La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte VI – Por Padre Alfredo Sáenz

La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte VI

Por Padre Alfredo Sáenz

VI – Virtudes anexas a la fortaleza

Existen varias virtudes que son conexas a la fortaleza. Algunas están unidas como partes integrantes (regulando algún aspecto suyo, colaboran a ejercitar la fortaleza de un modo perfecto); otras están unidas como partes potenciales (en cuanto regulan situaciones menos difíciles o secundarias en relación con las primarias, propias de la fortaleza).

La fortaleza, en su acto de ataque o de iniciativa audaz, tiene afinidades con las virtudes de la magnanimidad y magnificencia. Estas virtudes manifiestan actitudes llenas de grandeza, y suscitan admiración.

La fortaleza, en su soportar, va desarrollando una actitud virtuosa particularmente compleja, en la que es ayudada e integrada por las virtudes de la paciencia, la longanimidad, la perseverancia y la constancia. Son las virtudes del soportar y de la tenacidad, que expresan fuerza de ánimo y virilidad: hacen a los hombres sólidos.

A. Para acometer cosas grandes: a) Con prontitud de ánimo y confianza en el fin: Magnanimidad
b) Sin desistir a pesar de los grandes gastos que ocasione: Magnificencia
B. Para resistir las dificultades: a) Causadas por la tristeza de los males presentes: Paciencia – Longanimidad
b) Sin abandonar la resistencia por la prolongación del sufrimiento: Perseverancia – Constancia
  1. La magnanimidad

Virtud especial para nuestra época, donde son tantos los que se estrechan en su alma ante tantas dificultades, el espíritu se mezquina, se pierde el coraje que se requiere hoy más que nunca [Ver Mikael 19 (1979) 33-52].

S. Tomás dice que la magnanimidad es “la tensión del alma a las cosas grandes” (II-II 129, 1, c), apetecer la grandeza es para S. Tomás una virtud. El magnánimo aspira a la grandeza en toda su belleza y amplitud. Es el hombre del “magis”. S. Tomás recurre a un texto de Aristóteles: “magnánimo es el que se extrema por la grandeza”, y comenta: “en cuanto tiende a lo máximo” (II-II, 129,3 ad 1).

El magnánimo busca el honor, en orden a tres fines: para sí mismo, para el prójimo y para Dios. Para sí mismo, porque el honor que se le tributa lo afirma en su deseo de grandeza, lo ayuda en la conquista de la perfección; para el prójimo, porque sabe que siendo aquello en que sobresale un don que Dios le ha concedido para ser útil a los demás, quiere que su excelencia aproveche al servicio de todos; para Dios, porque entiende que el bien excelente que hay en él no lo engendró de sí mismo sino que es como algo divino en él, según aquello de S. Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido?, y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4,7). Conexión con la humildad.

S. Tomás pone a la magnanimidad en relación con la fortaleza. Según la visión tomista la fortaleza dice relación con la fuerza, la abundancia, descartando todo espíritu de apocamiento y avaricia. Al poner la fortaleza en relación con la magnanimidad muestra el lazo secreto que religa la fortaleza con la suntuosidad, la exuberancia, la generosidad del corazón (cf. II-II, 140,2, ad 1). La magnanimidad hace que el fuerte se apreste a enfrentar los grandes peligros (II-II, 129,5, ad 2).

Para S. Tomás la magnanimidad implica toda una definición, todo un estilo de vida bajo el  signo de la grandeza. La magnanimidad es, indudablemente, una virtud específica. Con todo, S. Tomás la considera también una “virtud general”, es decir, una virtud capaz de impregnar toda la vida moral. La magnanimidad signa a todas las otras virtudes. Si toda virtud tiene belleza por sí misma, escribe S. Tomás, su belleza específica, “la magnanimidad le agrega otra belleza por la misma magnitud de la obra virtuosa, ya que la magnanimidad hace mayores a todas las virtudes” (II-II, 129,4, AD 3).

Gracias a la magnanimidad, toda la moral queda orientada hacia la conquista de lo grande, ordenando a su fin los actos de todas las otras virtudes a la cuales da un toque de grandeza: la templanza, la prudencia, la justicia se hacen magnánimas (II-II, 58, 6, c); “el magnánimo busca obrar lo grande en toda virtud”(129,4, ad 1). Su actuación confiere grandeza a las acciones de todas las virtudes, e incluso a las acciones más pequeñas (II-II, 129,1, c).

Sus vicios opuestos son:

– Ante todo la vanagloria. Gloria significa cierto esplendor, efecto de belleza. El bien de ello llega al conocimiento de los demás y encuentra su aprobación. Desear que se conozca y alabe el bien propio no es pecado, ni lo es el querer que otros aprueben nuestras buenas obras ya que Cristo dijo: “Luzca vuestra luz ante los hombres” (Mt. 5, 16). En cambio cuando la gloria que se  busca es vana, dicho impulso se hace pecaminoso, ya que todo deseo de algo vano está viciado de raíz.

Es vana la gloria que se busca sea por un bien que no se posee – el motivo es entonces inexistente – sea por un bien que no la merece – el motivo es entonces insuficiente -. Es vana la gloria que proviene de los que son incapaces de juzgar adecuadamente acerca del bien, por eso los honores de las masas son siempre tan precarios y sería vanidad hacer de ellos gran caso. La búsqueda de la gloria es también irracional si se la persigue por sí misma, haciendo de ella un fin; el hombre no puede desear la gloria para sí como si él fuese el término final de la misma, sino para la gloria de Dios y la salvación del prójimo, “de modo que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5,16).

La vanagloria es para S. Tomás pecado capital, engendrador de muchos otros pecados. Son hijas de la vanagloria la jactancia, por la que el vanidoso busca exaltar su presunta excelencia; el afán de novedades, que tanto admiran los hombres; la hipocresía; la tendencia a las contiendas (el magnánimo solo riñe por cosas grandes).

– La presunción. Nos inclina a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas (por ejemplo a aceptar un cargo para el que no estamos preparados). Es una esperanza desordenada, no porque  se refiera a una falsa grandeza – ya que el presuntuoso tiende a la verdadera grandeza – sino porque se comporta como si fuera posible alcanzar un objeto que en realidad está fuera de su alcance. Intenta empresas que superan sus fuerzas. Lo que hace de ella un vicio es la falta de proporción entre el agente y el fin, su pequeñez que contrasta con la grandeza anhelada.

– La ambición. Nos inclina a procurar honores indebidos a nuestro estado y merecimiento. Consiste en la apetencia desordenada del honor, sea por pretender alabanza de algo que no existe, sea por buscar el honor para sí mismo sin referirlo a Dios, sea por relamerse en el honor no poniéndolo al servicio del prójimo. El ambicioso sólo se interesa por recibir honor, de cualquier manera que sea.

Vanagloria, presunción, ambición: tres vicios que se oponen por exceso a la magnanimidad.

– La pusilanimidad. Es quizás el vicio que se opone más radicalmente a la magnanimidad. Pusilánime es quien se cierra a la grandeza, siendo capaz de alcanzarla. Pusilla anima, alma pequeña, sin esperanza, con una desesperación ilegítima que la separa de lo que es grande. Suele brotar del atractivo de los placeres, sobre todo carnales, que ahogan en el alma el gusto de la grandeza. Humildad mal entendida.

La principal causa de la pusilanimidad es el temor a fracasar en empresas de las que equivocadamente se cree superan la propia capacidad (II-II, 133, 2, c). El alma está en el temor, deprimida, abrumada de tristeza, envilecida a sus propios ojos. El alma deprimida por el temor o la tristeza difícilmente puede ser elevada por la esperanza; cae en brazos de la desesperación que le hace rehuir toda obra grande.

La pusilanimidad es un verdadero pecado porque atenta contra la ley puesta por Dios en el hombre que le impele a desplegar toda la actividad de que es capaz. Es el pecado de aquel siervo que enterró el dinero que había recibido de su señor, y no negoció con él. Es un pecado tanto más serio cuanto que condena a la mediocridad.

  1. La magnificencia

Es la virtud que inclina a emprender obras espléndidas y difíciles de ejecutar, sin arredrarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario invertir.

Se distingue de la magnanimidad en que ésta tiende a lo grande en cualquier virtud o materia, mientras la magnificencia se refiere únicamente a las grandes obras factibles, tales como la construcción de templos, universidades, etc. Es virtud propia de los ricos – aunque pueden tenerla también, en la disposición de su ánimo, los mismos pobres – , que en nada mejor pueden emplear sus riquezas que en el culto de Dios o en provecho y utilidad del prójimo. Es increíble la obcecación de muchos ricos, que se pasan la vida atesorando riquezas, que tendrán que abandonar a la hora de la muerte, en vez de fabricarse una espléndida mansión en el cielo con su desprendimiento y generosidad en este mundo.

A la magnificencia se oponen dos vicios, uno por defecto y otro por exceso.

–  Por defecto, la tacañería o mezquindad, que tiende a hacerlo todo a lo pequeño y a lo precario, quedándose muy por debajo, no sólo de lo espléndido y magnífico, sino incluso de lo razonable y conveniente.

– El despilfarro, por exceso, que lleva al extremo opuesto, fuera de los límites de lo prudente y virtuoso.

  1. La paciencia

Es la virtud que inclina a soportar sin tristeza ni abatimiento de corazón los padecimientos físicos y morales. Es una de las virtudes más necesarias en la vida cristiana, porque siendo innumerables los trabajos y padecimientos que inevitablemente tenemos todos que sufrir, necesitamos de esta virtud para no dejarnos abatir por el desaliento y la tristeza.

Los principales motivos de la paciencia son: a) la conformidad con la voluntad de Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y por eso permite las tribulaciones y dolores; b) el recuerdo de los padecimientos de Cristo y de María, modelos incomparables de paciencia, y el sincero deseo de imitarlos; c) la necesidad de cooperar con Cristo a la aplicación de los frutos de su redención a las almas, aportando nuestros dolores que “completan” lo que falta a su pasión; d) la perspectiva de la eternidad que nos aguarda si sabemos sufrir con paciencia.

En el desarrollo progresivo de la paciencia pueden distinguirse grados: 1) la resignación sin quejas ni amarguras ante las cruces; 2) la paz y serenidad entre esas mismas penas, sin incubar la tristeza mala; 3) la serena aceptación, en la que empieza a gustarse la alegría interior ante las cruces que Dios envía para nuestro mayor bien; 4) el gozo completo, que lleva a darle gracias a Dios porque se digna asociarnos al misterio redentor de la cruz; 5) la locura de la cruz, lo de S Teresa: “O padecer o morir”.

Los vicios que se le oponen son dos: uno por defecto, otro por exceso.

–          Por defecto es la impaciencia, que consiste en dejarse dominar por las contrariedades de la vida hasta el punto de quejarse o airarse.

–          Por exceso, la insensibilidad o dureza de corazón, que no se inmuta ni impresiona ante ninguna calamidad propia o ajena, no por motivo virtuoso, sino por falta de sentido humano y social.

  1. La longanimidad

Es la virtud que nos da ánimo para tender a algo bueno que está muy distante de nosotros, o sea cuya consecución se hará esperar muco tiempo. S. Pablo la enumera entre los frutos del Espíritu Santo (Gal 5,22).

En cuanto que su objeto es el bien, se parece más a la magnanimidad que a la paciencia (cuyo objeto es tolerar los males o dolores). Pero, teniendo en cuenta que, si el bien esperado tarda mucho en llegar, se produce en el alma cierta tristeza y dolor, la longanimidad, que soporta virtuosamente este dolor, se parece más a la paciencia que a ninguna otra virtud.

Su pecado opuesto es la estrechez o poquedad de ánimo, que impulsa a desistir de emprender un camino virtuoso cuando la meta final aparece muy lejana.

  1. La perseverancia

La perseverancia es la virtud que inclina a persistir en el ejercicio del bien a pesar de la molestia que su prolongación nos ocasione. Se distingue de la longanimidad en que ésta se refiere más bien al comienzo de una obra virtuosa que no se consumará del todo hasta pasado largo tiempo, mientras que la perseverancia se refiere a la continuación del camino ya emprendido, a pesar de los obstáculos y molestias que van surgiendo en él. Lanzarse a una empresa virtuosa de larga y difícil ejecución es propio de la longanimidad; permanecer inquebrantablemente en el camino emprendido un día y otro día, sin desfallecer, es propio de la perseverancia.

  1. La constancia

La constancia es una virtud íntimamente relacionada con la perseverancia, que tiene por objeto robustecer la voluntad para que no abandone el camino de la virtud por los obstáculos o impedimentos exteriores que le salgan al paso. Al igual que la perseverancia, la constancia se refiere a la continuación del camino virtuoso; pero la perseverancia fortalece la voluntad  contra la dificultad que proviene de la prolongación de la vida virtuosa considerada “en sí misma”; y la constancia la fortalece contra los obstáculos “exteriores” que pueden surgir durante  la marcha (por ejemplo la influencia de los malos ejemplos). La perseverancia es parte más principal de la fortaleza que la constancia, porque la dificultad que proviene de la prolongación de la obra es más intrínseca y esencial al acto de virtud que la que proviene de los impedimentos exteriores, de los que se puede huir más fácilmente.

A la perseverancia y constancia se oponen dos vicios: uno por defecto, y otro por exceso.

– Por defecto, la inconstancia llamada por S. Tomás molicie o blandura, que inclina a desistir “fácilmente” de la práctica del bien al surgir las primeras dificultades.

– Por exceso, la pertinacia o terquedad, el vicio que se obstina en no ceder de su opinión cuando sería razonable hacerlo o en continuar un camino cuando el conjunto de circunstancias muestran claramente que es equivocado o inconveniente para él.

 

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.

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