Por Ricardo Vicente López
Sobre el final de la Parte II escribí estas líneas: “Queda expresado, con toda claridad, qué clase de pueblos deben ser considerados parte de la historia, el resto queda fuera y, por lo tanto, es tierra de nadie, subordinados a los hacedores de la historia, es decir, a los conquistadores europeos”. Estas palabras atroces sintetizan la opinión de uno de los más grandes filósofos de la historia, el alemán Jorge. G. F. Hegel (1770-1831) escrita en su monumental Filosofía de la Historia Universal. Esta obra fue traducida al castellano por el filósofo español José Ortega y Gasset [1] (1883-1955). En la introducción propone algunas reflexiones críticas sobre las ideas del filósofo alemán.
Ortega llama la atención al público español sobre el hecho de que, para el ilustre alemán, la historia sólo debe ser entendida como lo acontecido, lo pasado. Pero este pasado sólo puede ser considerado histórico a partir de un momento que tiene ciertas exigencias rígidas que él propone. No cualquier pueblo puede ingresar por el exigente portal histórico para ser considerado como tal: debe mostrar que ya accedió a tan importante umbral si su organización política está precedida por el Estado político. Esta es la condictio sine qua non (‘la condición sin cual no’) puede ser reconocido como parte de la Historia. Esta afirmación nos es muy útil para entender cómo nos ven y, en gran parte, sigue viéndonos el mundo noratlántico. Dice Ortega:
«Hegel remite América a la historia natural, equivale a decir a la no-historia, denominada con toda desaprensión: la pre-historia, lo anterior a la historia, lo que indica con toda claridad que los habitantes de esos territorios no son hombres — ¿serían una especie intermedia de cuasi-animales, antecedentes del hombre-civilizado? —. Pero, préstese la debida atención a su descripción de América que tiene como destinataria a la del Sur, es la América de la «conciencia turbia», la del Río Bravo hacia el sur. La Otra América, la del Norte, queda excluida para Hegel de estas consideraciones. En esos territorios naturales —es decir sin propietarios, sin hombres, en tanto para la burguesía persona y propietario eran conceptos correlativos—, la conquista es la misión que les corresponde a los pueblos superiores».
Amigo lector, cuando logre superar su asombro e indignación, y pueda digerir intelectualmente estos conceptos que el gran Hegel nos dedica, estará en mejores condiciones para comprender los tantos porqués que nos inquietan. Esos que nos permitirían entender el menosprecio que este subcontinente soportó de parte de la intelectualidad del Norte. Según define Ortega estas serían las causas:
«Hegel padecía una especie de patriotismo protestante y detestaba el catolicismo: “Si ahora comparamos la América del norte con Europa, hallamos allá el ejemplo perenne de una constitución republicana… Dos hechos de continuo elogiados en la vida pública son: la protección de la propiedad privada y la casi total ausencia de impuestos. Con esto queda indicado el carácter fundamental; consiste en la orientación de los individuos hacia la ganancia y el provecho, en la preponderancia del interés particular”…».
La idea que se fue haciendo el hombre europeo, de sí mismo y de su papel en el mundo –que luego se hizo extensiva al resto de los países noratlánticos– encontró en estas palabras una definición fundamentada más precisa. La actividad de estos hombres, en tanto tales propietarios y conquistadores, es la que se encarna en el espíritu de empresa, en el afán de aventura: «obedece a un impulso de perfectibilidad». Ese modelo se lo puede encontrar en el self made man estadounidense (el hombre hecho a sí mismo), modelo cultural que se intenta inculcar junto al proyecto de dominación que contiene la globalización.
La contraposición entre la cultura europea y la cultura indoamericana, entendida ésta como naturaleza (no-cultura) convertía a esta última en objetos sin hombre, sin propietario e incluía a los mismos indígenas como objetos apropiables. No encontrándose en ella ninguno de los requisitos exigibles para ser considerados pueblos históricos, por lo tanto respetables como iguales, se los ignoró en su condición humana: este fue en el caso de los aztecas, los mayas y los incas, entre muchos otros, más todo lo existente que pudiera ser apropiado por el descubridor-conquistador. Ortega agrega esta reflexión:
«Pero la paradoja no radica en que Hegel elimine a América del cuerpo propiamente histórico, sino que, no pudiendo colocarla ni en el presente ni en el pasado propiamente tal, tiene que alojarla en la prehistoria… un tiempo es prehistórico no porque ignoremos lo que en él pasó, sino, al revés, porque en él no pasó nunca nada, sino que pasó siempre lo mismo, y el pasado, en vez de pasar, se repitió pertinazmente».
El “vuelo del Espíritu hegeliano” se transformó en un relato justificador de esa historia de conquistas y sometimientos. Encontró su mejor expresión en el armado de una “historia universal”, narrada por el hombre europeo (rubio, blanco, alto, de ojos celestes, según prescribe el prototipo). Es desde él y para él, como un recorrido en el tiempo histórico que convergía, para su realización definitiva en la Europa burguesa del siglo XIX. Al llegar a este final de la historia, habiendo cumplido su misión y logrado su cometido, Hegel, rematando sus Lecciones, nos comunica que es necesario:
«Reconocer que la historia universal es este curso evolutivo y la realización del espíritu, bajo el cambiante espectáculo de sus acontecimientos, tal es la verdadera teodicea [2], la justificación de Dios en la historia. Desarrollar ante Uds. esta marcha del espíritu universal, ha sido mi aspiración. El espíritu es solamente aquello en que él se convierte; para esto es necesario que se suponga. Lo único que puede reconciliar al espíritu con la historia universal y la realidad, es el conocimiento de que cuanto ha sucedido y sucede todos los días no sólo proviene de Dios y no sólo no sucede sin Dios, sino que es esencialmente la obra de Dios mismo».
El relato de esa historia universal es en realidad la “revelación” que Hegel “recibió” de Dios mismo, en persona, por la cual nos permitió, a través de sus Lecciones, conocer cuál es el propósito divino de ese proyecto civilizatorio, más allá del costo de la mucha sangre derramada, de las injusticias, sometimientos y saqueos. Eso que, tiempo después, cínicamente se definió como “daños colaterales”. Es necesario, entonces, que tomemos debida nota, de que fue Dios mismo quien supervisa el cumplimiento de Su Plan. Eso es la Historia.
Esta fe inconmovible de Hegel en el cumplimiento por parte de Europa de consumar la obra de Dios en la Tierra, es la convicción filosófica de una cultura, de un proyecto político, de una voluntad de poderío y sometimiento, de la burguesía moderna, de sentirse llamada por Dios para “civilizar” el planeta. Esa voluntad se impuso sin miramientos y tuvo, en sus intelectuales, la explicación y justificación filosófica que legitimó ese proyecto. El fundamentalismo cristiano del establishment estadounidense desde el siglo XIX se ha convertido en un digno heredero de esa misión.
Debemos recordar que el origen de la convicción de ser enviados de Dios fue sintetizada en la expresión Destino Manifiesto, de claro origen en el fundamentalismo religioso. En 1845, el periodista estadounidense John L. O’Sullivan [3] (1813-1895) publicó una artículo para justificar la conquista del famoso Far West (Lejano Oeste, también denominado salvaje oeste, para justificar las masacres en esa región, de los pueblos originarios de la época). No era la primera vez que se lo utilizaba.
El historiador estadounidense Frederick Merk (1887-1977), Profesor de la Universidad de Harvard, confirmó en sus investigaciones que el concepto Destino manifiesto había nacido de la tradición puritana inglesa: «Un sentido de la misión de redimir al Viejo Mundo con un alto ejemplo que desarrolla las potencialidades de una nueva tierra para la construcción de un nuevo cielo». Fue recuperado por un ministro puritano, John Cotton (1585-1652), quien escribió en 1630:
«Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a entablar, legalmente, una guerra con ellos así como a someterlos».
Los tripulantes puritanos de la nave May Flower, que en 1620 transportó a los llamados Padres Peregrinos desde Inglaterra hasta la costa este de América del norte (hoy Estados Unidos de América) se sentían portadores de la misión de cristianizar el mundo hereje. En cumplimiento de ella John Cotton había escrito:
«Todo el continente nos ha sido asignado por la Divina Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino. No es una opción para los norteamericanos, sino un destino al que éstos no pueden renunciar porque estarían rechazando la voluntad de Dios. Los norteamericanos tienen una misión que cumplir: extender la libertad y la democracia, y ayudar a las razas inferiores… Luego, deben llevar la luz del progreso al resto del mundo y garantizar su liderazgo, dado que es la única nación libre en la Tierra».
Hegel reconocía este mandato que ya habían encarnado los misioneros protestantes.
[1] Filósofo y ensayista español. Doctor en Filosofía de la Universidad de Madrid. Entre 1905 y 1907 realizó estudios en Alemania: Leipzig, Núremberg, Colonia, Berlín y Marburgo. De regreso a España es nombrado profesor de psicología, lógica y ética de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid y gana la cátedra de metafísica de la Universidad Complutense de Madrid.
[2] Parte de la metafísica que se ocupa de la existencia de Dios y de sus atributos, e intenta ofrecer pruebas razonadas de ambas cosas; también intenta investigar las relaciones de Dios con la humanidad.
[3] Se graduó como abogado en la Universidad de Columbia; su empresa de mayor éxito fue la creación 1837 de la Revista Estados Unidos y Democrática Revisión, con sede en Washington.