Sopa de tomate y viejas herejías en botarates sistémicos de la plutocracia – Por Juan Manuel de Prada

Sopa de tomate y viejas herejías 
Por Juan Manuel de Prada

Hace unos días, una pareja de botarates sistémicos arrojó sopa de tomate sobre un cuadro de Van Gogh (por lo demás, bastante birrioso) expuesto en la National Gallery. Los botarates eran activistas de una organización ecolojeta sufragada por plutócratas que exigen el abandono de los combustibles fósiles, para poder forrarse más salvajemente con las llamadas ‘energías alternativas’.

La performance probablemente estuviese pactada con la dirección del museo, pues los vigilantes de la sala tardaron varios minutos en intervenir; y, además, el cuadro elegido para el aparente estropicio estaba protegido por un cristal. Se trataba, pues, de la típica operación plutocrática que emplea como mamporreros a botarates sistémicos que, como señalaba Cervantes, se quedan satisfechos por verse con fama, aunque infames, como aquel Eróstrato de la Antigüedad, que prendió fuego al templo de Artemisa para que perviviese su nombre en los siglos venideros.

Los botarates sistémicos, al perpetrar su fechoría fingida, exclamaron: «¿Qué vale más? ¿El arte o la vida? ¿Estáis más preocupados por la protección de un cuadro que por la protección del planeta?». Una proclama que recrea las que en otro tiempo lanzaban los herejes iconoclastas, que consideraban que la grandeza de Dios estaba reñida con su representación artística. Estos botarates sistémicos no alcanzan a creer en Dios (no les da el caletre y, además, son endemoniados pastoreados por satanistas); por lo que se conforman con adorar el planeta, que consideran su dios. Pero en la confrontación entre el dios que adoran y la expresión artística hallamos el esquema mental propio de los herejes iconoclastas, que no aceptaban que la unidad más íntima y fecunda entre el Creador y la criatura se produzca a través del arte.

Al destruir las obras de arte, los herejes iconoclastas pretendían negar el abrazo entre lo humano y lo divino, divorciando por completo a Dios del hombre. Como nos enseña Solovief, pretender que la divinidad no pueda tener expresión sensible es quitar a la encarnación divina toda realidad; es, en definitiva, negar la Redención. Así, el hombre irredento se torna deleznable y odioso; y su mera existencia ultraja a Dios.

Del mismo modo, para estos botarates sistémicos sufragados por la plutocracia, el hombre es un ser odioso –una plaga– que merece ser controlado en su capacidad de procreación, luego diezmado con inoculaciones, finalmente exterminado, para que no siga ultrajando la belleza del planeta (y todo intento de representar esa belleza se les antoja sacrílego, por proceder de un ser odioso e irredento al que conviene ‘cancelar’, para que su dios resplandezca incontaminado, incólume, intacto, intangible). Como nos recordaba Chesterton, lo que llamamos ideas nuevas no son más que viejas herejías disfrazadas de novedad; y, llegada esta fase terminal de la Historia, las viejas herejías son proclamadas por botarates sistémicos que la plutocracia emplea como mamporreros de sus planes satánicos.

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