Sergio Martín-Carrillo *
El proceso político de Brasil debe leerse como un anticipo de lo que se pretende que sea el resto de América Latina. Es un laboratorio en el que se ensayan nuevos programas contra los pueblos.
La operación en Brasil para enturbiar los éxitos de los Gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), principalmente los de Lula Da Silva, continúa. Esta semana entró en prisión el expresidente, que se encontraba liderando todas las encuestas de cara a las elecciones presidenciales que tendrán lugar en octubre de este año. La ofensiva contra el PT se ha encaminado por todos los frentes de la acción política: medios de comunicación, presiones internacionales, grandes grupos económicos, judicialización de la política y hasta el ejército se ha sumado en estas últimas semanas. El objetivo es claro: apartar del regreso al ejecutivo al partido que ha ganado las últimas cuatro elecciones presidenciales. Las vías también: primero golpe institucional (con la destitución de Dilma) y ahora apartando de la contienda electoral a Lula.
Con el golpe consumado y Temer en el ejercicio del poder, Brasil comenzó un tránsito acelerado hacia la profundización del modelo neoliberal. La disputa económica es el principal campo de batalla por el poder en Brasil. Durante los años de Gobierno del PT, los distintos programas sociales como Brasil Sin Miseria, la Bolsa Familia o el programa Hambre Cero garantizaron la salida de la extrema pobreza de 36 millones de brasileños. El PT no planteó un cambio revolucionario en el modelo, sin embargo, supo utilizar al Estado -a través del gasto y la inversión pública- como la mejor arma para luchar contra la injusticia social.
A partir de 2014, con la economía afectada por la crisis de los precios de las materias primas y el Gobierno de Dilma cada vez más debilitado, el acercamiento a los sectores de la derecha fue cada vez más evidente y su presencia en el ejecutivo mayor. Desde ese año, el déficit fiscal fue incrementándose. Una vez desalojada Dilma de la presidencia, el plan neoliberal podía ser implementado sin impedimentos. La consolidación fiscal se acometió por la vía rápida. Se disminuyeron el gasto y la inversión social. Se aprobó un techo de gasto consolidando el ajuste fiscal más severo de la historia reciente de Brasil e impidiendo que los sucesivos ejecutivos durante los próximos veinte años -independientemente de la voluntad expresada en las urnas- pudieran sobrepasar dicho límite.
Esta reforma consolida en la Constitución el golpe de las élites económicas sobre las grandes mayorías. Las políticas que habían permitido salir de la pobreza y la extrema pobreza a millones de brasileños ahora estaban limitadas constitucionalmente.
Por el lado de los ingresos fiscales también ha intervenido el Gobierno de Temer. Esta intervención se ha sustentado en la obtención de ingresos en el corto plazo a través de la venta de empresas públicas, comprometiendo de esta forma las posibilidades de generación de ingresos públicos futuros y sostenidos en el tiempo. El megaplan privatizador, recogido en el Programa de Alianzas de Inversión, tiene en su foco a 57 servicios públicos. Entre los últimos pasos dados destacan la reciente venta de Electrobrás, el acuerdo para la venta del 51 % de Embraer a la estadounidense Boeing y la privatización de cuatro de los 18 aeropuertos puestos a subasta (el resto se privatizará a finales de 2019). La agenda privatizadora continuará con la subasta a finales de este año de la Casa de la Moneda y los puertos de Belém, Vila do Conde, Paranaguá y Vitória. Todas estas ventas permiten al Gobierno la obtención de ingresos públicos en el corto plazo que sirven para maquillar las cuentas, pero, sin embargo, comprometen la capacidad futura de generación de nuevos ingresos públicos. Además, en muchos de los casos se trata de sectores estratégicos, por lo que su privatización supone comprometer la soberanía económica de Brasil.
Estas han sido las acciones del actual Gobierno brasileño en favor de la necesaria consolidación fiscal. Sin embargo – y a pesar de estas intervenciones, tanto por el lado del gasto como de los ingresos- el déficit primario brasileño sigue siendo uno de los más altos de la región suramericana, siendo (según los datos del último Informe de la Comisión Económica de América Latina y el Caribe -CEPAL-) del 1,7 % del Producto Interior Bruto (PIB) en el año 2017. En cuanto a la deuda pública, Brasil está a la cabeza de todos los países de América Latina alcanzando el 74 % sobre el PIB en diciembre de 2017, mientras que la media de los países de América Latina se sitúo casi en la mitad, el 38,4%.
El ajuste recae sobre las grandes mayorías pero crea a su vez grandes oportunidades de enriquecimiento a las oligarquías propietarias del gran capital. Si antes Brasil era admirado por los resultados en cuanto a la reducción de la pobreza, ahora se sitúa al frente del ranking de países creadores de pobreza. Según los datos del Banco Mundial, los brasileños que viven por debajo del umbral de la pobreza pasaron de ser 2,5 millones en 2016, a 3,6 millones a finales de 2017. La consolidación fiscal de la derecha brasileña no sólo no consigue reducir el déficit fiscal y la deuda pública, sino que acrecienta el déficit social y vuelve a expulsar a la pobreza a millones de brasileños.
* Sergio Martín-Carrillo – Investigador del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica.
Fuente: www.celag.org – 14-4-2018