Por Ricardo Vicente López
Los dos conceptos que encabezan esta nota proponen un modo de condensar siglos de historia, con la imputación de que han sido pensados y narrados desde la mirada del conquistador. Es este el que definió, en cada etapa, el sentido de los acontecimientos y el propósito del camino trazado, encubierto y justificado, por la actitud civilizatoria y todo lo que ello supone. Los babilónicos, los persas, los griegos, los romanos, para nombrar sólo algunos de los pueblos más importantes de la Antigüedad, justificaron sus conquistas sobre aquellos a los que calificaron de bárbaros, inferiores, incivilizados, y a partir de la Modernidad los marcaron como los salvajes, los incultos, los semi-humanos, etc.
La dualidad de esa polarización, que el juego de poder fue configurando en cada etapa, convirtió al conquistado en una categoría sojuzgada que padeció la imposición de una amplia gama de tributos, como precio de la derrota: desde el pago en bienes, pasando por el trabajo en servidumbre, hasta la esclavitud. En los siglos XVII y XVIII comenzó a elaborarse, desde el centro del poder europeo, una especialidad narrativa encargada de mostrar a las generaciones posteriores un relato: la Historia —con mayúscula— que se encargaría de la justificación de lo actuado, con pretensiones legitimadoras. Todo ello conformó un relato único que se conoció como la Historia Universal. Esa versión se impuso en los cursos de historia que se publicaron en los manuales, y que definieron los programas de las carreras de historia, a partir de un esquema prefabricado: pre-historia, historia antigua, historia media, historia moderna e historia contemporánea que, sólo y en parte, reproduce la línea de la cultura estudiada y publicada en Occidente. Esta versión ha ignorado, con soberbia propia del conquistador, la historia de los otros pueblos. Para poner tan sólo un escandaloso ejemplo: la China milenaria.
Esta narración de los hechos se fue imponiendo como parte del discurso que conformó esa ideología dominante, como cultura civilizatoria, y adquirió más tarde la aureola académica de reflejar los hechos con metodología científica, desplazando de ese modo cualquier narración contradictora que pretendiera ofrecer otra mirada sobre el pasado. Prueba de ello, en nuestro país, se puede encontrar la tarea del revisionismo histórico, ignorado o menospreciado durante décadas por la versión liberal oficial. La política educacional avaló esta posición que configuró la enseñanza de la historia oficial en el ámbito educativo.
El trabajo crítico de revisar los contenidos de la historia dominante adquiere, en este siglo XXI, una importancia relevante ante el reclamo en nuestra América de recuperar, repensar, reelaborar, el pasado de las luchas por la emancipación desde la mirada de los derrotados de la historia. Estos reclaman ahora que se les preste atención y se les ceda un espacio que les corresponde para hacer oír su voz en el concierto de los pueblos del mundo. La tarea es mucha: revisión, reparación, reconstrucción de la historia propia, pensada y narrada desde el sentir latinoamericano, respondiendo a sus intereses, que está todavía en camino de hacerse.
La demora se debe a la oposición de las academias y universidades a renunciar al ejercicio del sometimiento ideológico de los modos de pensar y hacer historia. Esa historia oficial, cuando se la piensa desde los marginados, permite detectar el estilo y el modo impreso por el mundo noratlántico. En la historia de Europa o de los Estados Unidos no existe ninguna historia que se cuente a partir de una derrota.
Emprenderemos, entonces, un largo camino que nos permitirá llegar a la raíz de este tipo de problemas, para desentrañar los orígenes de este sometimiento ideológico como sostén legitimador de la colonización y el saqueo. La necesidad de liberarnos de la matriz intelectual del conquistador, desde la cual se la piensa y se la escribe, es tarea fundamental de la lucha por la liberación de los pueblos de la periferia. Es la intención de este trabajo aportar en ese sentido.
Una aproximación al tema
Una larga tradición pedagógica nos ha habituado a aproximarnos al problema del pensamiento, es decir, a aceptar sin más que nuestro pensar es el resultado de una condición natural (¿biológica?). La formación que recibimos en los diversos niveles institucionales poco hacen para que el pensar sea una tarea inquisitiva que no respete ningún sistema de ideas por más venerable que éste sea. Por el contrario, se restringe a ser un muestrario de los textos pensados y escritos por quienes han sido colocados en el altar académico. Porque es nada más que ello, no resulta entonces, algo extraño que se pretenda formular cierto tipo de preguntas cuyo objeto sea el pensar siempre lo mismo. En una actitud opuesta nos orienta la palabra de la Dra. Dina V. Picotti [1]:
Logos, la palabra griega para pensar y lenguaje, dice a los primeros pensadores que recuerda la filosofía, según autorizados intérpretes: reunión de lo múltiple y lo diverso. Es la articulación que el hombre, como ser inteligente, hace de la realidad en medio de la cual se encuentra, para habitar la tierra constituyendo un mundo y, en este quehacer, constituirse a sí mismo.
De aquí podemos recuperar la idea de que pensar es un modo de ordenar lo diverso y múltiple de las cosas que habitan el cosmos (etimológicamente: orden). Ese orden es puesto por la mente cuya estructura, a su vez, es el resultado de la pertenencia a una cultura. Digo, entonces, aquí, y lo repetiré más adelante, se piensa desde un lugar y es éste el que condiciona nuestro juicio, el pensar es siempre una tarea situada.
Debemos agregar a ello el riesgo que se corre cuando esa cultura atraviesa los tiempos de su decadencia, porque la decrepitud la incapacita para advertir que los cambios continúan, aunque ella se estanque en su mirar. Esto es el conservadurismo: mirar el hoy desde la nostalgia de los tiempos idos, lo que impide apreciar el tiempo que adviene. Aquella vieja sabiduría griega nos habla a través de la afirmación de Heráclito (535-484 a C.) [2]: «Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río», puesto que mientras fluye ni él ni el río son lo mismo. La advertencia apunta a ampliar la conciencia respecto de que la realidad se nos impone como cambio, como acontecer, y es nuestra pertenencia a ella lo que nos obliga a pensar manteniéndonos en correspondencia con ese fluir del acontecer. El anquilosamiento del pensar, el aferrarse a una mirada estática, equivale a la pérdida de la capacidad de saber y comprender. La historia escrita por los vencedores nos muestra esto con suma claridad.
Por tal razón, lo que habitualmente denominamos “cultura” —que hace referencia a aquel comienzo del cultivar neolítico— no puede soslayar el peso del componente natural que encierra el concepto cultura, en tanto debe asumir la realidad como una totalidad. Ha sido el hombre, el que cultivando la tierra se fue cultivando a sí mismo, enunciado que hoy sigue expresando el crecimiento interior de cada uno de nosotros. De allí que la heterogeneidad de los modos del pensar sea también el reflejo de las diversidad de los hábitats, de los que emerge la infinita gama de las particularidades de los hombres y de los pueblos.
Dicho esto, debo dejar afirmado, como verdad a partir de la cual se va a ir construyendo toda esta investigación, que hablar de la cultura en general es un modo abstracto que pretende abarcar todas las formas históricas que se han dado a lo largo de milenios, y se seguirán dando. Por tal razón es que, para ser más precisos, debemos utilizar el vocablo siempre en plural: hay y ha habido siempre culturas, todas diversas, con la riqueza de su multiplicidad.
Con ello digo ahora que una cultura es siempre un modo particular de habitar un espacio, en un territorio, y por ello nos impone un modo particular de pensarlo. Equivale a decir que la conciencia que habita un espacio es conciencia de ese espacio, por él y a partir de él ve y piensa. Es esta una cualidad identificatoria, pero es, por ello mismo, una limitación que inhibe un conocimiento universal. Para decirlo de otro modo: el hombre es un ser finito cuya limitación se manifiesta en la imposibilidad de abarcar con su percepción y su conocimiento algo que vaya más allá de la porción de realidad que está a su alcance. Ya veremos que el universalismo cultural ha sido siempre una forma engañosa de imponer una particularidad, la del vencedor. El universal, pensado como abstracción, es un concepto muy pobre dado que debe despojarse de la enorme cantidad de particularidades que se expresan en cada individualidad, personal o colectiva, para abarcarlas todas bajo ese enorme paraguas, imponente pero cuasi vacío.
Desde el famoso «pienso, luego existo» cartesiano, pareciera que el “pienso” es un hecho fundamental que abarca lo universal, por lo cual debe aceptarse como tal y se impone como fundamento de la existencia del pensador universal; ello habilita a construir una filosofía con pretensiones de ser la filosofía: el racionalismo. Es éste la que admite que se le formulen preguntas, mientras que el “pienso”, según esta filosofía, es el instrumento neutro utilizado para conocer. Todavía el conocimiento no se hallaba constreñido por el corsé del método empírico —. pero no pasaría mucho tiempo para que éste se impusiera—. Ese pensar puede ubicarse en una dimensión metafísica —en el sentido estricto de su etimología griega: meta= ‘más allá’; física= ‘el orden de las cosas materiales’ — desasido así de todo contexto que lo condicione, y por lo tanto lo limite. Sus conclusiones pueden adquirir así un valor universal y dirigirse a todo el mundo, una especie de “urbe et orbi” [[3]]. Ese valor del pensar se mide por sus contenidos y por la autoridad de quienes lo exponen. Me atrevería a decir que es esta la historia de la filosofía, como concepción universalizante, la base pedagógica con la cual no forma el sistema educativo.
[1] Doctora en Filosofía por la Universidad de Munich. Docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Ha sido Decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Morón y Directora de su Instituto de Pensamiento Latinoamericano; coordinadora de la Maestría en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Matanza.
[2] Filósofo griego. Muy poco se sabe de su biografía, apodado el Oscuro por el carácter enigmático que revistió a menudo su estilo, como lo testimonia un buen número de sus fragmentos conservados.
[3] Palabras en latín que significan “A Roma y al mundo” (literalmente, “a la ciudad y al mundo”). Era la fórmula habitual con la que empezaban las proclamas del Imperio Romano. En la actualidad, es la bendición más solemne que imparte el Papa, y sólo él, dirigida a la ciudad de Roma y al mundo entero.
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