Por Ricardo Vicente López
(Ver parte III, acá)
Pensar la historia es, entonces, pensar lo humano como un devenir que depara constantemente, de modo inesperado, la novedad del acontecimiento, como tal siempre extra-ordinario e imprevisible. Es en este aspecto que la historia nos exige estar preparados y atentos para aprovechar las oportunidades que nos ofrece. La estructura del pensamiento noratlántico, tan seguro de sí mismo y autosuficiente en su poderío, se sostiene sobre la convicción de su destino omnipotente. Por tal razón, lo que acontece es reducido a mero detalle, anécdota simple, a pequeñas variaciones insignificantes, que no altera el orden impuesto por la historia.
Ello nos está hablando de la necesidad de un nuevo pensar, para nosotros habitantes de la periferia, que abra nuestra mirada para incluir la totalidad de los fenómenos sociales y percibir en ellos las pequeñas grietas que posibilitan los caminos de liberación. Enrique Dussel [1] (1934) nos propone ese nuevo modo de pensar el quehacer de la filosofía (no entendida como el quehacer de los profesores de la Academia):
«La filosofía es el pensamiento que sabe pensar esta realidad, la realidad mundial actual, no desde la perspectiva del centro, del poder político, económico o militar, sino desde más allá de la frontera misma del mundo actual central, desde la periferia… Su realidad es la tierra toda y para ella son realidad también los “condenados de la tierra”».
Esa filosofía comienza tomando posición frente al relato de la historia que hemos venido revisando y pensando. Es una filosofía que, en primer lugar, se propone revelar lo que la vida histórica contiene en sus capas más profundas, vida también cotidiana, que emerge en los debates, creencias y sentidos velados que subyacen en todo grupo humano, en toda sociedad. La presencia nueva de esta filosofía se percibe en su determinación de ubicarse claramente del lado de los derrotados. Esta vocación no olvida que una parte importante de la construcción de un camino de liberación requiere revisar los contenidos del lenguaje utilizado: para ser un instrumento de esa liberación necesita ser expurgado de las excrecencias del discurso imperial. En la misma línea de Ellacuría, agrega Dussel a lo dicho con estas palabras:
«Contra la ontología clásica, desde Hegel hasta Marcuse, por nombrar lo más lúcido de Europa, se levanta una filosofía de la liberación desde la periferia, desde los oprimidos, la sombra que la luz del ser no ha podido iluminar. Desde el no-ser, la nada, el otro, la exterioridad, el misterio de lo sin-sentido, partirá nuestro pensar. Es entonces, una “filosofía bárbara” ».
Recupero la calificación de “bárbara” como una provocación, porque cruza revulsivamente el tema de estamos pensando. Se declara en combate contra las filosofías apoltronadas en gabinetes cómodos y en funciones bien remuneradas. Citaré en extenso unas palabras de carácter autobiográfico con las cuales Dussel se coloca en el momento histórico de la aparición de esta nueva filosofía:
«Desde hace cuarenta años me hice cargo en primer lugar de la pregunta: ¿Qué lugar ocupa América Latina en la historia universal?, ¿por qué estábamos fuera de las interpretaciones estándar de la historia?. Para ello era necesario deconstruir desde el comienzo esa historia “fabricada” por Hegel, que expresó en sus famosas Lecciones de la filosofía de la Historia Universal. Pero esta visión debió ser superada. En primer lugar, la crítica del eurocentrismo, que nos enfrentó a la mayoría de los intelectuales europeos y norteamericanos, y en filosofía, que es lo que yo practicaba, se concretó al final de los sesenta en una Filosofía de la Liberación. La posición tradicional “eurocéntrica” creyó que Europa tenía ciertas potencialidades muy antiguas que atravesando la llamada “Edad Media”, irrumpieron con fuerza creadora en la Modernidad. Europa pretendía probar desde antiguo su “superioridad” cultural sobre las otras culturas (aún sobre la indostánica, la china o islámica, y por ello había originado el capitalismo). Immanuel Wallerstein [2] entendió que la expansión de Europa a finales del siglo XV significaba el comienzo del proceso de la colonización, del Imperio español y portugués; se afirmaba que dicha colonización era un factor esencial en el origen del capitalismo, pero en cambio no se pensaba que fuera el comienzo de la Modernidad, la postergaba hasta la Ilustración del siglo XVIII».
Frente a la historia de los poderosos del mundo, relatada con argumentos justificatorios, se levanta esta nueva propuesta de pensar la historia. Ésta se define como una filosofía militante, que toma partido por los oprimidos y no lo oculta. Por el contrario, lo enarbola como bandera de lucha. Este pensar se convierte en la reflexión sobre las prácticas liberadoras de los pueblos de la periferia que reclaman su puesto en el concierto universal y el derecho a hacerse oír en sus foros, para decir su palabra liberadora. Palabra que se va puliendo y afinando al responder a las necesidades que el hablar de la liberación le impone.
Lo bárbaro
Aceptando la calificación que Dussel ha hecho, denominando a este nuevo pensar “filosofía bárbara”, que asume una actitud desafiante, rupturista, revolucionaria, introduzcámonos en el análisis de lo bárbaro y su historia. La existencia del concepto lo bárbaro, reconoce la prioridad histórica de lo civilizado como su antecesor y su causa. El orden de los conceptos que estamos analizando no es casual. Puesto que son los civilizados los que han definido como su otro a los bárbaros. Este concepto demuestra la actitud soberbia de los que asumieron una superioridad que los autorizaba a definir cómo es el mundo y quién es quién en él. Desde ese trono intelectual se fue redefiniendo y justificando filosóficamente la expansión imperial.
Ello adquiriría nuevas definiciones en la medida en que se encontraban con nuevos antagonistas: bárbaros no hace referencia a un contenido preciso, caen bajo esa denominación todos aquellos rebeldes que no se sometieron con facilidad. Estos conceptos tienen una historia que conviene revisar para situar allí el inicio de algunas reflexiones que nos ayuden a pensarnos desde nuestra situacionalidad de hombres de la América Latina. Las precisiones del Doctor Mariano Moreno Villa [3] son un buen punto de partida:
«El concepto español bárbaro no tiene una acepción unívoca en el lenguaje, y suele contener no sólo valoraciones culturales, sino también éticas y antropológicas, e incluso ontológicas. La historia nos muestra que desde la civilización se arroja el calificativo de bárbaro a todos los que no piensan ni viven como la civilización cree que hay que pensar y vivir».
Nos encontramos con una afirmación muy esclarecedora: sólo se ha podido hablar de bárbaros cuando hubo civilizados que así lo han definido. La pregunta que se impone es ¿cuándo comenzó la existencia de los civilizados? Aquí debemos distinguir entre el origen de un tipo de cultura y la aplicación de su concepto. El Doctor José Álvarez Junco [4] (1942), sostiene:
«La primera vez que se habló de “civilización” fue en el siglo XVIII, en el marco conceptual de la teoría del progreso. Los ilustrados comenzaron por contraponer civilización, compendio de la nueva forma de vida racional que ellos representaban, a “feudalismo”; por extensión, pasó a enfrentarse con barbarie, salvajismo o, en general, atraso».
Los “ilustrados” se vieron a sí mismos como el modelo deseable y necesario de vida cultural en pleno siglo de la expansión imperial de conquista de todos los territorios apetecibles del planeta. Continúa nuestro profesor:
«Civilización equivalía a refinamiento o progreso. Había individuos y grupos sociales civilizados (o instruidos, “pulidos”) e individuos y grupos groseros, igual que había pueblos avanzados y pueblos primitivos. La raíz etimológica nos revela cuánto debía la imagen a la comparación entre la ciudad y el campo: civilizado, como cívico o civil, tenía su raíz en cives o civitas [‘ciudad’]; más expresivo aún era el término “urbanidad”, que también equivalía a cortesía y educación. Lo contrario, lo tosco o inculto, se relacionaba, siguiendo la misma lógica, con lo “rústico” o perteneciente al campo».
[1] Licenciado en Filosofía, Argentina, Doctor en Filosofía (Complutense, Madrid), Licenciado en Ciencias de la Religión (Inst. Católico, París, 1965), Doctor en Historia (La Sorbonne París), Doctor Honoris Causa (Freiburg, Suiza, 1981) y en la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz, Bolivia). Es reconocido internacionalmente por su trabajo en el campo de la Ética, la Filosofía Política y la Filosofía latinoamericana, y en particular por ser uno de los fundadores de la Filosofía de la Liberación, corriente de pensamiento de la que es su arquitecto.
[2] Es un sociólogo y científico social histórico estadounidense (1930). Principal teórico del análisis de sistema-mundo. Realizó sus estudios en la Universidad de Columbia, donde obtuvo su maestría y el doctorado; después trabajó como conferencista hasta 1971, luego profesor de sociología en la Universidad de McGill y profesor de sociología de la Universidad de Binghamton.
[3] Doctor en Filosofía por la Universidad de Murcia.
[4] Escritor español y catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Estudió Ciencias Políticas en Madrid. Ocupó la cátedra Príncipe de Asturias de la Universidad Tufts (Boston), y dirigió el seminario de Estudios Ibéricos del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard.