Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de Una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
www.tomdispatch.com – 10-4-17
Publicamos una síntesis de un largo artículo de la pluma de un investigador muy comprometido en el intento de construir otro Estados Unidos, que demuestra que existen allí muchas personas críticas del sistema imperante.
Los objetos de teflón* de nuestro mundo estadounidense
En nuestra época, la guerra, al igual que el presupuesto del Pentágono y el poder cada día mayor del estado de la seguridad nacional, ha sido vacunada contra el virus de la participación ciudadana, por lo tanto contra cualquier forma significativa de crítica o resistencia. Es un proceso que vale la pena considerar ya que nos recuerda que en Estados Unidos estamos verdaderamente en una nueva era, ya sea la de los plutócratas, administrada por los plutócratas y para los plutócratas o la de los generales, administrada por los generales y para los generales –aunque, claramente, no la del pueblo, administrada por el pueblo y para el pueblo–.
Después de todo, durante más de 15 años, las fuerzas armadas de Estados Unidos han estado combatiendo guerras fracasadas o a punto de estarlo –enfrentamientos que solo parecen propagar el fenómeno (el terrorismo) que supuestamente deben erradicar– en Afganistán, en Iraq, más recientemente en Siria, intermitentemente en Yemen y otros sitios en todo el Gran Oriente Medio y regiones de África. En las últimas semanas, la población civil de esas tierras distantes ha visto cómo mueren cada vez más personas (sin que eso mereciera –como sucede periódicamente desde hace unos años– demasiada atención aquí, en casa).
Mientras tanto, los generales de Trump han estado intensificando calladamente esas guerras. Cientos, posiblemente miles, de soldados estadounidenses adicionales y unidades de operaciones especiales están siendo enviados a Siria, Iraq y la vecina Kuwait (sobre estos movimientos de tropas, el Pentágono ya no proporciona cifras, ni siquiera aproximadas); los ataques aéreos estadounidenses se han incrementado en toda la región; el comando de EEUU en Afganistán pide refuerzos; los ataques de EEUU con drones han establecido un nuevo récord de intensidad en Yemen; Somalia puede ser el próximo objetivo de misiones e intensificación; y todo parece indicar que Irán ya está en la mira de Washington. En este contexto, vale la pena señalar que aun con la significativa presencia en la calle de grupos de manifestantes contrarios a Trump, ninguno de ellos encara la cuestión de las guerras de Estados Unidos.
En respuesta, muchos en los medios y otros sitios empiezan a tratar a esos generales como si fuesen los únicos ‘adultos’ en el espacio Trump. De ser así, decididamente se engañan. ¿Por qué, entonces, estarían intensificando sus guerras de un modo tan conocido para quienes hayan estado prestando atención durante los últimos 15 años, esto es, recurriendo una vez más a lo que no ha funcionado en todos esos años? ¿Quién no siente cierto escalofrío cuando la palabra “oleada” comienza a asociarse otra vez con la posibilidad de mandar a Afganistán a algunos miles más de soldados estadounidenses? Después de todo, con 15 años de penosas lecciones, ya sabemos cómo acaba esta historia. La pregunta es: ¿por qué no lo saben los generales?
Y aquí surge otra pregunta que debería uno hacerse (y no la hace) en el siglo XXI de Estados Unidos. ¿Por qué un esfuerzo bélico que ya ha costado billones de dólares al contribuyente de este país no supone la menor movilización del pueblo de EEUU? ¿Nada de impuesto de guerra, bonos de guerra, apoyo a la guerra, huertas para la victoria, algún tipo de sacrificio o, en esta cuestión, una crítica seria, manifestaciones o resistencia? Tal como de verdad ha sido desde Vietnam, tanto la guerra como la seguridad nacional de Estados Unidos son cuestiones que deben dejarse a los profesionales, aunque hayan demostrado un evidente amateurismo.
Y aún hay otra pregunta: con un movimiento de oposición preparándose para los temas nacionales, ¿continuarán nuestras guerras, las fuerzas armadas y el sistema de la seguridad nacional siendo los objetos de teflón de nuestro mundo estadounidense? ¿Por qué, con la única excepción del presidente Trump (y en su caso, solo cuando se mencionan las agencias de seguridad que han tratado con él), nadie –salvo pequeños grupos de veteranos contra la guerra y un número minúsculo de activistas tan resueltos como los anteriores– cuestiona el estado de seguridad nacional, aunque sus actividades puedan crear un vasto abanico de estados fallidos y un infierno de movimientos terroristas y poblaciones sin contención?
La era de la desmovilización
En el caso de las guerras estadounidenses, hay una historia que explica cómo acabamos en esta situación. No existen dudas de que comenzó en los últimos años de la guerra de Vietnam, cuando el alto comando de EEUU –resistido por unas fuerzas armadas en estado de virtual sublevación– decidió que debía acabarse con el servicio militar obligatorio. Lo que se necesitaba, creyeron los altos jefes, era un ejército de “voluntarios” (que, para ellos, significaba unas fuerzas armadas en las que no hubiera cuestionamiento alguno).
En 1973, el presidente Nixon accedió y puso fin al servicio militar obligatorio, el primer paso hacia la recuperación del control de un ejército de ciudadanos rebeldes y una población díscola. En las décadas siguientes, las fuerzas armadas serían transformadas en algo cercano a una legión extranjera de Estados Unidos –aunque muy pocas personas usarían estas palabras–. Además, en los años que siguieron al 11-S, ese ejército de voluntarios empezó a albergar en su seno a una segunda fuerza armada, mucho más secreta, de 70.000 militares: el Comando de Operaciones Especiales. Miembros de este cuerpo de elite –al que podría considerarse el ejército privado del presidente– son habitualmente enviados a destinos en cualquier lugar del mundo para adiestrar legiones extranjeras y cometer acciones que, en el mejor de los casos, son a medias conocidas por el pueblo estadounidense.
En esos años, buena parte de los estadounidenses ha sido convencida de que el secretismo es un aspecto fundamental de la seguridad nacional; que lo que sepamos acabará haciéndonos daño; y que la ignorancia del funcionamiento de nuestro propio Estado –sumido hoy en la penumbra del secretismo– nos protege del “terror”. En otras palabras: el conocimiento es peligroso y la ignorancia, seguridad. Sin embargo, tan orwelliano como puede sonar, esto se ha convertido en lo normal en el Estados Unidos del siglo XXI.
Que el gobierno deba tener el poder de vigilarnos en estos momentos es apenas un dato de la realidad; que nosotros debamos tener el poder de vigilar (o simplemente controlar) a nuestro propio gobierno es un lujo de otros tiempos. Esto ha demostrado ser una fórmula eficaz para arribar a la desmovilización que define a esta época, aunque encaje bastante mal con cualquier descripción normal del funcionamiento de una democracia o con la hoy excesivamente anticuada creencia de que una sociedad informada (en contraposición a una sociedad no informada, o incluso desinformada) es decisiva para el funcionamiento de tal gobierno.
Por otra parte, mientras los más altos funcionarios de la administración Bush lanzaban su Guerra Global Contra el Terror después del 11-S, seguían obsesionados por los recuerdos de la movilización por Vietnam. Ansiaban unas guerras en las que no hubiera periodistas curiosos, ni horribles recuentos de bajas, ni bolsas con cadáveres volviendo a casa que provocarían manifestaciones ciudadanas. En su mente, para el público estadounidense solo habría dos papeles disponibles. El primero respondía a la memorable exhortación del presidente George W. Bush: “Ir a Disney World, en Florida, con vuestra familia y disfrutar de la vida del modo que nosotros queremos que se disfrute” –en otras palabras, ir a comprar al centro comercial–. El segundo, era agradecer eternamente y elogiar a los “guerreros” estadounidenses por sus hazañas y sacrificio. Para mejor o para peor (invariablemente, acabaría siendo para peor), sus guerras debían ser sin pueblo y libradas en tierras remotas, de modo que no alteraran la vida de Estados Unidos, otra fantasía de nuestra época.
La cobertura mediática de estas guerras debía ser cuidadosamente controlada: periodistas “incrustados” en las unidades militares; las bajas (estadounidenses) mantenidas en el menor número posible; y las propias acciones militares realizadas en secreto, “inteligentes” y cada vez más robóticas (de ahí, los drones) con la muerte centrada exclusivamente en el enemigo. En resumen, la guerra “a la americana” debía transformarse en algo inimaginablemente aséptico y distante (es decir, si uno vive a miles de kilómetros de ella y puede comprar a lo loco). Además, el recuerdo de los ataques del 11-S ayudó a hacer potable cualquier cosa que Estados Unidos hiciera a partir de entonces.
En esos años, la consecuencia en casa sería una época de desmovilización. La única excepción –tal vez sea la que algún día intrigue a los historiadores– serían los pocos meses anteriores a la invasión de Iraq por parte de la administración Bush, cuando cientos de miles de estadounidenses (millones, en el mundo) de repente salieron a la calle para manifestarse una y otra vez. Sin embargo, eso acabó con la invasión misma y frente a un gobierno resuelto a no escuchar.
Aún está por verse si acaso en el Estados Unidos de Trump, con esa sensación de pérdida de vigor de la desmovilización, la política guerrera estadounidense y la de privilegiar a las fuerzas armadas volvieran a convertirse en el blanco de la movilización popular. ¿O acaso Donald Trump y sus generales de teflón tendrán las manos libres para hacer lo que se les antoje en el extranjero, pase lo que pase en casa?
En muchos sentidos, desde su fundación Estados Unidos ha sido una nación hecha por las guerras. En este siglo, la pregunta es: ¿podrían su ciudadanía y su forma de gobierno ser deshechas por ellas?
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Nota: Todos conocemos el teflón, ese recubrimiento plástico en sartenes y otros utensilios de cocina que evita que se peguen las comidas. Ronald Reagan, que supo ser presidente de Estados Unidos, fue llamado “el presidente de teflón” porque nada de lo que hizo le afectó nunca. (N. del T.)