Por Fausto Frank
Con el proyecto transhumanista, un sector de la élite global estará a punto de cumplir finalmente su sueño prometeico. Dicho anhelo hunde sus raíces en los diseños antropológicos inmanentistas de la Modernidad Iluminista de los siglos XVII y XVIII, y encuentra su expresión en los círculos eugenésicos y neomalthusianos anglosajones a lo largo de todo el siglo pasado.
Los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial permiten avizorar la llegada de la “Singularidad Tecnológica”, o “Inteligencia Artificial Fuerte”, para el año 2045: el momento en el que un cultor del transhumanismo, como Raymond Kurzweil, planteó que las máquinas podrán finalmente automejorarse recursivamente, pudiendo diseñar entidades superiores a sí mismas. Kurzweil no es cualquier “científico loco”, desde 2012 está a cargo de esta área específica en Google, nada menos.
Al mismo tiempo, el avance de la ingeniería genética permitirá trascender las fronteras naturales de la biología humana. La élite plutocrática mundial, que ha venido financiando este largo proceso durante todo el siglo XX, y lo que va del XXI, preparando también sociológicamente el terreno para su aceptación cultural, ve finalmente la posibilidad de cumplir su anhelo de alcanzar la inmortalidad biológica y jugar a ser dioses en la Tierra.
Desde el Renacimiento en adelante, cada paso diálectico fue parte de una hélice hacia el inmanentismo y el individualismo, dejando una tras otra, cual capas, las dimensiones humanas que ligaban al hombre a lo que lo constituía como tal. Tras haber decretado “la muerte de Dios” con Friedrich Nietszche en el siglo XIX, y “la muerte del hombre” con Michel Foucault en el siglo XX, la Modernidad camina ahora hacia su “emancipación” definitiva: la de la propia humanidad. El puro deseo del individuo despojándose de sus últimas ataduras: su propia corporalidad. El pasaje del Homo Sapiens Sapiens al Homo Deus planteado por el historiador Yuval Harari. Sin embargo, nos acercamos de manera nihilista a lo que alguna vez admonizara Gilbert Chesterton: “Quiten lo sobrenatural, y no tendrán lo natural, sino lo antinatural”.
Veamos algunas de las advertencias realizadas por el catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga (UMA), Antonio Diéguez, en su último libro “Transhumanismo: la búsqueda tecnológica del mejoramiento humano” sobre las consecuencias sociales de este movimiento que “preconiza el uso libre de la tecnología para el mejoramiento del ser humano”, tanto en sus “capacidades físicas, como en las mentales, emocionales y morales, trascendiendo todos sus límites intelectuales”. Diéguez plantea que el transhumanismo: “Podría cristalizar las diferencias sociales en diferencias biológicas” lo que las convertiría en diferencias estructurales “mucho más profundas”.
Con la promesa del “mejoramiento humano” como cobertura, podría terminar desplegándose una distopía perfecta.
Bajo sus nuevos principios antropológicos, el transhumanismo se propone dirigir la “evolución” del ser humano hacia una condición en la que el cuerpo físico ya no fuera imprescindible para la existencia, atravesando para ello varios pasos previos, desde las definiciones de identidad por fuera del cuerpo biológico a la hibridación progresiva con la tecnología y la inteligencia artificial.
Estos temas, lejos de ser ciencia ficción, vienen siendo estudiados en detalle por las elites globales. “La ética de la inteligencia artificial” fue uno de los temas clave de la reunión Bilderberg de 2019. Alex Karp, CEO y fundador de Palantir Technologies, empresa informática de Big Data para uso militar y financiero es miembro del comité directivo de Bilderberg.
El primero en acuñar el término transhumanismo, no fue ningún fantasioso escritor de novelas, sino nada menos que Julian Huxley, miembro de los círculos elitistas británicos, director de la Sociedad Británica de Eugenesia y primer director de la UNESCO en 1946. Por si esto fuera poco, Julian no es otro que el hermano del autor de la novela distópica “Un Mundo Feliz” (Aldous Huxley), en el que se presenta sin tapujos un modelo de sociedad con clases diferenciadas por ingeniería genética.
Diéguez plantea un futuro, “nada fantasioso”, en el que “una élite económica que pudiera pagar los avances tecnológicos quedaría afianzada como una especie de élite biológica”. Bajo este proyecto, las élites globales podrían, en cuestión de décadas, empoderarse con los incesantes “avances” de la biotecnología, la ingeniería genética, los implantes cerebrales (como el proyecto Neuralink de Elon Musk), la ultraconectividad que permiten tecnologías como la 5G y 6G, la velocidad de procesamiento de las computadoras cuánticas, la robótica y, emergiendo de la sinergía de toda esa infraestructura, la Inteligencia Artificial (IA), cada día más cerca de alcanzar la llamada Singularidad Tecnológica.
Se entiende por dicha singularidad el punto en el que la robótica, de la mano de la IA, alcance el grado de auto-mejoramiento recursivo, lo que se conoce como “IA fuerte”. Esto implicaría la capacidad de diseñar entidades tecnológicas mejores a sí mismas, se trate de redes, programas, computadoras, robots o experimentación genética biológica. Tecnología mejorándose a sí misma, hibridándose con cuerpos biológicos y/o finalmente emancipándose del control humano. Cuando más “inteligente” logre ser, más rápido aún podrá mejorarse de manera recursiva.
Los tiempos se aceleran: para 1997, por primera vez en la historia, una IA venció a un campeón mundial de ajedrez, el Deep Blue, de IBM, contra Garry Kasparov. A finales de 2017, AlphaZero, de DeepMind, alcanzó un nivel de juego sobrehumano en ajedrez, go y shōgi en sólo 24 horas de autoaprendizaje y sin ningún tipo de intervención humana, solo jugando contra sí mismo.
Todo esto que podrá parecer a muchos, especialmente a quienes viven el día a día, algo solo propio de series y películas fantasiosas, ha sido predicho por teóricos del transhumanismo, como el ya citado Raymond Kurzweil, como algo alcanzable para el año 2045 (Kurzweil, R. (2006) The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology).
Para dicho investigador, la inteligencia artificial (IA) será realmente inteligente a partir del año 2029, superando finalmente el Test de Turing, en el que un evaluador humano ya no pudiera distinguir en una conversación si se encuentra hablando con otro humano o con una máquina.
¿Pueden ser inteligentes las máquinas? Desde un paradigma materialista, como el hegemónico en la actualidad en las academias occidentales, la mente solo puede ser explicada físicamente, como interacciones biológicas, reacciones nerviosas y químicas. Desde ese paradigma, nada impide que se puedan crear “mentes artificiales” que repliquen los mismos esquemas, o incluso los mejoren en materia de procesamiento de información, eficiencia en los análisis y respuestas a problemas.
Kurzweil sostiene: “para el 2030 conectaremos a la nube nuestro neocórtex, la parte de nuestro cerebro que utilizamos para pensar” y ya a partir de 2045 se dará la fusión del cerebro humano con la Inteligencia Artificial. “La ciencia y la tecnología avanzan a un ritmo exponencial”, es su frase de cabecera. Como Director de Ingeniería de Google, encabeza los desarrollos de IA. Google/Alphabet viene gestando desde 2014 el proyecto DeepMind. La empresa creó una red neuronal que logró aprender a jugar videojuegos de manera similar a los humanos. Entre otros objetivos alcanzados, la Inteligencia Artificial de DeepMund pudo derrotar a un campeón mundial de Go, un juego oriental mucho más complejo que el ajedrez, aprendiendo las estrategias en pocas horas, solo jugando contra sí misma. Sus sistemas específicos no están pre-programados sino que se autoprograman desde la experiencia, como un humano, sin alterar su código de base.
Yuval Harari, optimista y propagandista del transhumanismo, sostiene en “De animales a dioses: Breve Historia de la Humanidad“(2014): “Es cierto que todavía no tenemos el ingenio para lograrlo, pero no parece existir ninguna barrera técnica insuperable que nos impida producir superhumanos. Los principales obstáculos son las objeciones éticas y políticas que han hecho que se afloje el paso en la investigación en humanos. Y por muy convincentes que puedan ser los argumentos éticos, es difícil ver cómo pueden detener durante mucho tiempo el siguiente paso, en especial si lo que está en juego es la posibilidad de prolongar indefinidamente la vida humana, vencer enfermedades incurables y mejorar nuestras capacidades cognitivas y mentales”.
Para el especialista Miguel Casas:“la IA puede utilizarse para beneficiar a unos pocos privilegiados en frente el resto, o directamente puede volverse en contra de toda la humanidad” y agrega:“El poder del que disfrutaría una superinteligencia que estuviera conectada a la red sería prácticamente absoluto. ¿Podría poner todos los dispositivos conectados a su servicio, y qué no está a día de hoy conectado? Vería por nuestras cámaras, oiría por nuestros micrófonos y podría hacer copias de seguridad de sí misma en nuestros ordenadores. Además, ya tenemos robots, como el Atlas, con capacidad de interactuar competentemente con el medio físico, que le permitirían alterar el entorno a su placer. Pero si las creaciones humanas se le quedaran pequeñas seguro que podría utilizar nuestras fábricas para crear nuevas. A priori parecería que una garantía para prevenir el desastre es simplemente asegurarnos de que la superinteligencia nace en un ordenador sin más acceso al exterior que lo que nosotros decidiéramos darle (y obviamente sin internet), pero si realmente fuera una inteligencia tan superior a la nuestra, bien podría encontrar agujeros técnicos o valerse de la ingeniería social, para escaparse de su prisión. En otras palabras, podría engañarnos, manipularnos o tentarnos para conseguir que alguno de los seres humanos que interactuaran con ella le garantizara acceso al mundo exterior”.
Stephen Hawking alertó pocos años antes de morir, en 2014, que “el desarrollo de una completa inteligencia artificial (IA) podría traducirse en el fin de la raza humana”, a partir de que la IA “pueda decidir rediseñarse por cuenta propia e incluso llegar a un nivel superior”. “Los humanos, que son seres limitados por su lenta evolución biológica, no podrán competir con las máquinas, y serán superados”, sostuvo.
Casas explica algunos de estos riesgos: “una inteligencia recreada de una manera completamente artificial, a través de técnicas de automejora, como las que utiliza el AlphaZero para aprender a jugar a juegos de mesa, podría tratarse de una inteligencia completamente diferente a la nuestra. Una inteligencia que bien podría ignorar todo aquello que nosotros consideramos importante. El filósofo Nick Bostrom ha alertado de que una entidad de este tipo, programada con el único fin de encontrar el máximo posible de decimales de pi, podría acabar exterminando la vida en la tierra o en todo el universo. Lo más irónico es que el humanicidio se produciría sin una intencionalidad directa. La máquina en cuestión podría destruir todo los ecosistemas con la única finalidad de disponer de más fuentes de energía para alcanzar el objetivo encomendado”.
Con respecto a las potencialidades de hibridación con el cerebro humano: “Para el movimiento transhumanista, el escenario preferido no es detener el desarrollo de la IA, sino todo lo contrario. Si dispusiéramos de tecnologías que permitieran conectar nuestros cerebros a los ordenadores o subirlos a la red, podríamos formar parte de esta inteligencia que crece exponencialmente, asumiendo y dirigiendo todo su potencial, pero hoy por hoy estamos lejos de saber si esta es una alternativa viable”, explica. No es difícil imaginar el atractivo que esta potencialidad tiene para la expansión de poder de las élites que nos dominan.
Para el analista Miklos Lukacs, el proyecto transhumanista, motorizado por las élites globales, está desplegándose ante nuestros ojos. No sería otra cosa la “Revolución Industrial 4.0” y el “Great Reset” que promueve incansablemente Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro de Davos. En igual sentido se ha venido manifestando el analista y escritor Daniel Estulin, quien fue uno de los introductores de esta problemática en la agenda pública con su libro de 2013 “Trans-evolution: The Coming Age of Human Deconstructing”, que fuera traducido al español con el título de “El Club de los Inmortales”. Para este último investigador, la situación tan particular que actualmente atraviesa el mundo, es precisamente la etapa de transición entre el quinto y el sexto tecno-paradigma, el fin del capitalismo de servicios y el pasaje a un post-capitalismo, más similar a un neo-feudalismo tecnocrático.
“Además de las diferencias de clase que pudieran provocar los avances del transhumanismo, se suele decir que este tipo de tecnología terminaría modificando la naturaleza humana y, por ende, atentaría contra la dignidad humana”, explica Dieguez y agrega: “Entendemos todos que, en el caso de que, por ejemplo, unos padres músicos eligieran para su hijo unas cualidades que lo condujesen a ser músico, lo estarían instrumentalizando, le quitarían libertad de elección”, aunque matiza: “pero si los padres eligieran para su hijo cualidades que le abrieran posibilidades vitales, como más longevidad, resistencia a determinadas enfermedades o cartílagos de más duraderos, no estarían atentando contra la dignidad del ser humano”.
El anzuelo biotecnológico que se usará será presentar el proyecto como una vía para alcanzar “la inmortalidad, vencer enfermedades incurables y mejorar nuestras capacidades cognitivas y mentales”. Sin embargo, “su fin último, sería volcar los seres humanos en máquinas, prescindir del cuerpo biológico”.
¿Resultará posible con el paso de las décadas este “volcado” de una mente humana a un ordenador informático? En buena parte la respuesta a este interrogante radica en lo que efectivamente la mente humana sea. Aquellos que, desde una concepción materialista, consideran que la mente humana es solo una mera red de información basada en conexiones neuronales, sostienen que la misma es pasible de ser transformada en ceros y unos como cualquier información digitalizada. Ya se han llevado experimentos de lectura y registro en tiempo de real de procesos mentales. Solo es una cuestión de tiempo y capacidad de procesamiento y almacenaje.
Si el fin último de los transhumanistas es la inmortalidad, la realidad es que, hoy por hoy, según el catedrático, se conforman con ir alargando la vida y manteniendo el cuerpo joven. “Hay que distinguir dos modalidades en el transhumanismo”, especifica: “Una tiene que ver con la biotecnología y otra con la inteligencia artificial e integración con la máquina”. Existe una diferencia semántica importante en la que la comunidad científica y bioética suele situar la frontera entre lo lícito y lo ilícito: no es lo mismo curar, que mejorar.
No obstante, Diéguez apunta que, muchas veces, esa frontera es difusa. “En el campo de la biotecnología, ya existen terapias génicas, consistentes en modificar genéticamente células somáticas (todas excepto espermatozoides y óvulos), para curar ciertas enfermedades”, desliza. “A pesar de que son caras y poco accesibles para el gran público, son prometedoras”. Pero esto está muy lejos del intento de mejora que realizó He Jiankui, un científico chino que se saltó los códigos éticos y deontológicos que rigen en su disciplina y alteró los embriones de dos gemelas y –como más tarde se supo– también de otro niño. Mediante esa modificación, trató de evitar que las personas que nacerían de esos embriones pudieran contraer el SIDA, una enfermedad que sí tenía uno de sus progenitores. Recibió una condena unánime de la comunidad científica.
“Hay muchos que piensan, sin embargo, que ese era un primer paso necesario”, advierte Diéguez, pero la mayoría de la profesión señala que el proceso que siguió para llevar a cabo el experimento fue corrupto y que, además, puso en peligro la vida de las niñas, toda vez que, en palabras del profesor, “no consiguió que todas sus células tuvieran esa modificación, con lo que el resultado de la intervención fueron mosaicos genéticos”, una alteración en la que, en un mismo individuo, existen dos o más líneas celulares con distinto genotipo originadas a partir de un único cigoto. “Esas niñas”, resuelve el profesor, “podrían tener problemas de salud”. El tribunal de Shenzhen condenó a prisión a He Jiankui y lo inhabilitó de por vida.
“En la mayoría de países, los científicos que modifican embriones humanos, y, por tanto, afectan a la línea germinal, están obligados a destruirlos y evitar que se conviertan en seres humanos”, completa Diéguez, hablando con ligereza de “embriones humanos” que se “convierten” luego en “seres humanos”, como si no lo fueran ya. Aristóteles se revuelve en su tumba al ver cómo sus esclarecedoras nociones de sustancia y accidente se disuelven en el aire. La esencia humana efectivamente no se altera por el cambio de sus propiedades accidentales, por lo que el ser humano lo es, y con plena dignidad a lo largo de todas sus etapas de desarrollo. En la medida en que la ciencia y la tecnología se alejan de esta concepción se abren las puertas para que todo tipo de experimentación sea posible. Esto explica la necesidad de deconstruir previamente la idea de ser humano como paso previo al transhumanismo. La deconstrucción antropológica, abona el camino para esta tarea, al separar a la identidad humana de su base biológica-corporal.
Miguel Casas advierte: “Una superinteligencia basada en un cerebro humano, podría poseer las mismas inclinaciones hacia el bien y el mal que nosotros mismos, pero también un poder más absoluto que el de ningún gobernante que haya existido nunca. Un gobernante que además no tendría un mandato finito, porque no tendría que cesar ni morir“.
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