Cristiandad y Edad Media
Por Padre Alfredo Sáenz*
(Ver la parte III acá)
Última Parte (IV). Notas Características de la Cristiandad Medieval
Podemos señalar cuatro notas que especifican la Cristiandad de la Edad Media, y la contradistinguen de otros períodos de la historia:
1. Centralidad de la Fe
La sociedad medieval, a pesar de la clara distribución de sus estamentos, de que hablaremos en otra conferencia, constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe. Lo que creía el aldeano, el mendigo y hasta el criminal, era lo que creía el Emperador y el Papa. Precisamente en esto se funda el comunista italiano Antonio Gramsci para explicar por qué la Iglesia logró formar en la Edad Media lo que él llama “un bloque histórico”: aquello que creía Santo Tomás era lo mismo que creía la viejita analfabeta, a pesar del diverso nivel de penetración en el contenido doctrinal. El lenguaje común de la fe, aprendido en el catecismo, colocaba al noble, al aldeano y al artesano en idéntica relación con Dios; y era dicho lenguaje el que estaba en el origen de la ciencia, del arte, de la música y de la poesía. Desde el sacramento del matrimonio hasta la consagración del Emperador, la vida social estaba impregnada de espíritu religioso.
La fe era el centro de todo. Daniel-Rops ha explicitado esta afirmación tan escueta. Si se trataba de la organización política, dice, ésta era, en su sustancia, absolutamente inescindible de la fe cristiana. ¿Sobre qué reposaba, en efecto, el vínculo feudal que unía al siervo con su señor sino sobre una fórmula religiosa, sobre un juramento pronunciado sobre el Evangelio? ¿Quién confería al Emperador y a los Reyes su carácter de vicarios de Dios sobre la tierra en lo que atañe al orden temporal, sino la consagración litúrgica?
Y si se trataba de la vida social, era en última instancia el Cristianismo quien asignaba a cada uno de los estratos de la sociedad su papel en la prosecución del bien común, así como el que proclamaba las exigencias de la justicia en la relación entre artesanos y aprendices, entre señores y aldeanos.
La misma actividad económica no era independiente de la enseñanza de la Iglesia, en su condena de la especulación y la usura, y en el ejercicio de lo que se dio en llamar “el justo precio”.
Asimismo en el orden doméstico fue la Iglesia la que estableció firmemente el valor sacramental de la familia, fundamento de la fecundidad, el mutuo amor y la indisolubilidad del matrimonio.
Y precisamente por ser católica, es decir, universal, la Iglesia despertó también en la sociedad esa ansia de expansión que tanto caracterizó a la Edad Media, tal cual se manifestó no sólo en el impulso apostólico y misionero de las Órdenes Mendicantes sino también, y sobre todo, en aquella epopeya, única en su género, y sostenida durante casi dos siglos, que fue la Cruzada.
La fe constituyó asimismo el basamento de la actividad intelectual, de la filosofía y del arte. Como dijo San Bernardo, “desde que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, habita también en nuestra memoria y en nuestro pensamiento” [31].
Por supuesto que en la Edad Media se cometieron graves pecados, pero quienes así obraban tenían, indudablemente, el sentido del pecado, sabían que ofendían a Dios. Entre los relatos de la época se incluye el caso de aquel Caballero del Barrilito que, cuando ya no pudo más de blasfemias y de crímenes, se fue a buscar a un ermitaño y recibió por penitencia la orden de llenar de agua un pequeño barril; durante semanas y semanas trató de llevar a cabo aquella orden, tan fácil, en apariencia, pero era en vano. Cuantas veces sumergía el recipiente en algún arroyo, inmediatamente se vaciaba. Sólo el día en que el verdadero arrepentimiento hizo que cayera una lágrima de sus ojos, el barrilito se llenó hasta desbordar. Ese sentido del pecado que encaminaba al confesionario a los penitentes, era el mismo que lanzaba por los caminos de la peregrinación a incontables arrepentidos, y que suministraba a los trabajos de las catedrales numerosos obreros voluntarios que buscaban así la purgación de sus faltas.
La sociedad medieval fue, pues, una sociedad anclada en la fe, teocéntrica, que hizo suya la enseñanza de San Agustín acerca de lo que debe ser una ciudad católica, fundada en el primado de Dios sobre todo lo que es terrenal. Aquellos hombres, escribe Dawson, “no tenían fe en sí mismos ni en las posibilidades del esfuerzo humano, sino que ponían su confianza en algo más que la civilización, en algo fuera de la historia” [32]. El fin último de la existencia era suprahistórico, la contemplación de Dios después de la muerte, la visión beatífica.
P. L. Landsberg lo expresa de otra manera: La vida del hombre medieval, afirma, estaba totalmente determinada en su estilo por una idea clara acerca del sentido de la vida, ese sentido cuya desaparición hace la desgracia del mundo moderno; o, en expresión de Guardini, por el primado del “logos” sobre el “ethos”, el primado del ser sobre el devenir [33].
Es esta centralidad de la fe lo que explica el rechazo generalizado y casi instintivo de la herejía. Aquellos cristianos medievales no podían soportar las blasfemias de los herejes. Y no sólo por lo que ellas tienen de ofensa a Dios, sino también, aunque secundariamente, por sus consecuencias en el orden temporal. Dado que el entero régimen sociopolítico descansaba sobre la fe, la herejía, más allá de ser un pecado religioso, aparecía igualmente como un atentado contra la sociedad. Cuando los Albigenses, por ejemplo, condenaban la licitud del juramento, estaban vulnerando los soportes mismos de la arquitectura social del Medioevo, que reposaba precisamente sobre la firmeza de aquél.
Por cierto que no era el Estado quien tenía la misión de pronunciarse sobre las verdades de la fe y los errores de las herejías sino las autoridades de la Iglesia, en lo que estaban de acuerdo el poder espiritual y el poder temporal. Así fue como se creó el tribunal de la Inquisición. Hoy el común de la gente se escandaliza de que haya existido una institución semejante. Sobre ella habría mucho que decir, pero contentémonos aquí con recordar lo que asevera Daniel-Rops, es a saber, que para comprenderla se requiere ponerse en la perspectiva de la época, cuando la sociedad aceptaba como obvio lo que Santo Tomás enseñaba desde la cátedra: “Mucho más grave es corromper la fe, que es la vida del alma, que falsificar la moneda, que sirve para la vida temporal” [34]. Y por aquel entonces los gobiernos castigaban severamente a los falsificadores de moneda [35].
2. Predominio del Símbolo
En un excelente curso que el Dr. Félix Lamas dictara sobre la Cristiandad, se dice que la historia ha conocido tres sistemas explicativos de la arquitectura social.
Existieron, ante todo, sociedades fundadas en el mito, es decir, que hacían depender de tal o cual mito sus valoraciones fundamentales, su concepción de la vida del hombre y de su historia. Ello acaeció –y de algún modo sigue acaeciendo– sobre todo en Oriente, particularmente en la India. Seria injusto despreciar lisa y llanamente tales sociedades. Con frecuencia esos mitos fundacionales, a pesar de los errores que incluyen, no carecen de grandeza y armonía, constituyendo verdaderos sistemas poético-religiosos. Señala Lamas que posiblemente dicha dignidad sea explicable por la proximidad geográfica de aquellas regiones con el territorio en que tuvo lugar la revelación primitiva, y de donde partió luego la dispersión de los pueblos.
Están, asimismo, las sociedades fundadas en la razón. La primera de ellas apareció quizás con Aristóteles, cuya enseñanza determinó en Grecia el triunfo de la razón sobre el mito. Asimismo el Imperio Romano fue una sociedad racional –que no hay que confundir con “racionalista”– ya que allí la razón se encarnó en la organización social. De ahí que el triunfo de la Roma imperial y universalista significase la victoria política de la razón, que al triunfar socialmente sobre el mito fue preparando a los pueblos para recibir el misterio. Lo racional que vence a lo mítico entraña un auténtico progreso. Porque el mito es estático, no evoluciona; en cambio la razón, por tener que estar atenta a las mutaciones de lo real, implica posibilidad de desarrollo, de profundización [36].
Finalmente hay sociedades fundadas en el misterio. Siendo éste la explicitación más rica de lo real, de la verdad revelada, las sociedades que en él se basan serán más perfectas. Históricamente la primera sociedad que encarnó el misterio en su tejido social fue la judía. Dios se manifestó al pueblo que había escogido, estableciendo con él una alianza sobre la base de esa revelación mistérica. Es asimismo una sociedad de este género la islámica, si bien en ella lo mistérico se mezcla con lo mítico. Nos queda –y acá arribamos al tema de nuestro especial interés– la sociedad fundada sobre el misterio plenario, la Cristiandad. Pero, como bien concluye Lamas su agudo análisis, dicha sociedad no dejó de lado la razón, sino que entabló un diálogo fecundo entre el misterio y la razón, buscando su armonía. Y, podríamos agregar nosotros, en cierta manera asumió también lo valedero que palpitaba en los antiguos mitos, acogiendo a veces su vocabulario, despegado, como es obvio, de los errores que podía encubrir.
Como el misterio está inextricablemente unido con el ámbito cultual, puédese afirmar que la civilización medieval fue, esencialmente, una civilización litúrgica, en el sentido lato del término, una civilización del gesto y del símbolo.
Sobre este tema nos ha dejado H. Huizinga reflexiones inspiradas [37]. El pensamiento simbólico, dice, se presenta como una continua transfusión del sentimiento de la majestad y la eternidad divinas a todo lo perceptible y concebible, impidiendo que se extinga el fuego del sentido místico de la vida e impregnando la representación de todas las cosas con consideraciones estéticas y éticas. En un mundo semejante cada piedra preciosa brilla con el esplendor de toda una cosmovisión valorativa. Vívese en una verdadera polifonía del pensamiento, en un armonioso acorde de símbolos. El trabajo del humilde artesano se convierte en el eco de la eterna generación y encarnación del Verbo. Entre el amor terrenal y el divino corren los hilos del contacto simbólico [38].
En la misma línea Guardini ha dejado escrito: “El hombre medieval ve símbolos por doquier. Para él la existencia no está hecha de elementos, energías y leyes, sino de formas. Las formas se significan a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso, más alto, y, en fin, la excelsitud en sí misma, Dios y las cosas eternas. Por eso toda forma se convierte en un símbolo y dirige las miradas hacia lo que la supera. Se podría decir, y más exactamente, que proviene de algo más alto, que está por encima de ella. Estos símbolos se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres populares y en la vida social… Según la representación tradicional, el mundo todo tenía su arquetipo en el Logos. Cada una de sus partes realizaba un aspecto particular de ese arquetipo. Los varios símbolos particulares estaban en relación unos con otros y formaban un orden ricamente articulado. Los ángeles y los santos en la eternidad, los astros en el espacio cósmico, las cosas en la naturaleza sobre la tierra, el hombre y su estructura interior, y los estamentos y las funciones diversas de la sociedad humana, todo esto aparecía como un tejido de símbolos que tenían un significado eterno. Un orden igualmente simbólico dominaba las diferentes fases de la historia, que transcurre entre el auténtico comienzo de la creación y el otro tan auténtico fin del juicio. Los actos singulares de este drama, las épocas de la historia, estaban en recíproca relación, e incluso en el interior de cada época, cada acontecimiento tenía un sentido” [39].
Por eso la sociedad medieval sintió la necesidad de expresarse poéticamente, como lo hizo en sus grandes Sumas: la Teológica de Santo Tomás, la Lírica de Dante, la Edilicia de las catedrales… Bien dice R. Pernoud, que a diferencia de los modernos, que ven en la poesía un capricho, una suerte de evasión, y en el poeta un bohemio, un bicho raro, la gente de la Edad Media consideró la poesía como una forma corriente de expresión, como parte de su vida, algo tan natural como las necesidades materiales. Para ellos el poeta era el hombre normal, más completo que el incapaz de creación artística [40].
3. Sociedad Arquitectónica
La respublica christiana de la Edad Media era un cuerpo de comunidades que, partiendo de la familia, pasaba por las corporaciones de oficios, defendidas ambas por los caballeros de espada, y culminaba en la monarquía, reflejo de la monarquía divina, que confería unidad al conjunto del organismo social, sin herir sus legítimas pluralidades. Señala Landsberg que la clave que explica esta visión arquitectónica, tan propia del Medioevo, es la creencia de que el mundo es un cosmos, un todo concertado con arreglo a un plan, un conjunto que se mueve serenamente según leyes y ordenaciones eternas, las cuales, nacidas del primer principio que es Dios, tienen también en Dios su referencia final. Cuando Santo Tomás, el espíritu más grande de los que plasmaron la idea medieval del mundo, quiso definir el propósito de la filosofía, dijo que su finalidad consistía ut in anima describatur totus ordo universi et causarum eius (que en el alma se inscriba todo el orden del universo y de sus causas). El alma era considerada cual un microcosmos, y el orden del alma, un reflejo del orden del universo.
Abundemos en esta idea tan rica. Dios es uno. Y al crear no puede no reflejarse en su obra. Por eso el mundo, que proviene del Dios uno, es en su conjunto –macrocrosmos y microcosmos– no sólo una unidad sino también un universo, es decir, algo que se dirige hacia la unidad (versus unum). En la concepción medieval, fuera de Dios no había cosa alguna que fuese un fin último en sí misma. Cada cosa servía a otra más alta. Así el mundo de los elementos inanimados, junto con el de las plantas y animales, servía al hombre. A su vez, dentro del hombre, lo inferior servía a lo superior: por ejemplo la sensibilidad al entendimiento, los instintos a la razón. En el campo social existía asimismo una jerarquía duradera y sólida hecha de señoríos y servidumbres. Finalmente, la naturaleza toda, comprendidos el hombre, el animal y el ángel, servía a la glorificación del Ser Supremo que los había creado a ellos ya su orden, los conservaba y los guiaba. Todos los seres glorificaban a Dios por su mera existencia y esencia, ya que en ellos se reflejaba la suma bondad. Pero, al mismo tiempo, las criaturas dotadas de razón tendían a Dios como a fin último de un modo especial, pues podían encaminar su vida hacia El por libre decisión y alcanzarlo con conocimiento amoroso [41].
El genial escritor inglés C. S. Lewis, que ha reunido en un libro varias conferencias suyas pronunciadas en Oxford sobre lo que llama “el Modelo medieval”, afirma que en contraposición con nuestra mentalidad, para la cual la tierra es “todo”, en la concepción medieval la tierra era “pequeña”. Toda ella se subordinaba al mundo angélico, dispuesto jerárquicamente en nueve coros, según la enseñanza de Dionisio, y el mundo angélico se subordinaba a Dios. En sentido inverso, la luz venía de lo alto, de Dios, pasaba por los coros angélicos y llegaba a la tierra. Una suerte de escala de Jacob, que va de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. En el pensamiento moderno, que es evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde en la oscuridad; en el mundo medieval ocupaba el pie de una escalera cuya cima era invisible a causa de la abundancia de la luz [42].
El orden medieval era, pues, arquitectónico, una gran catedral. Cada cual sabía que allí donde Dios le había colocado en la tierra, tenía una tarea definida que cumplir, con vistas a un fin perfectamente claro, en la certeza de estar colaborando en una obra que lo superaba. Como se expresa tan garbosamente Huizinga: “El hombre medieval piensa dentro de la vida diaria en las mismas formas que dentro de su teología. La base es en una y otra esfera el idealismo arquitectónico que la Escolástica llama realismo: la necesidad de aislar cada conocimiento y de prestarle como entidad especial una forma propia, de conectarle con otros en asociaciones jerárquicas y de levantar con éstas templos y catedrales, como un niño que juega al arquitecto con pequeñas piezas de madera” [43].
La Cristiandad fue, así, un tejido de símbolos y de armonías sintetizadoras: el Imperio, símbolo de la universalidad en el campo político; la Iglesia, símbolo de la vocación de unidad salvífica en el ámbito religioso; las grandes Sumas Teológicas y Filosóficas, símbolos de la síntesis lograda en el nivel del pensamiento; la Catedral, con sus agujas apuntando hacia Dios, como toda la sociedad medieval, símbolo de la unidad artística, subordinando a sí la escultura, la pintura, los vitrales y la música; la organización corporativa de los oficios, donde aún no se había iniciado el antagonismo entre capital y trabajo, símbolo de la unidad en el campo económico y social.
El P. Meinvielle ha creído encontrar un compendio luminoso del espíritu arquitectónico y finalista que caracterizó a la Edad Media en aquella frase del Apóstol: “Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo; Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 22-23). Un orden inferior, el de la multiplicidad, en que la multitud del macrocosmos se unifica en el microcosmos que es el hombre (“todo es vuestro”); un orden mediador, que se concentra en Jesucristo (“vosotros sois de Cristo”); un orden final, el de la perfecta consumación (“Cristo es de Dios”). La llave de esta admirable catedral es Jesucristo, el cual, siendo Dios, se hizo hombre, y desde abajo arrastró hacia Dios a todas las cosas que habían salido de su mano creadora. El es la recapitulación del universo [44].
4. Época Juvenil
La Edad Media fue una época de exuberancia. Lo fue, ante todo, desde el punto de vista demográfico, ya que experimentó un permanente y nunca detenido incremento de población. Pero lo fue también por el empuje de su gente, contrariamente a lo que muchos creen. A este respecto señala Calderón Bouchet que frecuentemente se piensa en la Cristiandad como si hubiese estado dominada por una especie de quedantismo o platonismo ejemplarista, decididamente opuesto a la menor veleidad de cambio. Nada más ajeno a la realidad de ese período histórico. “La imagen de un orden fijo e inamovible viene sugerida por el carácter paradigmático y eterno del objeto del saber teológico y la visión teocéntrica del mundo inspirada por su cultura. La vida medieval conoció un fin y una tendencia inspiradora única: el Reino de Dios, pero ¡cuánta diversidad y qué riqueza en los movimientos accidentales para lograrlo!” [45].
La Edad Media estuvo acuciada por un fecundo pathos. Fue una época juvenil, aventurera, que quiso gozar de la vida; sus hombres sabían divertirse, jugar y soñar. No deja de ser sintomático que en los tratados de moral de aquel tiempo, encontremos enumerados ocho pecados capitales, en lugar de los siete conocidos. ¿Y cuál es el octavo? Nada menos que la tristeza, tristitia. El hombre medieval era capaz de gozar porque estaba anclado en la esperanza. Sabía que si el pecado lo podía perder, la Redención lo salvaba. Bien escribe Drieu la Rochelle: “No es a pesar del cristianismo, sino a través del cristianismo que se manifiesta abierta y plenamente esta alegría de vivir, esta alegría de tener un cuerpo, de tener un alma en ese cuerpo […], esta alegría de ser” [46].
La Edad Media llevó muy adelante el sentido del humor. Aquellos hombres tenían el sentido del ridículo y en todo era posible que hallasen motivo de gracejo. Expresiones de dicho humor se las encuentra en los lugares más inesperados, por ejemplo en las sillas de coro de las iglesias, donde a veces el artesano reprodujo imágenes de canónigos representados con rasgos grotescos o posturas ridículas. Nada escapó a esta tendencia, ni siquiera lo que aquella época juzgaba como más respetable. Los dibujos y miniaturas que han llegado hasta nosotros revelan una simpática malicia e ironía. Evidentemente, esos hombres sabían mezclar la sonrisa con las preocupaciones más austeras [47].
A veces las manifestaciones de alegría no eran “tam sanctas”. La Edad Media conoció poetas bastante laxos, por ejemplo los llamados “goliardos”, chacoteros y mal afamados, pero eruditos a su modo, que reflejaban su manera de entender la alegría de vivir en propósitos como éste:
Meum est propositum in taberna mori. Ut sint vina proxima morientis ori. Tunc cantabunt lætius angelorum chori: “Sit Deus propitius huic potatori”.
Me propongo morir en la taberna
con el vino muy cerca de mi boca.
Entonces cantarán más alegremente los coros de los ángeles:
“¡Dios sea clemente con este borracho!”.
A la Edad Media le fue inherente el gozo de la existencia. “En su filosofía, en su arquitectura, en su manera de vivir –escribe R. Pernoud–, por doquier estalla una alegría de ser, un poder de afirmación que vuelve a traer a la memoria aquella expresión zumbona de Luis VII, al que reprochaban su falta de fasto: «Nosotros, en la corte de Francia, no tenemos sino pan, vino y alegría». Palabra magnífica, que resume toda la Edad Media, época en que se supo apreciar más que en ninguna otra las cosas simples, sanas y gozosas: el pan, el vino y la alegría” [48].
No parece, pues, exagerado afirmar que el sentido del humor constituyó una de las claves de la Edad Media. Por algo le cupo a Santo Tomás resucitar el recuerdo de la virtud de la eutrapelia, casi totalmente olvidada en la época patrística, rescatándola del rico arsenal ético de Aristóteles, la virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva [49].
Para Daniel-Rops la Edad Media fue la “primavera de la Cristiandad”. Lo que más impresiona en los años que corren de 1050 a 1350 es su riqueza en hombres y en acontecimientos. Durante aquel lapso de tiempo, grandes multitudes se lanzaron a la conquista del Santo Sepulcro, así como a la reconquista de España, ocupada por los moros, se discutieron espinosos problemas en las Universidades, se escribieron epopeyas y poemas imperecederos, millones de personas recorrieron las rutas de peregrinación, otros se internaron por espíritu de aventura o por celo apostólico en el corazón del África o de la lejana Asia… Fue la época de las iglesias románicas y de las atrevidas naves góticas, de Chartres, Orvieto, Colonia, Burgos, junto a las cuales se erigieron esas otras catedrales del espíritu que fueron la mística de San Bernardo y San Buenaventura, la Suma Teológica de Santo Tomás, las Canciones de Gesta, la Divina Comedia de Dante y los frescos de Giotto.
Asimismo resulta admirable el florecer de la santidad, con Santos tan diferentes entre sí como San Bernardo, Santo Domingo, San Francisco, entre miles; santos en el campo de la política, como los reyes San Esteban, San Luis y San Fernando; santos en el ámbito de la cultura, como San Anselmo, San Buenaventura y Santo Tomás. Se destacaron también notables jefes militares que acaudillaron huestes aguerridas como Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. Y en cuanto a los Sumos Pontífices, hay que reconocer que hubo Papas admirables como Gregorio VII o Inocencio III.
Daniel-Rops cierra su elogio: “Muchos filósofos de la historia, desde Spengler a Toynbee, piensan que las sociedades humanas obedecen, como los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace atravesar unos estados análogos a los que, para el ser fisiológico, son la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos, la humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida, la juventud, con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa y a menudo vana, de combatividad, de fe y de grandeza” [50].
* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.
Notas:
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