba. Las cosas han sucedido así, pero también hubieran podido suceder de otra manera. Porque frente a lo que afirma el marxismo vulgar, los procesos sociales no están determinados por los modos de producción (la llamada “infraestructura”) sino condicionados por ellos.[8]
Sea como fuere, la izquierda posmoderna sigue a lo suyo, convencida (tal vez sinceramente) de que constituye un gallardo contrapoder frente al neoliberalismo. ¿Dónde reside su error? Simplemente, en no ver hasta qué punto está condicionada por la forma neoliberal de (re)producción de lo social; en no asumir hasta qué punto es la impulsora de un proceso que la supera.
Capitalismo cool
Obsesionada por la crítica cultural al Estado capitalista, la nueva izquierda ha menospreciado el aspecto determinante de las sociedades avanzadas: la globalización. Ésta consiste –señala Maxime Ouellet – “en la extensión de las formas mercantiles al conjunto de las relaciones sociales, de forma que el capital se instituye como sujeto histórico de la modernidad y el valor mercantil como norma universal de regulación de las prácticas sociales (…) Al incidir en las cuestiones de reconocimiento, identidad y diversidad, el posmodernismo vino a participar en las mutaciones neoliberales de la nueva economía, ayudándola a romper con la figura fría y austera de la organización tecnocrática fordista”.[9] El posmodernismo es la nueva piel del capitalismo progresista, transgresor y cool. Éste no es esencialmente homófobo, heteropatriarcal o etnocentrista, y si hay beneficios por medio es justamente todo lo contrario. Se trata de una verdad de Perogrullo, pero difícil de asumir para quienes sólo se justifican por la existencia de un enemigo imaginario: el capitalismo como orden patriarcal, conservador y autoritario.
No, la izquierda no necesita ayudas para equivocarse. Lejos de ser un implante neoliberal en el seno de la izquierda, el posmodernismo tiene su origen en la propia izquierda. En sus inicios, algunos llegaron incluso a plantear el posmodernismo como una nueva revisión dentro del marxismo.[10] Los teóricos post–sesentayochistas seguramente creían sentar las bases de una nueva praxis revolucionaria. Pero la revisión (por decirlo en términos coloquiales) se pasó de frenada. Al convertirse en posmoderna, la izquierda dejó de ser marxista, dejó de identificarse con las clases trabajadoras y pasó a elaborar mercancías ideológicas que – tras los aggiornamentos preceptivos – podían ser asumidas por los partidos liberales y de derechas. ¿Cuál es el resultado? La izquierda se encuentra ante la necesidad urgente de diferenciarse. Y para ello no puede sino enrocarse y radicalizar la apuesta, asumiendo su progresivo descrédito ante unas clases trabajadoras para las que las cruzadas posmodernas –tales como los niños transexuales, las discriminaciones interseccionales, el lenguaje inclusivo, el antiespecismo, la sororidad, los cuartos de baño transgénero y los micro–machismos de la vida cotidiana – resultan, cuando menos, de importancia secundaria.
La izquierda posmoderna se funde con el neoliberalismo, y eso es una convergencia perfectamente natural. Cuando la nueva izquierda reniega de la palabra “pueblo” (para sustituirlo por “ciudadanos”, “gente” o “multitudes”) y cuando se une a los neoliberales en sus ataques contra el “populismo” (considerado como “de derechas”), lo que en realidad hace es reencontrarse con su verdad íntima, recuperar sus esencias progresistas, renegar de aquél compromiso histórico que, desde los albores del siglo XX la vinculaba, de manera circunstancial, a las clases populares. El resultado final es esa izquierda subvencionada por los especuladores–”filántropos” internacionales, esa izquierda engreída que los franceses llaman “gauche–bobo” (burguesa–bohemia). La izquierda más antipopular y elitista que haya existido nunca.[11]
Un nuevo despotismo ilustrado
Aplicar un enfoque de clase sobre la izquierda posmoderna supone determinar a quién sirve, designar el medio social que le sirve de sustento.
Los orígenes del posmodernismo no deben buscarse entre los sectores más desfavorecidos, ni entre la pequeña burguesía, ni entre las clases medias, ni entre ese “precariado” juvenil y urbano que es su gran apuesta estratégica. Todos estos sectores son sus sujetos pasivos. El posmodernismo es una ideología que se disemina “de arriba abajo”. ¿Quiénes son los de arriba?
“Una clase dominante, hegemónica, si bien exterior a la jerarquía social”: así la define el filósofo Shmuel Trigano. Una “Nueva clase” transnacional, cosmopolita y globalizada, decía hace décadas el sociólogo americano Christopher Lasch.[12] ¿Los Mercados? ¿Los Bancos? ¿Las Bolsas? El carácter difuso e inconcreto de esta nueva clase hace difícil dar con una definición precisa. Es preciso evitar el lenguaje conspiranoico. La Nueva clase no es una conspiración, es una dinámica y es un sistema. La Nueva clase encarna la desmesura del capitalismo globalizado, la capacidad de representarse un universo completamente abstracto, regido por “valores” universales, segregados de la realidad física e inmediata en la que habitan los hombres ordinarios. Una superclase (overclass) sin fronteras, cosmopolita y nómada, que solo se entiende en el más común de los lenguajes posibles: el dinero.
La superclase global conforma un sistema deslocalizado, desidentificado, viral. Pero sus rasgos posmodernos no deben ocultarnos que, en último término, responde a los mismos patrones jerárquicos que describía Pareto. Se trata de un sistema de dominación. Su estructura interna ha sido descrita por autores como David Rothkopf, Jeff Faux, Shmuel Trigano, Michel Geoffroy. Casi todos coinciden en señalar una configuración en círculos concéntricos: la élite global económica y financiera; la corporación mediático–cultural; la “sociedad civil” (las ONGs); las élites públicas gestoras de la “gobernanza” (con sus ramas académica, judicial y tecnocrática). En el ADN de todas estas corporaciones está el mantenerse a una saludable distancia emocional, intelectual e incluso física del “pueblo”, a la vez que fomentan un cordón sanitario frente al llamado “populismo”. Las nuevas élites gobiernan a distancia, desde el exterior del sistema político, sin someterse a los mecanismos de control democrático, mientras promueven un proyecto – el multiculturalismo, la democracia “participativa”, la post–democracia, en suma– que imponen sin consultar a las masas, con la displicencia propia de los déspotas ilustrados.
Diseñado en los campus, propagado por los medios, dogmatizado por la “sociedad civil”, impuesto de forma coercitiva por los jueces, el posmodernismo –en su versión progresista y de izquierda – es la “ideología total” que permea toda esta configuración de poder, la que le sirve el discurso legitimador, la que transforma la realidad en “narrativa” (storytelling).
Como en todos los grandes sistemas religiosos, de lo que se trata es de crear un “hombre nuevo”.
La Religión del Caos
Ninguna sociedad es sostenible si no incorpora una idea de trascendencia, una ética y una moral que la dote de un principio de legitimidad. Y eso, que es una regla general para todas, lo es también para la nuestra, la sociedad más inmanentista que haya existido nunca. El posmodernismo funciona como la para–religión de nuestra época. Al igual que muchos sistemas religiosos, se basa en la conciliación o la unión de contrarios. Credo quia absurdum. La fuerza religiosa del posmodernismo se manifiesta en su falta última de coherencia; no en vano se trata de un cúmulo de contradicciones, de una ideología caótica.
Las contradicciones se despliegan en espiral. El posmodernismo “deconstruye” los “grandes relatos”, pero nos impone otro “Gran relato”, totalitario y mesiánico. Considera que toda verdad es relativa, pero él nos dice las cosas tal y como son. Afirma que todas las culturas son respetables, pero que la occidental es culpable. Señala que los valores son subjetivos, pero el racismo y el machismo son el Mal absoluto. Asegura que “todo es política”, pero disuelve la política en gobernanza. Desconfía de los Estados, pero exige más “Estado providencia”. Exalta la diversidad, pero homogeneiza el mundo. Proclama la soberanía del individuo, pero lo encuadra en identidades y “comunidades”. Radicaliza la libertad sexual, pero impone el puritanismo (para luchar contra el “sexismo”). Rinde culto a los “derechos humanos”, pero abre la puerta al trans–humanismo. Dice que la religión es retrógrada, pero que acoger al Islam es progresista. Dice que las razas no existen, pero que el mestizaje es bueno (¿mestizaje de qué?). Dice que la democracia es buena, pero que el pueblo es malo (si vota a los “populistas”). Dice que el feminismo es obligatorio, pero que el respeto a la “sensibilidad cultural” de los inmigrantes también lo es. Proclama la “tolerancia”, pero instaura la corrección política …
Esta lista de incongruencias deriva, de forma necesaria, del método posmoderno por excelencia: la deconstrucción. Éste no persigue la coherencia filosófica sino la coherencia sistémica, es decir, el encaje de todas las piezas en una “ideología total”, en una para–religión que se declina a todos los niveles. Las incongruencias responden a un patrón común, que el profesor canadiense Stephen Hicks resume del siguiente modo: el subjetivismo y el relativismo duran lo que un suspiro, y el absolutismo dogmático es lo que sigue.[13] La pulsión absolutista del posmodernismo nos retrotrae a la cuestión del lenguaje, que abordábamos al comienzo de estas páginas. Ése es el núcleo central de la ideología posmoderna: la destrucción y el control del lenguaje como corazón del nuevo totalitarismo.
Todo es narrativa
“El lenguaje es fascista” – decía Roland Barthes. Al fin y al cabo, el lenguaje obliga a decir determinadas cosas, “disciplina” el pensamiento, lo remite a una realidad “no lingüística”. Pero eso es algo que los posmodernos rechazan de forma tajante. Para los posmodernos el lenguaje conecta sólo con más lenguaje, jamás con una realidad no lingüística. Ellos son “anti–realistas”. ¿Qué es la realidad? Un cúmulo de “constructos” sociales. La realidad es un conjunto de narrativas que se combaten entre sí, hasta un infinito que se confunde con la Nada. De esta forma podemos negar la biología y la naturaleza, podemos imponer el carácter “científico” de la teoría de género, podemos reescribir la historia, podemos fingir que un hombre es una mujer y una mujer un hombre, podemos justificar todas las incongruencias arriba citadas. La rebelión contra la realidad y la destrucción del lenguaje están a la orden del día. De lo que se trata es de crear una Neolengua.
Recordemos la novela 1984 de George Orwell. El lavado de cerebro del protagonista culmina cuando éste admite que “2 + 2 = 5”, porque así lo dice el Partido. La realidad y el lenguaje se someten al código de comunicación dictado por el tirano, a su narrativa. La corrección política opera desde los mismos principios. La omnipresencia de la palabra “narrativa” (storytelling) en el lenguaje político no es nada casual, porque nos remite al hecho de que el lenguaje ya no intenta distinguir entre lo verdadero y lo falso, sino persuadir en un sentido o en otro. Se trata de un término extraído del marketing anglosajón. No se trata ya de argumentar sino de seducir. No se trata ya de refutar sino de intimidar. Seducir e intimidar: los principios de la corrección política. “Extender una narrativa”, “adueñarse del relato”: dos expresiones, omnipresentes en el lenguaje de políticos y burócratas, que nos señalan el auténtico campo de batalla: los juegos de lenguaje. El lenguaje se identifica con la retórica. La retórica es persuasión en ausencia de cognición (Hicks). Lo que se le pide al lenguaje no es que sea verdadero, sino que sea atractivo, que sea efectivo. El lenguaje es un arma.
El liberalismo se devora a si mismo
La teoría y práctica de los “juegos de lenguaje” nos sitúa ante la paradoja suprema del posmodernismo. Por una parte, se trata de un relativismo total: no hay Verdad; si acaso, hay la Nada. Pero en la práctica funciona de una manera absolutista, como un tropel de Dogmas cotidianos a los que debemos adaptar nuestros actos, palabras y pensamientos. ¿Cómo se concilia esa contradicción? ¿A qué obedece?
Recapitulando lo expresado hasta aquí, podemos distinguir tres explicaciones:
– El posmodernismo no es serio. Se trata de una estrategia neoliberal para neutralizar a la izquierda (tesis de la supuesta “trampa”, ya discutida líneas arriba).
– El posmodernismo es una forma de “marxismo cultural”, una estrategia del socialismo para subvertir la sociedad occidental (tesis habitual de la derecha conservadora).
– El posmodernismo resulta de una mutación en el seno de la izquierda, y se ha convertido en el motor cultural del neoliberalismo (tesis defendida a lo largo de estas líneas).
Como hemos señalado anteriormente, la mayoría de los ataques derechistas contra la nueva izquierda se abonan a la tesis del “marxismo cultural”, fenómeno tras el cual muchos creen ver un revival perroflauta de la toma del Palacio de Invierno. Como hemos visto, no faltan apariencias que nos invitan a sostener esa tesis. Al fin y al cabo, no pocos de los gurús del posmodernismo se declaraban marxistas (Escuela de Frankfurt, Derrida, el primer Foucault) o son contumaces tamborileros de las ideas de ultraizquierda (la casta progre–académica). Por otra parte, la dialéctica “opresores–subalternos”, “represión–emancipación”, “colonialismo– anticolonialismo” (típica de los “cultural studies” anglosajones) recupera la tradicional retórica comunista. A lo que hay que añadir la sustitución posmoderna de la “lucha de clases” por sucedáneos como la “lucha de las minorías” y la “guerra de sexos”. También es evidente que el posmodernismo incorpora muchos de los reflejos atávicos de la vieja izquierda: la idea de una Justicia universal y abstracta, la desconfianza frente a las naciones, el utopismo, la idea prometeica de un “hombre nuevo”, el culto al progreso. Se entiende por tanto que autores como Stephen Hicks hablen del “posmodernismo maquiavélico” para referirse a una estrategia del socialismo en lucha contra la civilización liberal, o que el filósofo Shmuel Trigano defina el posmodernismo como una “metástasis del marxismo difunto”.[14]
No obstante, entre marxismo y posmodernismo hay una diferencia fundamental, que el propio Shmuel Trigano subraya certeramente: “los marxistas creen en la existencia de una realidad detrás de la realidad formateada por la ideología, una realidad que la economía política y la ciencia (con la que Marx se identificaba) pueden analizar de forma concreta”.[15] Pero como sabemos, la actitud posmodernista es muy diferente. El posmodernismo es, como hemos visto, una rebelión contra la realidad. Una liberación frente a la misma. Y ese olvido de los fundamentos naturales de la existencia es precisamente lo que distingue el pensamiento burgués – en su versión relativista y posmoderna– de la teoría de Marx. Lo cual nos lleva a la diferencia definitiva entre marxismo y posmodernismo.
Para comprender la esencia del posmodernismo, es preciso poner el énfasis en la idea de libertad o de liberación (más que en sus reciclajes de viejos clichés marxistas). El posmodernismo es, en su esencia, un movimiento profundamente liberal. Eso es así, aunque no lo parezca, aunque en su exacerbación adopte formas dogmáticas y oscurantistas. El posmodernismo es una radicalización del liberalismo, un puro impulso de libertad negativa. En primer lugar, es preciso liberar al hombre de la tradición y del orden antiguo. En segundo lugar, se le libera de toda determinación “vertical”, ya sea cultural–simbólica o político–institucional. En tercer lugar, se le libera de su realidad biológica, de su propio sexo y de su propio cuerpo. Y consumada esa etapa, nos encontramos finalmente con el trans–humanismo, con la “humanización” de los animales y la materia inerte, lo que equivale a una disolución de facto de la idea de humanidad. Las teorías de la “muerte del Sujeto” y la “muerte del Hombre” no andan lejos. El posmodernismo es la fase terminal y nihilista del liberalismo. Es el liberalismo que, como un animal enloquecido, se devora a sí mismo.
Tiene todo el sentido que la izquierda posmoderna coincida en el tiempo con el despliegue del neoliberalismo. El posmodernismo es, como hemos visto, un neoliberalismo de izquierda; una izquierda que quiere realizar hasta el fondo la vieja promesa del liberalismo – la concreción real de los ideales abstractos de libertad, igualdad y fraternidad – al tiempo que, de forma hipócrita, denuncia los inconvenientes y las molestias del neoliberalismo. Pero no por eso deja de beber en las mismas fuentes que los neoliberales “de derecha”. No en vano el discurso liberal y la izquierda posmoderna –señala el politólogo canadiense Eric Martin – “se reclaman ambos de un sujeto que sólo se remite a sí mismo. Toda crítica que les recuerde el necesario adosamiento del individuo a los valores pre–liberales (la comunidad, la familia, la nación, etcétera) será inmediatamente asimilado, por los liberales de izquierda y de derecha, a una crítica intolerante, reaccionaria, autoritaria, nostálgica (…) El pensamiento neoliberal de derecha y de izquierda niega que pueda existir una anterioridad lógica, ontológica de la comunidad o de la sociedad sobre los individuos (como era el caso, por ejemplo, en Aristóteles)”. Para los neoliberales (o posmodernos) de izquierda – añade Eric Martin – “la emancipación significa la liberación de la gente respecto a todo lo que suponga una obligación social, respecto a todo lo que no dependa de una reabsorción en sí de la “multitud” (Toni Negri), una multitud entendida como yuxtaposición de potencias individuales autónomas”.[16] Es la visión contractualista de la sociedad como simple adición de individuos atomizados, la concepción de las naciones como meras adscripciones administrativas. La deconstrucción de la nación: ahí reside el gran punto de encuentro entre neoliberales de izquierda y de derecha.
Objeto político no identificado
La izquierda, una vez pasada por el troquel posmodernista, resulta en un golem extraño; una especie de “objeto político no identificado”, difícil de encajar en moldes pre–establecidos. La cosa merece, seguramente, una nueva definición.
El filósofo Gustavo Bueno utilizaba las expresiones “izquierda indefinida” e “izquierda divagante”. Ambas son válidas, pero se les escapa ese elemento que apuntábamos antes, y que a nuestro juicio es esencial para definir el fenómeno: su carácter profundamente liberal.[17]
Pero la definición de “liberal” es insuficiente. La historia del liberalismo es demasiado compleja, con capítulos de gran envergadura y nobleza intelectual (¿tiene acaso algo que ver el tema que nos ocupa con Tocqueville, con John Stuart Mill o con Raymond Aron?).
Se trata desde luego de un fenómeno posmoderno. Pero nos encontramos con un problema parecido: ésta sería una definición “atrápalo–todo” que se presta a demasiadas confusiones. Además, en un sentido estricto una cosa es el “posmodernismo” (que supone una ideología y una toma de partido) y otra diferente es la “posmodernidad” (que es una fase histórica y un dato objetivo). En ese sentido todos somos “posmodernos” (desde el momento en que estamos moldeados por nuestra época) pero no todos somos “posmodernistas”.
Si los términos “izquierda”, “liberal” y “posmoderno/a” son insatisfactorios – por vagos y difusos –, ¿qué palabra podemos emplear?
Es preciso encontrar un término nuevo.
-Para continuar leyendo la parte VII y última: ingrese a este enlace.
[1] Ben Stein, “In Class warfare Guess Which Class Is Winning”. The New York Times, 26/11/2006.
[2] No tiene nada de extraño que, a partir del affaire Dreyfus (finales del siglo XIX) los sectores obreros más reacios a la alianza del socialismo con la izquierda burguesa dieran lugar al anarco–sindicalismo.
De entre todos los intelectuales contemporáneos, es sin duda Jean–Claude Michéa quien mejor ha formulado el común origen filosófico de la izquierda y el liberalismo moderno: Impasse Adam Smith. Brèves remarques sur l’impossibilité de dépasser le capitalisme sur sa gauche. Flammarion 2006. L’Empire du moindre mal. Essai sur la civilisation libérale. Flammarion 2007. La double pensée. Retour su la question libérale. Flammarion 2008. Le complexe d’orphée. La gauche, les gens ordinaires et la réligion du progres. Flammarion 2011.
[3] Sobre las connivencias del “movimiento Antifa” con la policía y el “Estado profundo” (Deep State) euro–atlántico: “Les Antifas sans cagoule” (Los Antifas sin capucha), artículo de Fernand Le Pic en el periódico digital Antipresse, dirigido por el escritor franco–serbio Slobodan Despot.
[4] Como señala Anselm Jappe: “al final de su trayectoria histórica, el daño principal que el capitalismo hace a los hombres no es la explotación sino la expulsión. El estadio final del capitalismo no se caracteriza por la existencia de un proletariado cada vez más grande y revolucionario; ello es así porque la disminución del capital variable hace perder importancia al trabajo asalariado y al proletariado clásico. Este estadio se caracteriza por la disminución del número de personas a las que merece la pena explotar”. Anselm Jappe, Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur. Éditions La Decouverte 2017, p. 164.
[5] Artículo de Sylvain Fuchs “Les mirages de la finance: une utopie contemporaine”. Krisis, revue d’idées et débats, nº 48, Nouvelle Economie? Junio 2018, p. 31.
[6] Dentro de España, el libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (Akal 2018) es un ejemplo de la tendencia – la crítica del posmodernismo desde la izquierda radical– que en el mundo anglófono y francófono cuenta con antecedentes desde hace más de dos décadas.
[7] Una explicación desarrollada por Anselm Jappe, teórico de la corriente marxiana (que no “marxista”) de la “crítica del valor”, en: Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur. Éditions La Découverte 2017, pp. 98–107.
[8] El propio Marx estaba lejos del determinismo de sus discípulos, cuando afirmaba (en la Sagrada Familia) que “la Historia no hace nada”, y que ésta no es más que la actividad del hombre que persigue sus fines. En este sentido, es preciso distinguir entre la “vulgata marxista” – la ideología desarrollada por los epígonos de Marx– y el pensamiento del autor de “El Capital”, bastante más complejo e inconcluso que lo que sus seguidores han querido admitir. El marxismo vulgar” es todo un ejemplo del enfoque teleológico/funcionalista al que nos referimos arriba: una visión retrospectiva de la historia que explica las causas a partir de las consecuencias (lo acontecido se explica porque sirve a los intereses del Capital). Como señalaba Cornélius Castoriadis: “el punto de vista marxista es aquél en el que las instituciones representan los medios que, cada vez, son los más adecuados para que la vida social se organice de acuerdo con las exigencias de la “infraestructura”” (Cornélius Castoriadis, L’Institution imaginaire de la societé, Editions du Seuil 1999, p.172).
[9] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernétique dans la societé globale de l’information. Écosocieté 2016, pp. 254–255.
[10] A este respecto, el dirigente comunista Alberto Garzón señala que: “el posmodernismo fue una de las reacciones de la izquierda ante la crisis evidente tanto de los proyectos políticos realizados en su nombre como, sobre todo, del marco teórico historicista propio del marxismo. Es decir, los autores de la nueva izquierda francesa, incluidos bajo la etiqueta de posmodernismo, iniciaron un nuevo tipo de revisionismo de las tesis originales del marxismo. Un revisionismo diferente al de Bernstein o el de Lenin, pero revisionismo, al fin y al cabo”. Alberto Garzón, “Crítica de la crítica de la diversidad”, en eldiario.es, 24 de junio 2018.
[11] Bobó = bourgeois-bohème. Los “pijoprogres” en España.
[12] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Éditions Hermann 2012, p. 96. Christopher Lasch, The revolt of the elites and the betrayal of democracy. Norton and Company 1996.
[13] Stephen R. C. Hicks, Explicando el posmodernismo. La crisis del socialismo.Barbarroja Lib, 2014, Buenos Aires, p. 161.
[14] Stephen R. C. Hicks, Obra citada, p. 162–163.
[15] Shmuel Trigano, Obra citada, p. 126.
[16] Eric Martin, “De l’abîme de la liberté à l’universel concret: liberté, humanisme, républicanisme et dialogue intercivilisationnel chez Michel Freitag”. Contribución al volumen colectivo: La Liberté à l’épreuve de l’histoire. La critique du liberalisme chez Michel Freitag. Éditions Liber, Quebec, 2017. pp. 267–274.
[17] Rodrigo Agulló, “Izquierda indefinida y hegemonía social”. En: elmanifiesto.com
*Adriano Erriguel nació en Ciudad de México hace más de cuatro décadas, en familia de ascendencia española. Estudió derecho y ciencias políticas. Abogado y consultor en ejercicio, ha residido y trabajado en diferentes países europeos. Desde hace años ejerce una labor de crítica literaria y de ensayo en el campo de la historia de las ideas, desde una perspectiva que él se empeña en llamar «metapolítica». Su área de atención preferente son las corrientes intelectuales marginales, alternativas y ajenas a los consensos ideológicos imperantes. Su ambición es ir trazando una cartografía intelectual de los focos de rebelión que, desde una perspectiva antimoderna o posmoderna, se enfrentan a la corrección política y al pensamiento único. Texto originalmente publicado por ElManifiesto.com