La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida. Resistir y atacar, en la obra de Santo Tomás de Aquino – Parte IV – Por Padre Alfredo Sáenz

La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida. Resistir y atacar, en la obra de Santo Tomás de Aquino. Por Padre Alfredo Sáenz

Parte IV – Los dos actos de la fortaleza

Solo el que realiza el bien, enfrentando el daño y lo espantoso, es verdaderamente valiente. Pero el “hacer frente” a lo espantoso presenta dos posibilidades que sirven de base a los dos actos capitales de la fortaleza: la resistencia y el ataque.

El acto más propio de la fortaleza, su actus principalior, no es el atacar, sino el resistir, dice Santo Tomás (II-II,123,6). S. Tomás no piensa en modo alguno que el acto de resistir posee de por sí un valor más alto que el del ataque, ni afirma tampoco que en la resistencia se manifiesta siempre más valor que en el ataque. ¿Qué puede significar entonces con esa afirmación? No otra cosa sino que el “lugar” propio de la fortaleza es ese caso ya descrito de extrema gravedad en que la  resistencia es, objetivamente, la única posibilidad que queda de oponerse; y que sólo y definitivamente en tal situación es donde muestra la fortaleza su verdadera esencia. La posibilidad de que el hombre se vea en trance de ser herido o incluso de morir en su conato por realizar el bien, mientras la iniquidad emerge prepotente y pisoteadora, forma parte de la imagen del mundo de S. Tomás y del cristianismo en general, posibilidad que se ha esfumado, en cambio, de la imagen del mundo del liberalismo ilustrado.

Pero ¿acaso el acto de resistencia no es algo meramente pasivo? S. Tomás se hace cargo de esta objeción; si la fortaleza es una perfección, dice, no puede ser su acto propio el resistir, ya que la resistencia es pasividad pura y siempre lo activo del obrar sobrepasa en perfección a lo pasivo del sufrir. En su respuesta advierte que el momento de la resistencia implica una enérgica actividad del alma, un fortissime inhaerere bono o valerosísimo acto de perseverancia en la adhesión al bien; y sólo de este acto lleno de valentía se nutre la energía que da ánimo al cuerpo y al alma para sufrir el ultraje de ser herido o muerto (II.II, 123,6, ad 2).

El carácter resistente de la fortaleza exige la virtud de la paciencia, que para S. Tomás es un ingrediente necesario de la fortaleza. La causa de que esta coordinación de paciencia y fortaleza nos parezca absurda no reside sólo en el hecho de que hoy tendemos a entender en un sentido fácilmente activista la esencia de la fortaleza, sino sobre todo en el hecho de que para nosotros la virtud de la paciencia ha venido a significar – como antítesis de lo que fue para la teología clásica – una tendencia a cruzarse de brazos, poniendo cara de “víctima”, consumido por la aflicción, falto de alegría y a la espera de todo género de mal que le salga al paso, cuando no es que se lanza a buscarle por propia iniciativa. Pero la paciencia es algo completamente diverso de la irreflexiva aceptación de toda suerte de mal: “paciente es no el que no huye del mal, sino el que no se deja llevar en presencia del mismo a un desordenado estado de tristeza” (II-II, 126,4, ad 2). Ser paciente significa no dejarse arrebatar la serenidad ni la clarividencia del alma por las heridas que se reciben mientras se hace el bien. La virtud de la paciencia no es incompatible con una actividad que enérgicamente se mantiene adherida al bien, sino que sólo es incompatible con la tristeza y el  desorden del corazón (I-II, 66,4, ad 2; II-II, 128,1).

De ahí que los dos actos precipuos de la fortaleza son acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás inesperadamente. ¿Cómo? ¿No es mejor siempre la ofensiva que la defensiva, la actividad que la pasividad? Santo Tomás parece apocado, parece aconsejar agacharse y aguantar más bien que atacar; y el mundo siempre ha tenido el ataque por más valeroso que el simple aguante.

Santo Tomás tiene por más a la paciencia que al arrojo; pero no excluye el arrojo cuando es posible, al contrario; con otra proposición paradojal dice que la ira trabaja con la fortaleza y hace parte de ella.

En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el sacrificio.He aquí que os envío como corderos en medio de lobos (Mt 10,16). El acto supremo de la virtud de la fortaleza es el martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio “triunfo” y no derrota.

La paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu se vea quebrantado por la tristeza y pierda así su grandeza: “ne frangatur animus per tristiam et decidat a sua magnitudine” (II-II, 128, 1). Como se ve, la paciencia no es el reflejo empañado por las lágrimas de una vida “deshecha”, sino la característica señorial de una invulnerabilidad invicta. La paciencia es, como dice Hildegardo de Binge, “la columna que ante nada se doblega” (Scivias, III, 22). Y S. Tomás, basándose en la Sagrada Escritura (Lc 21,19), lo dice con impecable señorío: “Por la paciencia se mantiene el hombre en posesión de su alma” (II-II 136,2, ad 2).

El que es valeroso, precisamente por serlo, es también paciente. Pero no a la inversa: la paciencia no implica la totalidad de la virtud de la fortaleza (I-II, 66,4, ad 2; Virt.card. 1, ad 4), así como no lo implica el mero acto de resistencia, al que la paciencia se ordena. Porque el valiente no sólo sabe soportar el mal, sin perder la serenidad, cuando aquél es inevitable, sino que también no vacila en “abalanzarse” (insilire) acometedoramente sobre él y desviarlo cuando puede tener sentido hacerlo. A esta segunda eventualidad se ordena, como actitud interna del valiente, la disposición para el ataque: la animosidad, la confianza en sí mismo y la esperanza de la victoria.

Con la segunda cara de la fortaleza se coliga la virtud de la ira. La relación positiva que según S. Tomás guarda la ira (cuando es justa) con la virtud de la fortaleza, se ha convertido también en algo ampliamente incomprensible para el cristianismo actual y sus censores no cristianos. Esta falta de comprensión se debe en parte a la influencia de una suerte de estoicismo espiritualista que ha excluido prácticamente de la moral cristiana el momento de lo pasional, como si fuese algo extraño e inconciliable con ella; pero también se explica, en cierto modo, por la circunstancia de que la actitud explosiva que se manifiesta a través de la ira es la antítesis natural de una valentía sofrenada “a la burguesa”. S. Tomás, encontrándose libre tanto del uno como del otro extremo, afirma: fortis assumit ad actum suum el valiente uso de la ira en el ejercicio de su propio acto, sobre todo al atacar; “porque el abalanzarse contra el mal es propio de la ira, y de ahí que pueda ésta entrar en inmediata cooperación con la fortaleza” (II-II, 123,10, ad 3).

La ira recta arroja al hombre recto al ataque, o al menos lo mantiene en su puesto: “airaos sin pecar” dice San Pablo (Efesios 4, 26), de lo cual él dio grandes ejemplos, o sea, indignaos ante el mal sin frenesí ni desorden. El hombre que no puede indignarse no es hombre, ni tampoco mujer: es un cuitadillo. La recta indignación es el permanente motor del paladín: ella presta y aumenta las fuerzas.

Vamos viendo como la doctrina clásica de la fortaleza rebasa el estrecho círculo de las ideas convencionales hoy vigentes no sólo por lo que respecta al papel de lo “pasivo”, de la paciencia, sino también en lo que refiere al mencionado momento “agresivo” de dicha virtud, fruto de la ira.

Ello no obstante, debe quedar bien sentado que lo más propio de la fortaleza no es el ataque, ni la ira, sino la resistencia y la paciencia. Pero no porque la paciencia y la resistencia sean en algo mejor y más perfecto que el ataque y la ira, sino porque el mundo real está constituido de tal forma, que sólo en el caso ya descrito de más extrema gravedad, el cual no deja otro margen a la oposición que la resistencia, puede revelarse la última y más profunda fuerza del alma: amar y realizar el bien, aún en el momento en que amenaza el riesgo de la herida o de la muerte, sin jamás doblegarse ante las conveniencias. La expresión de Cristo: “Mirad, yo os envío como ovejas ante lobos” (Mt. 10,16), designa la situación del cristiano en este mundo, la cual todavía no ha cambiado.

Resistir y atacar, dos modos de comportamiento que, encarándose activamente con el mundo, se aferra al bien y lo practica, librando batalla sin vacilaciones contra la oposición que puedan presentarle la estupidez, la pereza, la maldad o la ceguera.

El propio Cristo, de cuya mortal angustia en Getsemaní se nutre, al decir de los Padres, la fuerza que sostiene al mártir cuando le llega el momento de tener que derramar su sangre por la fe (cf. S. Atanasio, III Contra Arrianos, cap. 57), y cuya vida terrena estuvo hondamente informada por la disposición al holocausto de su persona, al que se dejó conducir “cual cordero al sacrificio”… es el mismo que no vaciló en tomar el látigo y expulsar a los mercaderes del templo; y cuando, en presencia del sumo sacerdote se vio abofeteado por un siervo, no le tendió él “la otra mejilla”, sino que contestó: “Si hablé mal, da testimonio de lo malo; pero si hablé bien, ¿por qué me hieres?” (Jn 18,25).

De manera semejante se comportó S. Pablo cuando, por causa de la libertad con que se expresó, el sumo sacerdote ordenó que se le “golpease en la boca”. A pesar de que su vida estaba ordenada hacia el martirio, no se limitó a sufrir en silencio el ultraje, sino que respondió al pontífice: “¡A ti te golpeará Dios, muro blanqueado! ¿Y tú, que estás sentado para juzgarme según la ley, me mandas golpear contra la ley?” (Act 23,2 s.).

En su Comentario al evangelio de Juan, S. Tomás ha llamado la atención sobre la aparente contradicción que guarda la escena de Cristo (como también la de S. Pablo) con el precepto del Sermón de la Montaña: ”Mas yo os digo que no os opongáis al malvado; antes bien, al que te golpee la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda” (Mt 5,39). Es manifiesto que una interpretación “pasivista” no sabría resolver esta contradicción. Pero S. Tomás, de acuerdo con S. Agustín, la explica diciendo: “Para entender la Sagrada Escritura debemos tomar por criterio lo que Cristo y los santos hicieron en la práctica. Cristo no tendió a aquel hombre la otra mejilla. Ni tampoco Pablo la tendió. Interpretar, por tanto, literalmente el precepto del sermón de la montaña es falsear su significado. Dicho precepto se refiere más bien a la disposición del alma a soportar, cuando sea preciso, sin dejarse vencer por la amargura, una segunda afrenta igual o todavía más grande del agresor. A ello responde la actitud del Señor al entregar su cuerpo al último suplicio. Aquellas palabras con que replicó han sido, por consiguiente, de utilidad para nuestra enseñanza” (In Joan. 18, lect. 4,2).

El estar dispuesto a morir en el supremo trance del martirio, resistiendo pacientemente en el empeño por la realización del bien, no excluye la acometida ni el belicoso ataque.

Resistir y atacar. Cuesta a veces más resistir que atacar. Atacar se puede hacer en un momento de coraje; resistir supone perseverancia en la fortaleza. Atacar y resistir. Son cabalmente, los actos que ha de realizar el soldado en el campo de batalla. Por eso la fortaleza ha de brillar en sumo grado en los militares.

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.

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