Por Ricardo Vicente López
En una nota anterior, afirmé algo que puede provocar equívocos: «Podría decirse que todos somos filósofos». Bien, ¡Esto, en gran parte es verdad! Pero, no debe entenderse en el sentido académico de un profesional de la filosofía, sino como un modo del pensar que cuestiona y se cuestiona sobre algunos temas en relación con lo humano y su estar en el mundo. El equívoco nos arrastra a preguntarnos de qué se habla, qué se pretende decir con ello. Y esto abre un camino de búsqueda que nos interna en una reflexión que puede comenzar con la siguiente cita. Pertenece a un español, Profesor de Filosofía y de Ética, Jefe de Departamento de Filosofía de la Educación. Para presentarlo como en su tierra, diré es Don Juan Pedro Viñuela Rodríguez. Encuentro en sus reflexiones una línea de pensamiento que encaja muy bien en algo que ya he analizado a partir de las ideas del Doctor en Física por la Universidad de Granada, Mikael Rodríguez Chala; su especialidad es la investigación en física de partículas:
¿Para qué sirven la filosofía y las humanidades? Pues para nada. Por eso el Ministerio de Educación de España [y no sólo en España] es coherente en su propuesta de eliminar la filosofía de los estudios de secundaria y reducir a la mínima expresión las humanidades. No nos engañemos, llevamos un muy largo tiempo viviendo en un mundo plano, un mundo unidimensional en el que los valores se han ido reduciendo a los valores del mercado, los valores de cambio, valores económicos. Por eso surge la pregunta de para qué sirve la filosofía, la ética, el arte, la música clásica, la literatura. Pues dentro de este esquema de valores que es el predominante, el pensamiento único del establishment, que se extiende por doquier, en virtud de los medios de manipulación y de control de masas, la respuesta es, lógicamente: para nada.
El tono provocativo del investigador tiene el astuto propósito de sacudir nuestras entendederas, puesto que la afirmación que nos arroja — «No sirve para nada»— nos obliga a suponer que no es eso lo que él piense, dados los muchos años que lleva dedicados a la enseñanza, a pesar de su juventud. Sin embargo, con una inocultable picardía, nos coloca ante un sentido común, muy en boga: que queda expresado en la pregunta de aquellos padres que deben enfrentarse con la decisión de un hijo que les comunica que han decidido estudiar filosofía: “¿Y de qué vas a vivir?” La pregunta lleva implícita la respuesta que reza: de la filosofía, no vas a poder vivir. Entonces la frase «la filosofía no sirve para nada» nos obliga a repensar qué significa “servir”, es decir, qué es la utilidad. El profesor nos comenta:
La idea imperante en la educación responde a una visión tecnocrática que se apoya en el fin fundamental que ha devenido siendo la salida laboral, es decir, servir al mercado, o la adaptabilidad a la sociedad en la que vivimos. Es decir, que es el mercado el que debe regular los planes de estudios, sus currículos y sus fines. Y aquí entra un segundo pilar, los tecnócratas de la educación, los pedagogos. Estos han creado una ideología que sustenta las supuestas formas de aprendizaje y, curiosamente, ellas se adaptan perfectamente al ideal del funcionamiento de una empresa, más aún, de una empresa privada. Se vacía el contenido humanista y se erige a la competencia como parámetro, se elimina el comprender, el reflexionar y se introduce la falacia del “discurso único”. Se elimina la autoridad moral e intelectual del docente, se elimina la ética y la educación para la ciudadanía. Los ciudadanos no interesan, interesan los obreros, empleados intercambiables y los consumidores, sin conciencia de sus derechos, de actitud cabizbaja y obediente.
Se pretende perpetuar aquel modelo de persona de los siglos posteriores a la Revolución Industrial inglesa, sometido a un sistema monótono y repetitivo —que trabajaba 14 o 16 horas diarias sin protestar—. Sin embargo aquella persona comenzó a tomar conciencia de su situación, ante las denuncias de los movimientos socialistas de la época y respondió con el reclamo de mejores condiciones de labor y mejor retribución. Esto, en cierta medida, fue avanzando hasta la década de los setenta del siglo pasado. Un lento pero eficaz avance de los capitales concentrados fue demoliendo el edificio del Estado benefactor y, con él, se fueron eliminando gran parte de las conquistas laborales. Para el cumplimiento de los planes del proyecto globalizador les era imprescindible un perfil humano menos confrontativo, menos crítico del sistema; para ello, debía ser menos analítico y reflexivo.
La fascinación tecnológica, observable en las varias carreras de ingeniería, les nubla la vista, se maravillan, ante tantas facilidades implícitas que ofrece el know-how, que en gran parte, es propiedad de empresas multinacionales. Pero como consecuencia nefasta acarrea además una limitación intelectual que tiende a imponer la enseñanza especializada, que no propone hacerse las preguntas por el qué, el por qué, el para qué, el cuándo, que posibilitarían abrir el abanico de conocimientos. La porfía en el logro de una investigación exitosa no deja ver cuáles serán las consecuencias cuando esa nueva técnica sea aplicada a su objetivo.
Tal vez, el caso paradigmático del físico estadounidense, Doctor Robert Oppenheimer (1904-1967), Director del proyecto Manhattan, obtuvo uno de los mayores éxitos de la física nuclear, pueda ayudarnos en esta reflexión. Su esfuerzo investigativo, intenso y apremiante, durante la Segunda Guerra Mundial apuntaba a la necesidad de ser los primeros en desarrollar la primera arma nuclear en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México (EEUU). Su dedicación y esfuerzo se vio coronado con ese logro científico.
Más tarde expresó su pesar por el fallecimiento de tantas víctimas inocentes cuando las bombas nucleares fueron lanzadas contra las ciudades japonesas en Hiroshima y Nagasaki. Dean Acheson, miembro del gobierno del presidente estadounidense Harry S Truman (1884-1972), explicaba en el New York Times (11-10-1969) que cuando, tiempo después, acompañó al Doctor Oppenheimer a la Casa Blanca, se mostraba muy angustiado. Entonces le manifestó, mientras se retorcía las manos, que todavía, más de veinte años después, sentía remordimientos de conciencia: «Tengo las manos manchadas de sangre».
Este hecho nos muestra el divorcio entre algunas líneas de la investigación y las posibles consecuencias posteriores a la aplicación de esos inventos. Nuestro joven científico, Rodríguez Chala, atribuye esto a la falta de una formación ética y filosófica. Tal vez esto le hubiera permitido desarrollar un pensamiento más profundo y abarcador sobre algunas preguntas respecto de la tarea que le habían encomendado a Oppenheimer:
En este camino, se han cultivado los conceptos de paz, igualdad, democracia, libertad y justicia, de la mano principalmente de filósofos de la talla de Emanuel Kant, y de otros idealistas y filósofos ilustrados. A su vez, se han trocado los pilares del discurso establecido, de la fe, y han temblado con ellos algunos de los poderes más longevos y asentados, con el cristianismo a la cabeza. Prueba de ello son los trabajos de Spinoza, Nietzsche o Marx, estandartes estos dos últimos, juntos a Sigmund Freud, de una Escuela de la sospecha (como la denominó Paul Ricoeur). El valor de la Tesis de la Sospecha, exige detenerse a reflexionar sobre las consecuencias posibles de las investigaciones realizadas o por realizar.
Esa carencia filosófica y/o humanística en la formación científica provoca, tantas veces, ignorancia sobre posibles resultados no deseados, aunque previsibles, si se reflexionara seria y profundamente sobre los objetivos últimos de las investigaciones de todo tipo. Rodríguez Chala, propone una filosofía que abone el compromiso social de científicos e investigadores para un acercamiento de la ciencia con los problemas de los ciudadanos de a pie, algo que, en parte, ha estado lográndose en décadas anteriores:
Sin embargo, la filosofía no ha sido sólo el rostro visible de la agitación social, sino también del desarrollo científico del que a la postre somos herederos y actores interesados. La filosofía, lejos de pasar tímidamente, ha jugado un rol de envergadura en el plano de la ciencia. La biología, por ejemplo, abanderada en el contexto por la bioética, y venida al pueblo llano al calor de los transgénicos y de las células madre, deviene de manera indefectible en litigios filosóficos, de los que todos hemos sido partícipes de una u otra forma. Las matemáticas: amigas y compañeras de los estudios filosóficos desde sus orígenes, como revelan los trabajos de Leibniz, Newton o Descartes, cuyos teoremas de incompletitud revolucionaron, sin duda, el pensamiento moderno. Los fundamentos de la matemática siguen siendo, al día de hoy, objeto de contienda entre los estudiosos del campo. Contienda que, también, es filosófica.
Termina afirmando:
La filosofía supone, como pretendo mostrar, un ejercicio de importancia capital. Una condición sine qua non del desarrollo mental. Y no hablo ya de los clásicos, de los Principios de la razón o de Así habló Zaratustra (que nos llenan asimismo de paz y vida, de amor y fruición intelectual). Hablo de las pequeñas batallas. De opinar, de pensar. Porque señores, reflexionar, discutir, posicionarse; todo eso es también filosofía.
Entonces, si esto comienza a quedar más claro, aquella frase que nos inquietó en los primeros renglones, puede despejar algunas dudas que se habían presentado. Ahora podemos decir, ya sin pudor de ningún tipo, ni cargos de conciencia: todos somos filósofos. O, por lo menos, ya estamos en condiciones de serlo.