Ciudad de México es altamente sensible a los sismos por el piso de sedimentos lacustres

Pablo Esteban *

La omnipotencia del hombre moderno recibe una profunda herida en su ego ante acontecimientos de una dimensión impredecible y ante los cuales poco puede hacer. De todos modos, nos envían una advertencia sobre nuestra mala relación con la naturaleza. Un sistema que privilegia el lucro es ciego y sordo frente a estas reflexiones.

Los sismos, como otros fenómenos naturales, representan una muestra del verdadero poder de la naturaleza. Brindan lecciones de humildad a los seres humanos que –por una arrogancia inexistente en cualquier otra forma de vida– creen dominarlo absolutamente todo. Desde esta perspectiva, “cada tanto, la historia geológica de la Tierra nos demuestra que hay sucesos que las personas nunca podremos modificar. Se trata de eventos que despiertan sentimientos encontrados: por un lado, la innegable tristeza y desazón que causa la tragedia, y por otra parte, permiten observar el poder de la naturaleza, que limita al máximo nuestras oportunidades de control”, señala Pablo Pazos. Hasta el momento, el sismo producido el 19 de septiembre con su epicentro en Morelos (7.1 en la escala de Richter) ha causado la muerte de 325 personas. En esta línea, emerge un interrogante obligatorio: ¿se pueden anticipar los sismos o son verdaderamente imprevisibles? “Si bien se puede calcular la energía acumulada, no es posible prever cuándo ocurrirán. En efecto, que el último terremoto haya sucedido el mismo día que el de 1985 responde a un hecho totalmente fortuito”. Y completa, “por ello es vital estudiar las características del área sismo-téctonica y luego emplear modelos probabilísticos para comprender por qué ocurren en determinados contextos, y no en otros. Solo de esta manera se logra –al menos– comenzar a armar el rompecabezas”, apunta el especialista.

Los sismos son fenómenos caracterizados por movimientos bruscos de la corteza terrestre producidos a partir de la liberación de energía acumulada y luego expandida a través de ondas. Pueden generarse de manera natural o bien ser inducidos por el ser humano a partir de la detonación de una bomba atómica, por ejemplo. Presentan magnitudes que varían en cada caso, que son registradas mediante un sismógrafo, un instrumento singular creado a mediados del siglo XIX por el físico escocés James Forbes. Desde aquí, “si bien cuando el temblor se desata en un área muy cercana a la superficie es registrado con mayor velocidad por el aparato, en paralelo, su rapidez de expansión limita la posibilidad de aviso a otros centros de monitoreo, porque el rango de alerta se acota”, aclara.

Reminiscencias y comparaciones

A las 11 de la mañana del 19 de septiembre los simulacros se hacían entre risas. Jóvenes de escuelas secundarias, personal de hoteles y empleados de supermercados ensayaban la desesperación con mezcla de rigor y soltura. Hombres y mujeres con chalecos fosforescentes guiaban las acciones del resto, se comunicaban mediante radios y actuaban como si la tragedia de 1985 jamás volviera a repetirse. Las ambulancias y las fuerzas de seguridad calcaban movimientos, precisaban sus pasos y medían sus acciones para lo que, según esperaban, nunca llegaría. Sin embargo, la naturaleza tiene sus tiempos, sus caprichos y sus maneras.

Las sirenas en Ciudad de México (CDMX) se encendieron dos horas más tarde, con exactitud, a las 13.15. Esta vez, desafortunadamente, la alarma se vistió de verdad y los ciudadanos comenzaron a salir como hormigas y a escapar del peligro inminente de derrumbe, en una geografía atestada de edificios. En la zona central, cercana al Museo Nacional de Antropología, en los alrededores del Bosque de Chapultepec, los temblores se extendieron 40 segundos.

En la Avenida de los Insurgentes, la caída de revoques, las fugas de gas y la rotura de cristales, provocaron que todos los habitantes inundaran las calles de la Ciudad, para configurar un paisaje de ritmos acelerados, incertidumbre y solidaridad. Atentos a sus celulares, los albañiles, los oficinistas, los dueños y empleados de tiendas de comidas y de ropa, los banqueros, los profesionales de saco y corbata, se dirigieron al centro de la avenida para evitar las consecuencias de nuevos desmoronamientos. Hombres con megáfonos brindaron instrucciones en cada calle, mujeres con niños en brazos, parejas con perros y otras mascotas. Celulares que tomaron fotos y grabaron instantes imborrables, mientras los relojes parecían congelar su ritmo. Las autoridades de las universidades suspendieron sus clases por parlante y en plena calle informaron que “producto de lo sucedido, las cursadas finalizan, aunque los estudiantes pueden permanecer en las instituciones para sentirse al resguardo”. El metro cesó su marcha, los semáforos dejaron de funcionar, el flujo de automóviles se estacionó y los servicios de comunicaciones colapsaron. Aunque los noticieros marcaban 23° de temperatura, en esa avenida-peatonal, parecían unos treinta y pico.

En la escena, una pareja de adultos que atendía un pequeño quiosco de refrescos se lamentaba al recordar una historia que se repetía, y aseguraba ser protagonista y víctima de “ese 19 de septiembre maldito” que se jugaba por partida doble, con 32 años de diferencia.

Sin embargo, a la distancia, es necesario realizar algunas distinciones respecto a lo ocurrido en 1985, ya que los sucesos no presentaron las mismas características, pues sus causas no pueden trasladarse ni sus efectos compararse.

Para comenzar, es necesario saber que México está ubicado en un sitio geológico muy particular, en el que el movimiento de las placas tectónicas exhibe grandes dosis de diversa actividad y presenta una importante densidad demográfica (120 millones de habitantes). De este modo, los niveles de peligro, rápidamente, permiten fabular con lo peor. “Aunque los periódicos señalen que el terremoto de 1985 ocasionó la muerte de 10 mil personas, los trabajos científicos indican la existencia de 15 mil fallecidos, porque las consecuencias socioeconómicas que tienen estos fenómenos hacen que la onda expansiva de muertos se incremente con el tiempo. A diferencia del sismo ocurrido la semana pasada, el terremoto anterior ocurrió en una zona sísmica distinta y mucho más activa que la CDMX”, plantea Pazos.

“Pienso que la tragedia de 1985 sirvió de aprendizaje, porque el sismo del martes pasado se desarrolló en una zona mucho más cercana a la CDMX y causó aproximadamente 325 muertes, en comparación a los miles de decesos registrados a mediados de los ochentas. Con un epicentro tan cercano, podría haber producido una cantidad de consecuencias mucho más terribles”. El epicentro es el punto de la superficie terrestre situado en la vertical del foco de un movimiento sísmico, donde el fenómeno adquiere su máxima intensidad. En este caso fue localizado a 12 kilómetros de Axochiapan, en el límite entre los Estados de Morelos y Puebla.

No obstante, las comparaciones no culminan allí porque también se desarrolló un terremoto con severas consecuencias el 7 de septiembre pasado. Sin embargo, si bien alcanzó una magnitud de 8.2 en la escala de Richter, causó daños en 110 mil inmuebles de Oaxaca y Chiapas, y dejó como saldo más de una centena de fallecidos; el del 19 de septiembre –que registró 7.1– fue sin dudas más devastador.

Para el especialista, la clave hay que localizarla en la historia. Los españoles fundaron la CDMX sobre las viejas ruinas de Tenochtitlán, capital del imperio azteca. “La Ciudad de México está asentada sobre un viejo lago seco en superficie. De hecho, se calcula la existencia de 90 metros de sedimentos lacustres y ceniza volcánica en el subsuelo. Como la velocidad de la onda sísmica se modifica con la densidad del medio, en este caso, logró expandirse con mayor rapidez y ello, a su vez, incrementó el impacto destructivo”. Con estos eventos “en la superficie se generan movimientos que desestabilizan de modo horizontal y otros en sentido vertical, porque cuando se amplifica su desplazamiento se observa en el terreno como un serpenteo o una ola. Si además se tiene en cuenta que estas fuerzas se desplazaron en sedimento suelto –donde la amplitud de la onda es mucho mayor– se alcanza a comprender por qué el efecto destructivo fue enorme, porque desencadenaron procesos de licuefacción”, argumenta.

Edificios destruidos, rutas anegadas y una pesadilla que quedará para siempre guardada en la memoria de todos los mexicanos, que en momentos de angustia y desesperación, concentraron sus esfuerzos en ser solidarios y también depositan su fe en Dios –que en este tipo de casos poco tiene para ofrecer–. Pero sobre todo, se mantienen atentos porque la posibilidad de nuevos episodios se conserva latente. Las “réplicas” refieren al conjunto de sismos que se producen con posterioridad en la misma zona de influencia en que se produjo el temblor o el terremoto inicial. Causan la interrupción de las tareas de rescate y obstaculizan cualquier posibilidad de recomposición. En la última semana, el sur y el centro del país han sufrido réplicas del sismo desarrollado el 7 de septiembre, con magnitudes que alcanzaron los 6,1 (Oaxaca) y 5.7 (Chiapas) en la escala de Richter.  “Aunque en general se destacan por una menor magnitud, el principal problema es que actúan sobre estructuras que ya fueron dañadas durante el evento original y ello dificulta cualquier recuperación”, concluye Pazos.

* Pablo Esteban, periodista especializado en divulgación científica, entrevista a Pablo Pazos, Sedimentólogo e Investigador Independiente de Conicet en el Instituto de Estudios Andinos (Idean), profesor en el Departamento de Ciencias Geológicas de Exactas, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.

www.pagina12.com.ar – Desde Ciudad de México – 27-9-17

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