Por Ricardo Vicente López
Parte I.- Una primera aproximación
Un debate necesario acerca de los temas que aporta una larga tradición judeocristiana
Quiero comenzar con una aclaración: 1.- No puedo ignorar que el título de esta investigación puede despertar una actitud de rechazo ante lo que aparecería, en una primera lectura, como una defensa de la Iglesia Católica. Frente a esta posibilidad le ruego, amigo lector, que se permita avanzar un poco en su lectura para después decidir; 2.- El tratamiento que haré de este tema no contiene ningún sesgo religioso, me lleva a ello la necesidad de hurgar en una fuente devaluada, desprestigiada y casi olvidada, de la cultura occidental moderna. Ésta sepultó esa tradición bajo la herencia grecolatina sobrevaluada, canonizada por el proyecto político de la burguesía europea. Se ha perdido así gran parte de un manantial riquísimo, aunque es necesario reconocer que, en parte, ha sido fusionado con algunas de las categorías de la filosofía política moderna.
Recuperar parte de todo ello, comenzar a leerlo desde nuestra América rediviva, cristiana, esperanzada, utópica, acompañando el despertar de los pueblos en su marcha hacia la liberación, es una tarea impostergable. Es desde esa mirada que me propongo una sencilla investigación para aportar conceptos, categorías de pensamiento, ideas, que creo continuarán el enriquecimiento del pensamiento político que había comenzado en los sesenta-setenta del siglo pasado. Deseo demostrar que el pantano en que está sumergido, en gran parte, el pensamiento cargado de pesimismo encubierto, encuentra explicaciones en el abandono señalado. Poder incorporar la esperanza y la utopía al instrumental de la filosofía política inyecta una savia nueva.
Los textos que citaré serán trabajados, dentro de esta investigación, sólo por su carácter histórico y por los contenidos ideológicos, filosóficos y políticos que contienen. Los análisis y conclusiones que pueda proponer serán elaborados, dentro de mis limitaciones, a partir de una mirada investigativa de la filosofía política enraizada en la fértil tierra indo-latino-americana. La intención es rastrear los contenidos sociopolíticos, que a lo largo de más de tres mil años fue atesorando la sabiduría histórica, como reflexión y análisis de las prácticas sociales y políticas de los pueblos semitas, en especial el hebreo. A partir de lo cual se abren, en mi opinión, líneas de pensamiento humanista para una reflexión más profunda, más densa, imprescindible. Ello nos ayudará a pensar lo político para este tiempo, con una proyección hacia un horizonte más prometedor. Esta es una tarea necesaria frente al predominio de los modos técnicos de pensar lo político.
Tal vez, la oportunidad actual de este propósito corresponda a las expectativas que ha creado la elección de un papa argentino, Jorge Bergoglio (1936), que adoptó el nombre de Francisco. La simbología a que remite esa elección acrecentó las repercusiones, dado que una línea de la historia, un tanto olvidada, es la que aconseja un modelo más humilde de vida: il Poverello de Asís (1182-1226) vuelve a la superficie de nuestra memoria. Agregado a ello que también contiene una propuesta religiosa de fuertes marcas evangélicas, como matriz para pensar la relación con la naturaleza y el cosmos que representa el modelo de vida de Francisco de Asís.
Todo ello puede ser transformado en una oportunidad propicia para recuperar y poner en debate algunos contenidos de la Doctrina Social de la Iglesia. Entendiendo a ésta como una propuesta de carácter sociopolítico ante las dificultades del mundo actual. La elección del nombre de aquel “poverello revolucionario”, que conmocionó a la Iglesia y a los jóvenes del siglo XIII en Italia, remite, con todo lo que representa, a trazar un paralelo con las primeras actitudes y dichos del nuevo papa. Esta actitud de Francisco puede ser interpretada como el intento, el inicio de un nuevo camino, si puede dejarse de lado algunas desconfianzas generadas por la triste y contradictoria historia de la Iglesia Católica. Partiendo de la hipótesis y del deseo de que esas intenciones no se vean frustradas.
Postular la humildad y la pobreza como modelo de recuperación de un modo de vida y pensamiento más próximos a la tradición evangélica. A la luz de ello, repensar los aportes que la importante tradición judeocristiana puede hacer hoy, no es uno de los temas, es el tema para este mundo. El despilfarro y maltrato de la naturaleza, que el proyecto del mercado absoluto, acompañado de un hedonismo descomprometido, que está proponiendo, implica un riesgo que atenta contra la sobrevivencia de la vida sobre el planeta. La única salida posible es una vida que contenga a todos sin exclusiones. Ella debe ser una vida más austera y una mejor utilización y distribución de los bienes producidos. El mundo del despilfarro de unos pocos necesita de la exclusión de los muchos para subsistir. Aunque esto pueda sonar amenazante para los oídos de los que viven en la búsqueda del placer, desentendiéndose de sus consecuencias, deben saber que es el único camino para una convivencia más equitativa que evite la catástrofe biológica. El desenfreno del gasto superfluo de unos pocos, no puede ser resistido por nuestro planeta.
Entonces, hablar de vivir pobremente (no quiere decir como indigentes). Es un programa fundamental que contiene, a su vez, una propuesta política, para dejarle a las próximas generaciones un mundo vivible. Ello permite comprender el porqué de las palabras del papa cuando exhortó en Brasil a los miembros de la Iglesia para que sean:
«Hombres que amen la pobreza, sea la pobreza interior como libertad ante el Señor, sea la pobreza exterior como simplicidad y austeridad de vida. Hombres que no tengan “psicología de príncipes”».
La tradición del cristianismo ha privilegiado dar testimonio, vivir como se predica, más allá de un predicar brillante y culto. Ser pobres, significa entonces hoy no ceder frente a las redes de los cantos de las sirenas del mercado. Son tiempos de lastimosas corrupciones éticas que llevan a desentenderse de los que sufren, de los marginales y menospreciados, que la cultura actual parece desechar. Por ello, ante el clamor de las dos terceras partes de la población del planeta, dijo el papa en Lampedusa:
«La cultura del bienestar nos ha hecho insensibles a los gritos de los otros. Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto; la globalización de la indiferencia nos sacó la capacidad de llorar. ¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que se ha sumergido en la ilusión por lo insignificante, por lo provisional, que nos lleva hacia la indiferencia ante los otros, nos lleva a la “globalización de la indiferencia”. Muchos de nosotros, y me incluyo, estamos desorientados, ya no estamos atentos al mundo en el que vivimos, no curamos, no custodiamos lo que Dios ha creado para todos y tampoco somos capaces de custodiarnos los unos a los otros».
La globalización de la indiferencia es una definición muy fuerte, que debe calar hondo en nuestras conciencias y que debemos tomar como un llamado a comprometernos en la construcción de un mundo más inclusivo, equitativo y amoroso. La concentración de la riqueza y el poder de decisión en pocas manos nos han arrojado ante este panorama global insoportable, que muchos parecen ignorar. Refiriéndose a ese sector del privilegio, agregó en su reclamo de mayor comprensión y compromiso de:
«Aquellos que en el anonimato toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas como éste y a aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas».
Decía más arriba que esta nueva situación podría convertirse, si nos lo proponemos, en una oportunidad para convocar a todos como hizo en el 2010 el Programa para todos los hombres y mujeres de buena voluntad que se expresaba en estas palabras, que están en línea con lo que expresa el papa, y comienzan con lo que define como El desafío:
«Los asuntos mundiales han llegado hoy a una situación en que el egoísmo, la competitividad, codicia y desentendimiento, están siendo reconocidas por una masa creciente de hombres y mujeres de buena voluntad, como valores que son nocivos para la supervivencia y bienestar continuos de la humanidad. Confrontados con el gran poder político y económico, y con condiciones que parecen estar fuera de su control, los hombres y mujeres de buena voluntad se preguntan a sí mismos: ¿Qué puede hacer una persona? El hecho es que movilizando y enfocando el poder de millones de hombres y mujeres de buena voluntad, demostrándolo en sus vidas individuales de servicio, puede y podrá alterar el curso de los asuntos mundiales. Los técnicos expertos, los consejeros entrenados y los especialistas son necesarios, pero sin la poderosa cooperación masiva de los hombres de buena voluntad para ejecutar su trabajo, estarían indefensos. La participación altruista y la comprensión colaboradora entre los hombres y mujeres de buena voluntad, de todo el planeta, puede erigir un nuevo mundo. Actualmente el hombre común está profundamente involucrado en la complejidad de los problemas mundiales y en su solución, y se pregunta: “¿Qué puedo hacer?”»
El ciudadano de a pie ve, lee, escucha, a los importantes dirigentes del mundo y se sumerge en la desesperación ante tanta indolencia, tanta indiferencia, tanto egoísmo. De muchos de esos dirigentes no podemos esperar gran cosa. Pero entre ellos tiene que haber, y los hay, algunos de corazón más sensible que comiencen a cambiar sus ideas, actitudes, planteos, que puedan enderezar los caminos hacia ese mundo mejor. Pero, ello no será posible sin la participación masiva de todos nosotros, desde cada uno de los pequeños lugares en los que actuamos. Hay un viejo proverbio chino que dice: «Muchos pequeños hombres, en muchos pequeños lugares, haciendo muchas pequeñas cosas, cambiaron el mundo».