Decolonialidad: un arma de guerra intelectual contra Hispanoamérica – Por Facundo Martín Quiroga

Decolonialidad: un arma de guerra intelectual contra Hispanoamérica

Por Facundo Martín Quiroga

Fechas clave

En estos días se celebra (sí, la celebramos y no tenemos ningún impedimento moral para hacerlo) la Conquista de América, y al interior de nuestro gremio -la docencia, la educación-, se vuelve una vez más a discutir en torno a lo que nos constituye cultural, étnica y políticamente. Estas discusiones tienen una raíz precisa: desde cierta fecha aproximadamente (el 12 de Octubre de 1992) se comenzó a condenar dicha celebración, a partir de un núcleo de instituciones globales que, casi de manera repentina, traccionaron para que, en primer lugar, el continente deje de tener una fecha de celebración unificadora y, en segundo lugar, que esa fecha pase a llamarse con distintos nombres de acuerdo a la latitud de que se trate y las decisiones de cada estado.

Así surgieron los contrastes para que nuestro continente deje de celebrar el mismo hecho histórico, y cada país hiciese lo que le viniera en gana con la fecha. “Día de la Raza” pasó a convertirse en una ristra heterogénea de días evocativos de mil cosas diferentes: “Día del Respeto por la Diversidad Cultural”, “Día de la Nación Pluricultural”, “Día de Colón”, hasta el “Día de la Resistencia Indígena”… todas denominaciones que, desde sus intenciones, buscan valorizar aspectos que lejos se encuentran de la finalidad original de la celebración. Recordamos: “el Día de la Raza” (en el mundo hispánico la idea de raza no está identificada con cuestiones biológicas sino culturales y espirituales) fue declarado por primera vez precisamente en Argentina, y por un gobierno popular: el de Hipólito Yrigoyen.

Hoy, ya con la suficiente trayectoria en la lectura de estas iniciativas, podemos afirmar que la operación de balcanización cultural está plenamente en marcha. En este tren de ideas, realizamos algunos comentarios respecto de uno de los conceptos fundamentales de lo que podría llamarse paradigma (cómo les gusta esa palabra que hoy ya poco significa) post ‘92: la decolonialidad, una idea que en principio no parece muy familiar, pero que tiene una evolución propia que se va cristalizando sin pausa en los sistemas académicos para tejer en las mentes de estudiantes, docentes, autoridades, etc., la urdimbre neocolonizadora del progresismo.

Dos hechos importantísimos esculpen la piedra basal de este paradigma que después pasaría a llamarse intercultural-decolonial. El primero es la aparición, desde la academia anglosajona, del “Proyecto Modernidad Colonialidad” como respuesta a la Exposición Universal de Sevilla de 1992, o “Expo ‘92”, que se desarrolló entre abril y octubre de ese año. El segundo, y más influyente aún, es la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992, conocida como Río ’92, una conferencia celebrada con patrocinio de la ONU, en plena descomposición de la URSS y cataclismo neoliberal en ciernes, en la que se presentó al mundo todo el paquete que incluiría las temáticas que ocupan hoy el grueso de la agenda pública; motorizadas por corruptos lobbystas hoy entronizados como pioneros de estas causas como Maurice Strong, empresas transnacionales y gobiernos de la cada vez más poderosa socialdemocracia europea, comenzarían a desfilar por los estrados las causas del ecologismo, el pachamamismo neopagano, el feminismo, los derechos humanos…

Río ‘92 fue el rito de pasaje del globalismo progresista, que tomaría los postulados mesiánicos de la izquierda internacional e impondría desde todas sus aristas (académicas, culturales, mediáticas, educativas), la agenda ajustada a sus intereses. Nada de desarrollo industrial soberano, sustitución de importaciones, ni mucho menos de idear un sistema regional más justo: a partir de ese momento, todos los países debían someterse a sus designios, entre los cuales figuraba el renegar completamente de la Conquista y Civilización de América por parte del Imperio Español (heredero del Sacro Imperio Romano Germánico) a través de la reproducción ad nauseam de la llamada leyenda negra en el sistema educativo e introducir la interculturalidad, el indigenismo y el pachamamismo; cada una de estas ideas tendrá su vía de circulación y llegará a su apogeo a su debido tiempo.

El mundo hispano y el mundo anglosajón en pugna

No es posible entender la finalidad de la imposición de estas ideas sin retrotraernos a la historia imperial, materia completamente desconocida para todos los alumnos y casi todos los docentes formados en la pedagogía posmoderna y decolonial. Desde el cisma protestante y la separación de la Cristiandad a través de las guerras de religión que durante un siglo enfrentaron a protestantes (básicamente las nacientes burguesías noreuropeas y sus iglesias) con el Imperio Hispanocatólico, dos visiones del mundo se consolidan y generan sus espacios de influencia. Este proceso se extiende hasta el día de hoy, al punto tal que podemos afirmar sin titubear que gran parte de los conflictos que hoy mantienen en vilo al planeta en una guerra no declarada explícitamente pero sí en pleno desarrollo, tienen una raíz en esta disputa entre imperios, uno de los cuales comenzó a transitar la derrota desde las llamadas independencias del siglo XIX; el otro, el imperio anglosajón, se encuentra en explícita decadencia y, como venimos insistiendo, medio mundo le está presentando batalla.

No es posible extendernos sobre este complejísimo proceso que implicó diferentes concepciones de la filosofía, el derecho, la política, el arte, pero es indispensable que se entienda que nuestra tradición hispanocatólica no es un invento de retrógrados medievalistas como lo pretenden hacer creer constantemente los progresistas. No podemos entender la profundidad del enfrentamiento que tenemos contra el mundo anglosajón sin explorar y tener consciencia de nuestra historia profunda más allá de los manuales escolares. Es este tipo de educación la que logra que terminemos creyendo que nuestras guerras con este bloque del mal son cuestiones que se dirimen meramente de país a país. En absoluto: todas las categorías analíticas de nuestra historia, nuestra política, incluso nuestra religión y cultura, están atravesadas por esta guerra existencial que, lamentablemente, debemos decir que el bloque anglosajón hoy llamado globalista está ganando en muchos espacios del continente más allá de ver peligrar indefectiblemente su yugo en numerosas partes del mundo. Una parte desgraciada de esa victoria que se cierne sobre nuestra América, precisamente se debe a la inserción del posmodernismo y la decolonialidad como herramientas de conquista cultural.

La “modernidad española”, como la llaman Enrique Dussel y otros, es un proyecto civilizatorio autónomo no reducible a las categorías propuestas por la teoría decolonial. Detallamos: ésta se basa en que todos los imperios son iguales, e incluso intercambiables entre sí, carecen de una teoría de los imperios, todo es imperialismo, colonialismo, sin ningún tipo de diferencia o matiz. Esta maniobra de engaño epistemológico está indisolublemente ligada a los intereses intelectuales del bloque anglosajón, una de cuyas virtudes más insignes es construir una disidencia controlada en todos los ámbitos posibles. Si es por “derecha”, te construirá a los libertarios, si es por “izquierda”, a los progresistas de los cuales la decolonialidad es una de sus más fuertes liturgias.

En el sentido expuesto, tanto decoloniales como liberales, falsamente presentados como enemigos, sostienen puntos en común que son clave. Por ejemplo la concepción de la modernidad como un proceso unívoco; ya sea que se contemple desde la positividad total “civilizatoria” para los segundos, o como algo negativo y sometido a constante “deconstrucción” para los decoloniales, la modernidad es sostenida como un proceso sin grandes fisuras y que, tomando lo dicho en su momento por la Escuela de Frankfurt, construyó un todo con pretensiones homogeneizantes, como las reglas a las cuales todas las culturas debían someterse. Es más: la falsificación de la historia de los teóricos de la decolonialidad es tan grosera que inventan una supuesta masiva “resistencia indígena” que no resiste el menor análisis en lo que constituye la objetividad de la historia; la enorme mayoría de los pueblos indígenas sometidos por los aztecas y el Imperio Inca (en rigor, el único imperio prehispánico que existió en el continente) abrazaron las instituciones hispanas, entre ellas, la religión católica.

El arma de guerra intelectual

Si pensamos la cuestión de manera rigurosa, los decoloniales le mienten a todo el mundo en el sentido de que, por caso, denuncian el extractivismo pero no plantean un sentido otro desde lo que constituye lo civilizacional, sino desde lo que podríamos llamar la “microcultura”, como un regreso incluso a la teoría del buen salvaje (muy aliada al neopaganismo). De más está decir que esto no le hace ni cosquillas a la hegemonía anglosajona. Es más: le es totalmente funcional; para la concepción de colonia que tienen los anglos, las culturas y comunidades sometidas pueden perfectamente continuar con sus formas de vida mientras se postren económicamente al opresor, es decir, no necesitan elevar el nivel de las pequeñas comunidades al de las instituciones imperiales, les alcanza con que les garanticen la extracción de recursos, por eso, en América del Norte, se habla de “reservas indígenas”, concepto que fue importado por los positivistas argentinos.

Pero aún hay más: la perspectiva decolonial también se da la mano con el conservacionismo ecológico promovido por magnates como el ya mencionado Maurice Strong, Douglas Tompkins o el eugenista neomalthusiano James Lovelock: la actividad humana civilizacional debe alejarse de la naturaleza (“Pachamama”, “Gaia”) pura y santa, con sus leves expresiones “originarias”, “ancestrales” que son esos poquísimos humanos que no molestan a nadie (podrían hasta formar sus estados: “a cada cultura un estado”, decían los románticos alemanes, grandes antecesores de esta descomposición), pero que no pueden buscar ni imaginar la formación de un proyecto soberano. Despréndese de esto que el movimiento indigenista no hace más que ser sumamente útil, desde la teoría decolonial, en primer lugar, a la finalidad acopiadora del imperialismo anglosajón, y en segundo lugar, lo que es más grave, al despoblamiento del territorio bajo excusas ambientales.

En contraposición a esta idea, la ecúmene hispanocatólica, a través del libre albedrío, postula la responsabilidad ante la Creación: el ser humano es un ser superior en la escala de lo creado, pero proveniente del mismo Creador, por lo que sus actos, inherentemente buenos o malos por Ley Natural, y contando éste con raciocinio o “alma racional” según el aristotélico-tomismo, son juzgados de acuerdo a su esencia: hay actos permitidos y actos no permitidos más allá del actor y sus circunstancias (es decir, no contempla el relativismo radical posmoderno que tanto entronizan los decoloniales), por lo que el paganismo no se elimina sino que se adhiere, se integra en una civilización bajo el manto protector del poder imperial y espiritual (mestizaje), eliminando sus componentes destructivos y distáxicos como los sacrificios humanos.

El problema que mantienen irresuelto los decoloniales (porque, de resolverse, toda su teoría se derrumba) es que, tal como sostienen autores como Dussel y Aníbal Quijano -dos antecedentes fundamentales de la decolonialidad-, identifican a los proyectos imperiales de España y Portugal y el imperialismo anglosajón como una continuidad, ambos encarnando el espíritu de la “modernidad-colonialidad”. Sabemos bien que la historia concreta echa por tierra esta visión ya que, como venimos exponiendo, se trató de proyectos antagónicos desde sus bases, en todo sentido: cultural, económico, teológico; uno construyó virreinatos, el otro, colonias. Pero es tan fuerte la dominación anglosajona en la historiografía que seguimos denominando al período de trescientos años de Virreinatos como sociedad “colonial”.

Desdibujar el pensamiento americano es uno de los fines intelectuales de la perspectiva decolonial. Por caso, en nuestro oficio, la docencia en Nivel Superior (Formación Docente), vemos, muy superficialmente, positivismo, higienismo y construcción del sistema educativo público argentino (con el muy cuidadoso reparo de mencionar lo menos posible a Sarmiento y Roca para no ocasionar desvíos del relato oficial ni enriquecer al estudiante en la polémica), y automáticamente pasamos a Foucault, Paulo Freire (autor seguido con devoción por toda la docencia nacional, por más que haya escrito en un contexto totalmente distinto del argentino), y las pedagogías de las emociones como Carlos Skliar y la omnipresente perspectiva de género motorizada en nuestro territorio en tándem con el indigenismo que idealiza un pasado “matriarcal” que jamás ocurrió.

Hemos de afirmarlo sin ambages: el occidente colectivo, globalista, con Estados Unidos, el Reino Unido de la Gran Bretaña y el estado de Israel a la cabeza, busca la disolución de la América Hispana en un contexto desfavorable, utilizando sus tentáculos académicos y culturales, para imponer su agenda y la lectura de la realidad histórica de acuerdo a sus intereses. No es casual que, utilizando el sistema de partidos de los distintos países de nuestra ecúmene, se empeñe en ubicar a sus candidatos a través de sus ONGs y sus tanques de pensamiento. Nada dicen de esto los comunicadores que se esperanzan y cantan loas, por caso, a la asunción presidencial nada menos que en México de una sionista progresista anglófila y virulentamente antihispánica como Claudia Sheinbaum, una figura puesta de cabo a rabo por el eje globalista para romper aún más todo intento de unificación hispana.

Tal como dice el maestro Ángel Faretta, el enemigo nos ve primero. Debemos organizar una resistencia cultural, académica, pedagógica, desde todos nuestros ámbitos de acción. Denunciamos la decolonialidad como un concepto espurio totalmente contrario a nuestros intereses unificadores. También denunciamos la falsificación de la historia que nos quiere introducir problemas que no son nuestros. Ya lo vivimos en carne propia en la Patagonia, con la influencia enorme de autores como Osvaldo Bayer (no es cuestión de esta nota ponernos a analizar otros aspectos valiosos de la obra de un autor sumamente complejo), Marcelo Valko o Adrián Moyano. Y damos más nombres “de lujo” que son reverenciados en nuestra región: Rita Segato, Diana Lenton, Claudia Korol, todo el llamado “feminismo comunitario antipatriarcal”, son todos, sin retirar a ninguno, agentes de inteligencia intelectual que operan constantemente sobre las mentes de nuestros jóvenes. Son nuestros enemigos.

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