Por Ignacio Drubich*
Hacia una nueva supremacía
La tormenta que supuso la Revolución de Mayo, tomando el período que va desde 1810 hasta 1820, afectó a todas las estructuras de la organización política y económica rioplatense. Dentro de la evolución de este proceso, quizás no sea del todo correcto la utilización del término quiebre (refiriéndonos a esas estructuras), pero sí podemos hablar de una serie de reajustes que modificaron la composición interna de los grupos dominantes de la época y nos habilitan a presentar –siguiendo la lógica con la que titulamos este artículo- una primera transición, en la cual se producirá el traspaso del mando a nuevos sectores provenientes de las áreas rurales. Serán los funcionarios peninsulares del virreinato los que cederán los espacios de autoridad a sus sucesores criollos. Delimitar exactamente sobre qué grupos recayó el nuevo poderío es una tarea que excede los límites de este artículo, pero se puede sintetizar en que el afianzamiento de los sectores rurales, asentados principalmente en las provincias del Litoral, fue una de las consecuencias más importantes del proceso revolucionario. La expulsión del dominio español del territorio argentino suscitará la emergencia de aguerridos liderazgos que, además de acelerar el proceso independentista, crearán fuerzas militares propias para defender sus bienes siempre amenazados por la turbulencia de los tiempos. Más allá del progresivo desequilibrio -histórico en el caso argentino- entre ciudad y campaña, cabe señalar una segunda transición, esta vez de orden económico, en la que surgirá el predominio de las estructuras productivas del sector primario ganadero, que comenzará a responder a las nuevas necesidades de los mercados mundiales impuestas por Inglaterra. El proceso histórico que inició la Revolución se extenderá hasta 1880 y la disputa estará signada por la necesidad de construir un Estado nacional. Durante la primera mitad del siglo XIX, no existía ni un Estado, ni un gobierno, ni un sistema económico de carácter “nacional”. Es a partir de 1820 cuando comienzan a aparecer nuevas provincias -que progresivamente irán generando alianzas y acuerdos-, que se configura un mercado interno y un esquema de organización de finanzas públicas más o menos estable. Al final de este período, descontando las zonas que se beneficiaron con la exportación ganadera, buena parte del territorio nacional no pudo modificar su situación estructural heredada de la época virreinal.
El capital inglés en el Río de la Plata
De forma paralela a la feroz disputa entre Unitarios y Federales, ocurrió uno de los hechos más significativos de nuestra historia económica: la preponderante instalación del capital inglés, su desarrollo y estructuración. Este proceso de dependencia reconoce varias etapas e instrumentos y se puede resumir en dos momentos bien delimitados: en primera instancia, la llegada de las grandes casas comerciales en la primera mitad del siglo XIX y, en segundo lugar, el dominio financiero a partir de la segunda mitad del mismo siglo. El inicio de la penetración del capital inglés responde a las significativas aperturas, permisos y concesiones que España puso en práctica a lo largo del siglo XVIII, principalmente a través de las Reformas Borbónicas. Naturalmente, el objetivo no era favorecer el avance del tráfico ilegal de mercancías por parte de los británicos, pero fue una deriva accidental: esto generó una verdadera guerra por los mercados y el conflicto se grafica con claridad en un informe ordenado por Carlos III, presentado en el año 1761, en el que se afirma: “De todos los delincuentes dedicados al tráfico de contrabando –que es la causa de tantos desórdenes en los dominios de Vuestra Majestad- los peores son los ingleses”. Pese a las prohibiciones impuestas por la Corona Española, Gran Bretaña encontró un atajo en la ruta brasileña que le permitió enviar sus manufacturas a Buenos Aires, Paraguay y Perú. Para mediados del siglo XVIII las posibilidades del contrabando fueron mermando y las concepciones inglesas sobre las colonias españolas tuvieron que cambiar: el puro comercio ilegal no ampliaba mercados ni aceleraba los volúmenes de los intercambios; era necesario comenzar a introducir modificaciones en las pautas de consumo y hábitos de la población. Por otro lado, el fracaso de las Invasiones de 1806 y 1807 no solamente mostró la inusitada resistencia de un pueblo que se negaba a ser colonizado por Inglaterra, el mensaje más profundo fue que el poder de las armas no garantizaba la posesión de los territorios. En consecuencia, los británicos se vieron obligados a renovar su estrategia.
¿Y ahora qué hacemos?
Fue el general Sir Ralph Abercromby el que concluyó, a pesar de ser consciente de la debilidad creciente de España en el terreno militar, que no sería fácil la ocupación territorial directa en los dominios americanos. Su opinión convergía con la de la plana mayor de dirigentes británicos más importantes: la expansión debía continuar, pero deponiendo las armas. A su vez, también eran conscientes de que en las colonias españolas había elementos suficientes para sospechar que existían, aunque sea de forma larvada, vientos de autonomía. En suma, la política británica debía espolear los ánimos independentistas y promover la insubordinación contra una dirigencia política que ellos rotulaban como “impotente y decadente”. En el libro Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, el historiador inglés H. S Ferns anota: “Abercromby creía que un nuevo orden liberal en las colonias ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española”.
Es a partir de ese momento en el cual la nueva estrategia, refinada en su sustrato ideológico y pragmático, se ofrece como punta de lanza de la política inglesa en el Río de la Plata: aprovechar el fervor de algunos sectores por liberarse, estimular cambios revolucionarios y abrir nuevos mercados para la colocación de sus manufacturas. La disolución del Virreinato del Río de la Plata y la expulsión de los altos mandos de la Corona, inevitablemente, abrirían las compuertas para nuevos y vastos espacios de rentabilidad.
Buenos Aires en el ojo de la dominación
Si bien existen dudas referidas a la participación directa de la Corona inglesa en la decisión de invadir Buenos Aires, se sabe que confluyeron dos particularidades que operaban en simultáneo: por un lado, la necesidad de apropiarse de territorios era un objetivo fundamental y, por el otro, la acción militar del comodoro Popham, consensuada con comerciantes amigos, albergaba la tesis de que la importancia económica de Buenos Aires era providencial. Al respecto, había afirmado que “era el mejor punto comercial de América del Sur, con una situación tan central que se halla a sesenta o setenta días de navegación de todos los países comerciales de alguna importancia con la que mantenemos comercio”. Desde dicha comarca, los comerciantes británicos podían acceder a millones de clientes que se beneficiarían con los bajos precios y la calidad de sus manufacturas y, a su vez, la región podía suministrar materias primas para alimentar a las industrias tanto nacientes como en desarrollo, en el pleno auge de la Revolución Industrial. Durante los cinco años transcurridos entre 1810 y 1815, de los 5.652.768 de cueros llegados del exterior a puertos ingleses, alrededor de 3.100.000, es decir el 54%, procedían del Río de la Plata. El juicio de Popham no carecía precisamente de fundamentos realistas: se estima que los comerciantes que se sumaron a las tropas de las Invasiones, entre 1806 y 1807, mientras ocuparon Buenos Aires y Montevideo, vendieron artículos por el valor de más de 1.000.000 de libras esterlinas en ambas ciudades. En este sentido, el historiador Leandro Gutierrez afirma que “alrededor de dos mil comerciantes con sesenta buques cargados de mercancías provocaron el inmediato descenso de los precios con grandes perjuicios para los comerciantes españoles”. Pese a esta situación, cabe destacar que el comercio exterior con Inglaterra presentó momentos de crecimiento y de auge, como también de altibajos y mermas, que generaron tensiones diplomáticas y motivaron variados reclamos de las instituciones económicas que representaban al comercio británico (fundamentalmente durante el largo período rosista). Por motivos de extensión y complejidad, no detallaremos en este artículo la naturaleza de estas fluctuaciones.
El liberalismo en la mentalidad criolla
Mariano Moreno, además de ser un ferviente impulsor de la Revolución de Mayo, representaba la voluntad y los intereses del sector ganadero. Uno de los documentos que refleja buena parte de su pensamiento económico es el titulado Representación de los hacendados, donde defiende abiertamente al libre comercio y condena al monopolio acusándolo de estimular el contrabando y perjudicar la recaudación y al desempeño de las cuentas públicas. Moreno buscaba rebatir la decisión del virrey, que prohibía a las colonias el derecho a tener trato directo con Gran Bretaña y sus comerciantes. En este sentido, contraponía a la tesis española los fundamentos del liberalismo inglés: “En la necesidad de obrar nuestro bien no nos arrepentimos que tenga parte en él una nación a quien debemos tanto y sin cuyo auxilio sería imposible la mejora que meditamos y éstos son los votos de veinte mil propietarios”. En este planteo podemos encontrar las bases ideológicas y programáticas del libre comercio con Inglaterra, que con algunos matices va a caracterizar decididamente al pensamiento económico argentino hasta 1930.
El triunfo del librecambio
Como corolario de todo lo que hemos señalado (y a modo de conclusión), señalaremos que el papel que asumió Buenos Aires en esta etapa de transición fue central: al mismo tiempo que estimuló el crecimiento de un importante sector comercial local, brindó facilidades a la penetración de mercaderes europeos -fundamentalmente ingleses y franceses- que participaron en la intermediación comercial y el financiamiento de las actividades más importantes. Así, se inscribe en nuestra cadena de agregado de valor el predominio del capital extranjero, característica esencial de los procesos económicos posteriores, con una espectacular y trágica incidencia en la actualidad. Uno de los aspectos más negativos de esta adhesión al librecambio serán los daños que la producción importada le generará a las estructuras industriales de las provincias del interior, que presentaban niveles muy bajos de progreso técnico. El grueso de los reclamos fundamentales de los jefes revolucionarios de las provincias gravitaba en torno a la destrucción de la débil industria manufacturera que intentaban propulsar y proteger. La ganadería bonaerense y el crecimiento de las rentas de Aduana se impusieron “a sangre y fuego” por sobre los intereses que defendían la incipiente y rudimentaria industria argentina. Pese a que durante los gobiernos de Rosas se intentó algún tipo de protección errática, con leyes y aranceles, terminó imponiéndose el espíritu librecambista. El desequilibrio interregional y la concentración del ingreso en las zonas más dinámicas del Litoral se irá profundizando en lo sucesivo, pese a la sanción de la Constitución de 1853 que, aunque su inspiración esté inflamada de federalismo, justicia y equidad, la praxis política y económica posterior, terminó reflejando el afianzamiento del peso de Buenos Aires por sobre el resto del país.
La situación que muestra los efectos de la apertura a las importaciones y al espíritu de la época en general está bien ilustrada en el libro Claves de la economía argentina, 1810-1983, en el que Pablo Kandel afirma que: “Pocos años antes de la caída de Rosas, los viajeros ingleses que recorrían la campaña y han dejado testimonio, advertían que casi todas las prendas y utensilios usados comúnmente por los gauchos, sus mujeres e hijos, hasta los ponchos y los recados de los caballos, eran fabricados en Inglaterra (…) El país que había impuesto la mayor ventaja comparativa, aprovechaba el dominio casi total del mercado, mientras los Estados Unidos apenas comenzaban a competir tímidamente”.
*El autor es Licenciado en Comercio Exterior. Dictó clases de Fundamentos de Economía en UNRAF (Universidad Nacional de Rafaela) y actualmente es profesor adjunto en las cátedras de Historia Económica Mundial e Historia Económica Argentina en UCES (Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales).
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