De la crisis del ’29 a la actualidad: el sistema capitalista no es ni puede ser eterno. Por R. V. López

Por Ricardo Vicente López

En esta semana se cumplen noventa años de un acontecimiento que conmocionó al mundo, por lo menos el mundo occidental: generó pánicos, dio lugar a una cadena nunca imaginada de quiebras de empresas, de suicidios de personas que se vieron de pronto ante la pérdida total de sus bienes. Tal vez una de las consecuencias más trascendentes haya sido, para entonces, la pérdida de las certezas que dominaban la conciencia del primer mundo. Ya no se podía creer en que el sistema capitalista era y seguiría siendo el modo de vida y la forma institucional definitiva de la historia. Esto que abonaba la tesis de que se había arribado a un fin de la historia mundial (tal como se podía entender en el mundo en aquella época) entró en crisis.

Me estoy refiriendo a la quiebra de la Bolsa de Valores de Nueva York el 24 de octubre de 1929, en lo que se conoció como el Jueves Negro. Pero, este jueves tiene una historia. Es en su devenir que deberíamos encontrar alguna explicación que pueda darnos razones de este abrupto final. Busquemos en la década que precedió la catástrofe.

La denominación felices años veinte, veinte dorados o años locos, corresponde a un período de prosperidad económica que tuvo Estados Unidos desde 1922 hasta 1929. Es el periodo que siguió al final de la Gran Guerra (1914-1918):

Loa guerra recibió el calificativo de «mundial» porque se vieron involucradas todas las grandes potencias industriales y militares de la época, divididas en dos alianzas.​ Por un lado, la Triple Alianza formada por las Potencias Centrales: el Imperio alemán y Austria-Hungría. Por otro lado se encontraba la Triple Entente, formada por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso. Ambas alianzas sufrieron cambios y fueron varias las naciones que acabarían ingresando en las filas de uno u otro bando según avanzaba la guerra. Más de 70 millones de militares, de los cuales 60 millones eran europeos, se movilizaron y combatieron en lo que fue hasta entonces la guerra más grande y más sangrienta de la historia.

Esta guerra, en 1917, durante su tercer año, todo parecía encontrarse en lo que podía definirse como un empate técnico. El conflicto se estancó y el desaliento cundió en la retaguardia mientras la población civil padecía restricciones, sobre todo en Alemania, bloqueada por los aliados.

De parte del Gobierno de los EEUU, su presidente Woodrow Wilson, defendía la neutralidad. A pesar de que los submarinos alemanes habían hundido barcos estadounidenses. De este conflicto se había logrado una promesa de Alemania de que no volver a atacar. Poco después el Presidente recibe un informe de los servicios de inteligencia que confirmaban que Alemania no cumpliría con lo pactado. El 2 abril Wilson habló ante el Congreso. Dijo a los parlamentarios que debían considerar las acciones alemanas como una declaración de guerra contra el gobierno y el pueblo de Estados Unidos.

El permanecer afuera de la Primera Guerra Mundial le permitió al presidente Woodrow Wilson ganar la reelección en noviembre de 1916. Pero cinco meses más tarde convocó al país para entrar en batalla contra el Imperio Germánico, con estas palabras: “El mundo debe ponerse a salvo para la democracia. No tenemos fines egoístas que servir. No queremos conquistar ni dominar”.

Una página digital www.mises.org del Instituto Mises, centro de investigación del liberalismo más ortodoxo, nos habla de una especie de razones cuasi-ocultas que contribuyeron a la participación de los EEUU en esa Gran Guerra. Entre ellas habla de lo siguiente:

Se había prestado el equivalente a decenas de miles de millones de dólares a Gran Bretaña y Francia por parte de bancos de Nueva York, como Goldman Sachs y J.P. Morgan, que tenían importantes sucursales europeas en Londres y París. Por lo tanto lideraban los intentos estadounidenses de conseguir dinero para estos beligerantes. Si Alemania ganaba la guerra, estos préstamos a las potencias occidentales corrían grandes riesgos de no ser recuperados. Los fabricantes de armamento y productores industriales estadounidenses como Bethlehem Steel o DuPont, muchos de los cuales habían sufrido mucho durante la recesión de 1913-14 en Estados Unidos, estaban totalmente de acuerdo con la participación en la guerra. Las exportaciones a Gran Bretaña y Francia se cuadruplicaron entre 1914 y 1917.

Aparecen así una cantidad de hombres poderosos que no compartían el neutralismo del Presidente Wilson. Ellos, directivos de los sectores industriales y financieros estadounidenses, así como varios miembros de la clase política, que incluían al ex-presidente Theodore Roosevelt, eran partidarios de “todas las guerras, en todas partes”. El presidente Wilson, tras obtener la victoria, estaba fortalecido políticamente por el curso victorioso que decidió la participación de las fuerzas militares de los EEUU. Esto le permitió tomar la batuta de la Conferencia de Versalles (1919).

Tras el final de la Primera Guerra Mundial, EE UU experimentó un fuerte crecimiento económico, y desplazó a Gran Bretaña en el liderazgo económico mundial. Durante los años veinte se incrementó en aquel país la producción y la demanda de sus productos, con una profunda transformación dominada por la innovación tecnológica. De ese optimismo y de esa bonanza económica participó también la Bolsa de Nueva York. Allí se vivió un prolongado incremento de las cotizaciones, lo que derivó en la formación de una inflación de precios, financiada por el crédito. Desde antes del verano de 1929, varios indicadores macroeconómicos habían empezado a sufrir un suave descenso, sin que los economistas de la época lo detectaran. Por esta razón no se tomaron las medidas preventivas adecuadas.

Esta prosperidad benefició a gran parte de la sociedad e hizo que la economía siguiera creciendo a un ritmo como no se había registrado antes. Tal vez sea ese momento, que después se repitió algunas veces, el que fue generando una burbuja especulativa peligrosa, no muy conocida hasta entonces. Pero esta prosperidad duró un corto periodo que finalizaría aquel Jueves Negro. Con la llegada del Crack [1] del 29 culminaría finalmente el advenimiento de la Gran Depresión, que se extendió durante gran parte de la década posterior.

Esta catástrofe financiera fue el origen de una recesión económica sin precedentes, la mayor que había sufrido el sistema capitalista a lo largo de su historia anterior. Además de su trascendencia estrictamente económica acarreó importantes repercusiones sociales, políticas, morales e ideológicas que pusieron en entredicho el modelo liberal hasta entonces vigente.

La imparable fiebre especulativa y la ilusión del dinero rápido y fácil habían tocado a su fin. Pero una etapa de pobreza, carestía y recesión se encontraba a las puertas de esta nueva América que recogía los despojos de la euforia. El reconocido académico John Kenneth Galbraith (1908-2006) afirmó que las luces de alarma se habían encendido pero la orgía especulativa no se enteraba:

Había dejado un rastro de decadencia y descontrol fácilmente distinguible. Sus consecuencias no sólo afectaron al terreno económico sino que dejaron también su impronta en las formas de vida de aquella sociedad moderna que había conocido una etapa de desarrollo y pronto conocería otra de enorme precariedad. El derrumbe total era una realidad inminente. Millones de inversores se vieron de un día para otro en la ruina económica: la Bolsa de Nueva York, el mercado de valores más importante del mundo, había caído: de la bonanza y la euforia a la carestía y la decepción. El rasgo más singular de la catástrofe de 1929 fue que lo peor empeoraba continuamente. Lo que un día parecía el final de la crisis, demostraba al siguiente que solo había sido el comienzo. Efectivamente la situación no mostraba síntoma alguno de mejora: lo peor estaba por llegar. Y llegó. La Gran Depresión dominaría el escenario económico durante casi diez años.

Amigo lector, dirá Ud. ¡Qué excelente lección para que este tipo de aventura especulativa no volviera a repetirse! La salida de la Depresión fue ayudada, en gran medida, por la participación de los EE UU en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Después de ella, todo cambió. La aparición de una potencia que nadie esperaba en los papeles, la Unión soviética, alteraba el tablero internacional. Se modificaron muchas cosas del viejo liberalismo. Los países centrales diseñaron una distribución de los bienes que incluía a sectores sociales. La implosión de la Unión soviética (1990) abrió otro camino que sedujo a los financistas.

Le respondo a ese expresión esperanzada: Después de varias situaciones críticas estalló la burbuja especulativa de los bonos de las hipotecas sub-prime 2007/8 que repitió la vieja historia. Pero esta vez las consecuencias no han podido ser superadas más de diez años después. No sería una buena pregunta: ¿cuántas veces hay que tropezar con la misma piedra?

[1] Un crack bursátil es una caída vertiginosa de las cotizaciones en la mayoría de los valores de una o varias Bolsas, durante un corto periodo.

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