El mundo atraviesa la III Guerra Mundial en Cuotas, de acuerdo con la definición que el papa Francisco acuñara hace más de un lustro.
Es en ese marco en el que se desarrollan los hechos de guerra que vienen protagonizando los Estados Unidos de Norteamérica (EE. UU.) y la República Islámica de Irán (RII) en territorio iraquí, que concentran la atención desde hace unas semanas.
Recién el 8 de enero, con el mensaje del presidente estadounidense se pudo recobrar el aliento, ya que de su contenido se desprendía la certeza de la existencia de negociaciones y la voluntad de los contendientes de no profundizar los enfrentamientos.
Pero, más allá de lo evidente, la reciente pulseada expresa de modo claro las características de esa “guerra en cuotas”, que no se libra ya por el dominio de los territorios sino por la preeminencia de los vectores de competitividad, en este caso el energético, y la tasa de empleo asociada de cada economía involucrada.
El mercado energético: un cambio drástico
Finalizada la Guerra Fría, con la desarticulación del bloque socialista y la supremacía del capitalismo occidental, emerge como modelo hegemónico y excluyente de las relaciones entre los países la globalización.
Durante su vigencia, las confrontaciones bélicas revistieron las características clásicas, en las que el objeto de las disputas era el control territorial, bajo las que subyacían, mayoritariamente, las necesidades de abastecimiento energético de los complejos industriales de aquel mundo unipolar.
Con ese sino se desarrollaron las guerras de las décadas de los 80 y los 90 del siglo pasado.
Sin embargo, toda la arquitectura de las relaciones internacionales, incluyendo la dimensión militar, fue reconfigurada al producirse un cambio sustantivo en la principal economía y potencia bélica mundial: los EE. UU. dejaban de depender del petróleo del Medio Oriente para pasar a liderar también la producción de energía basada en los combustibles fósiles.
Como señalábamos en nuestro artículo “El América first y el Nuevo Orden Internacional” (BAE, 28/1/19) los EE. UU. lograron el desarrollo tecnológico que hizo posible el abaratamiento de los costos de extracción y la puesta en acción de los reservorios de esquisto como fuente masiva de producción, ventaja, hasta ahora, privativa de la potencia estadounidense.
Hemos llamado “revolución energética norteamericana” a ese proceso, que dio lugar a una drástica disminución de sus precios y, en consecuencia, de los costos primos unitarios de los bienes manufacturados.
En orden de magnitudes, las compañías en EE. UU. cuentan con gas natural a menos de la mitad del valor que pagan en Europa y un tercio respecto de lo que cuesta en Japón.
A la vez, los países que durante el apogeo de la globalización se erigieron en sus principales competidores industriales (especialmente la República Popular China-RPC- y los de la Unión Europea -UE-) deben lidiar con grandes proveedores de combustibles que no están interesados en bajar significativamente los precios, como es el caso de la Federación Rusa, o que, como en el Medio Oriente y el norte de África, atraviesan situaciones por las que no pueden aumentar los volúmenes de abastecimiento o garantizar, como proveedor confiable, el suministro en los proyectos de largo plazo.
Lo único estable es la inestabilidad
Hay un tácito interés compartido entre la primera economía mundial y la Federación Rusa (FR).
A la fecha, amén de sus ingentes reservas, EE. UU. ha logrado el autoabastecimiento energético y se orienta a ser un exportador neto no sólo de petróleo, sino también de gas.
En la medida que los potenciales oferentes de hidrocarburos para la RPC y la UE no pueden aumentar su volumen, con su consabido impacto de precios a la baja, los EE. UU. seguirán gozando de la apreciable ventaja que poseen sobre sus competidores industriales.
La inestabilidad en los países petroleros del norte de África y del Oriente Medio lo garantizan.
Por su parte, la FR consolida el beneficio de continuar siendo el proveedor privilegiado tanto de la UE, como de la RPC, al tiempo que los precios que recibe son notoriamente mayores a los que lograría si los países petroleros de las áreas antes citadas pudieran incrementar sus despachos y disputar sus actuales clientes.
De modo que no existen motivos para que las guerras que hoy puedan involucrar a las principales potencias militares impliquen la toma de posesión o control de territorios. Mas bien se trata de impedir que se consoliden otros proveedores competitivos en términos de cantidades y precios.
Esta es una más de las mutaciones que registra este mundo en el que los países se debaten entre sobrevivir en los despojos de la globalización ya obsoleta o disputar su lugar en el Nuevo Orden Internacional (NOI).
De afuera hacia adentro
El proceso de la globalización se basó, significativamente, en el usufructo de los bajos salarios de las economías subóptimas (mediante la descentralización de la producción), el control de las fuentes de insumos por vías directas o indirectas, y la instauración, como regla, del librecomercio entre los países, garantizado por instituciones internacionales (como la OMC1) y asociaciones entre grupos de naciones.
La globalización contó con el decálogo del Consenso de Washington como filosofía rectora, homogéneamente compartida por las dos vertientes que sustentaron la superestructura política en el período de auge: el neoliberalismo y la socialdemocracia.