¿Qué hacemos con el miedo?

Alberto Tena *

El miedo es un sentimiento que ha utilizado el poder como amenaza ante los conflictos. Las seguridades que se habían logrado con el Estado de Bienestar van desapareciendo con la globalización. Esta nueva etapa nos exige desarrollar modelos alternativos para recuperar una sociedad más equitativa.

Que entre los sentimientos más importantes que gobiernan nuestras vidas esté el miedo parece algo que podríamos asegurar sin el apoyo de muchos datos ni contrastados análisis. En la actualidad, se han acuñado conceptos como posverdad para intentar hablar de los populismos, y tratar así de identificar la supuesta irracionalidad de estos sentimientos en política. Pero la verdad es que estos siempre han estado presentes, y entre ellos el miedo y la búsqueda de seguridades, que, como estamos viendo ahora mismo en la campaña electoral francesa, sigue estando en el centro de los problemas europeos.

Para el psicoanálisis, el miedo se produce cuando la angustia, la pulsión del cuerpo sin objeto, encuentra un objeto al que agarrarse. Cuando las personas relacionan directamente la angustia que sienten con algo específico y permanente, la angustia se constituye en una fobia. La fobia aparece para atar ese conflicto entre la pulsión y su representación, su identificación con un objeto concreto que se ata a tu identidad. Cuando vemos que la mayor parte de los derechos y seguridades que tenemos a nuestro alrededor se desmoronan, el miedo puede manifestarse en fobia;  como la xenofobia, miedo al extranjero, con la que se está dando una respuesta en todo Occidente en estos momentos. Esta angustia en torno a la que se constituye el miedo es de esas emociones que se vuelven muy pegajosas a nuevas representaciones y que mucho tienen que ver en general con la gente que tiene poca seguridad material a la hora de afrontar el futuro. Por eso, en general, la búsqueda de seguridad y protección ha estado tradicionalmente muy vinculada a las demandas del movimiento obrero y de los colectivos con menos poder social.

Cuando hablamos de seguridad, a secas, pensamos en un posible Ministerio de Seguridad y Defensa, que nos proteja frente a otros externos, y, en los últimos tiempos, se nos vienen a la cabeza con gran preocupación Marine Le Pen y Donald Trump. Desde el primer día que escuchamos hablar de ellos, la seguridad y protección de sus nacionales frente a los extranjeros mexicanos o islámicos, o contra la globalización y la Unión Europea y sus oligarquías, ha sido la bandera que ha ondeado en cada uno de sus discursos. La seguridad como bandera para construir comunidades políticas cerradas, con menos derechos y menos democráticas. El temor, la inseguridad, la percepción del riesgo son características de las sociedades humanas que no podemos simplemente relegar al núcleo de construcción del fascismo, e incluso rechazar como emociones oscuras.

Ya se sabe, el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento, el sufrimiento al lado oscuro. En algún momento de esa cadena es fundamental hacernos cargo de estos sentimientos colectivos. Estas emociones han sido en realidad uno de los ejes fundamentales en torno a los que se han construido muchas de las instituciones más útiles y avanzadas para el movimiento obrero y para las personas con menos poder en nuestras sociedades.

“Seguridad Social” probablemente pueda significar cosas distintas para personas distintas, pero en general tenemos la idea de que trata sobre del deseo colectivo de tener una mayor protección frente a los múltiples problemas de la vida (por lo general en el mercado de trabajo), frente a la enfermedad, a las privaciones materiales y a la incertidumbre; e igual nos acordamos del Fondo de Reserva que vemos en los gráficos cada día en el telediario en bajada continua; y alguna gente, en los colectivos, plataformas y centros sociales, que les han permitido construir pequeños espacios de tejido comunitario; o las familias como último resorte de protección al que acudir cuando algo va mal.  El 17 de noviembre de 1881, en el célebre discurso de Bismarck en el Reichstag, en el que se dijo eso de “es necesario un poco de socialismo para evitar tener socialistas”, en realidad, también se reconoció por primera vez colectivamente la misión de responsabilizarse del cuidado de todos los miembros de la sociedad sin que fuera la caridad la que tuviera que ocuparse de ello.

En los siguientes años se fueron adoptando una serie de leyes sobre seguros contra los accidentes de trabajo, la invalidez y la vejez, y un sistema legislativo del que todavía hoy el sistema alemán conserva muchas de las características. Si tuviéramos que encontrar una única frase para definir el espíritu de lo que han sido los Estados de Bienestar de la posguerra, nos quedaríamos con la definición de Lord Beveridge según la cual todos los países democráticos avanzados deberían aspirar a poder garantizar a todos los ciudadanos la “seguridad de la cuna a la tumba”.

Actualmente nos enfrentamos a nuevos riesgos sociales: la globalización, el desempleo tecnológico, el fenómeno de los trabajadores pobres, los cambios en los roles familiares debido a la incorporación masiva, si bien incompleta y precarizada, de las mujeres al mercado de trabajo, el envejecimiento de la población y la inmensa cantidad de trabajo de cuidados socialmente necesarios que esto conlleva, el desempleo juvenil, o, en el caso español en especial, la extensísima pobreza infantil. Los sistemas de “seguridad social” bismarckianos nunca se imaginaron que podía suceder algo como la aparición de los trabajadores pobres. El pleno empleo y una familia (unas mujeres) constituían las bases para el bienestar. Pero ese sistema de Bienestar no está pensado para los problemas a los que tienen que hacer frente la mayoría de la población porque está construido bajo supuestos sociales que ya no se corresponden con la realidad: el pleno empleo como normalidad a partir de la cual se consolidan derechos; y la familia, fundamentalmente un grupo de mujeres, como institución que se iba a encargar de las tareas que permiten sostener una vida que pueda ser después empleada por alguien en el mercado de trabajo, para producir valor, ganar dinero, estatus social y de ahí una serie de derechos y condición de ciudadanía.

Una de las propuestas de mayor calado en cuanto a cambio de perspectiva en relación a las políticas que tienen que llevar cabo los Estados de Bienestar para afrontar estos nuevos riesgos es la de la Renta Básica. Y aunque tradicionalmente sus defensores hayan puesto el acento en su capacidad de generar mayor libertad (real) para las personas, la seguridad, es también uno de los elementos clave. De los diferentes proyectos piloto que se han puesto en práctica en todo el mundo, uno de los más famosos es el que se hizo entre 1974 y 1979 en Dauphin, Canadá. El experimento consistió en proporcionar una renta de forma incondicional a toda la población con un cálculo inversamente proporcional a los ingresos que cada persona percibía por su empleo. La mayor estudiosa de lo que ahí sucedió es la economista Evelyn L. Forget, que realizó un trabajo especialmente profundo en lo que tiene que ver con el análisis de variables vinculadas a la salud, hospitalizaciones, salud mental etc. Todos esos indicadores mostraron mejoras considerables, pero no exclusivamente entre los individuos que recibían finalmente esa renta.

Cuando Evelyn Forget trató de explicar por qué sucedía esto también entre las personas que no estaban recibiendo esos ingresos — su salario superaba el umbral establecido en ese momento– dijo que la clave era que esta renta que se garantizaba a las personas era percibida por los ciudadanos como una especie de póliza de seguros contra la pobreza en el futuro, y era esto lo que activaba toda una serie de mecanismos virtuosos vinculados a la salud en toda la zona de Dauphin. Las políticas de protección social deben ocuparse tanto de quienes ahora mismo están en situaciones de privación total y son los más vulnerables, que se entiende normalmente como los sujetos de las políticas de protección social, como de quienes en este momento están mejor, pero tienen la necesidad de sentirse seguros ante la posibilidad de circunstancias adversas en algún momento de su ciclo vital.

La seguridad ha sido una de las ideas fundamentales que ha sido capaz de organizar el orden político surgido de entreguerras que ahora está en crisis. La existencia de una subjetividad organizada, capaz de imaginar horizontes vitales sin demasiados sobresaltos, ha sido una de las claves que ha permitido mantener y proyectarse a la mayoría hacia posibilidades de progreso personal y colectivo.  Este imaginario de seguridad se ha perdido para una gran parte de la población, y es probable que sea tarea nuestra reconstruirlo, hacernos cargo de estos sentimientos colectivos para tratar de darnos una respuesta.

Socializar las tareas de cuidados como un derecho, una renta básica que nos asegure la existencia material a todo el que viva en el territorio, abrir todas las posibilidades de generar vínculos colectivos que nos ayuden a construir ese sentimiento de comunidad son tareas que no tienen que ver exclusivamente con la justicia social, ni solo con el progreso económico, sino que probablemente traten sobre una de las pocas garantías de construir un orden nuevo, capaz de sostener la vida de las personas en uno de los momentos de mayor incertidumbre global.  En 2011 el colectivo Juventud Sin Futuro declaraba que la única forma de afrontar ese futuro incierto, sin casa, sin curro y sin pensión, era quitarse el miedo. Entonces sonó a una afirmación, pero probablemente es una necesidad, apartar el miedo sigue siendo una tarea política fundamental.

* Alberto Tena – Licenciado por la Universidad Complutense de Madrid, es Politólogo especializado en Políticas Públicas y Sociales. Actualmente trabaja como técnico en el Congreso de los Diputados para el Grupo Confederal Unidos Podemos-En Comú Podemos- En Marea.

Fuente: http://ctxt.eshttp://www.sinpermiso.info – 5/09/2017

 

 

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