Por Juan Manuel de Prada
Suele repetirse que las nuevas generaciones de políticos carecen de elocuencia, que no han sido bendecidos por el arte de la oratoria, que sus discursos parlamentarios son romos y poco persuasivos (salvo para sus forofos cretinizados), paupérrimos en su expresión retórica y carentes de vibración. Todo esto es cierto y delator de graves carencias naturales y formativas; en cambio, no se señala que esta falta de sustancia en la expresión no se acompaña de una prudente propensión al laconismo y la reserva (que sería la propia de quien se sabe ignorante pero al menos se cuida de disimularlo), sino que por el contrario suele acompañarse de una mareante incontinencia verbal.
Nunca he sido muy aficionado a escuchar las expansiones verbales de nuestros políticos; pero el estallido de la plaga coronavírica —sobre todo durante los meses del confinamiento— me empujó a prestar mayor atención a sus alocuciones, que algunos canales televisivos transmitían constantemente. Esperaba encontrarme con mensajes muy sobrios y sucintos, pues las circunstancias trágicas lo aconsejaban y, además, cualquier palabra de más podía delatar su incompetencia. Pero, para mi sorpresa, me tropecé por el contrario con discursos increíblemente farragosos, de una garrulería presuntuosa que no se arredraba ante nada, como si quienes los pronunciaban estuviesen poseídos por el horror vacui, como si quisieran llenar con su palabrería el miedo y la angustia que a todos nos embargaban en aquellos días. Todavía recuerdo con pasmo los discursos vacuos que largaba el doctor Sánchez, trufados de chorradas mostrencas, de emotivismos hueros, de precisiones intempestivas e inanes; también los discursos nerviosos y verborreicos del líder de la oposición, dignos de un gallo descabezado; y, muy especialmente, la cháchara mareante de quien entonces era portavoz del Gobierno, la ministra María Jesús Montero, que a las preguntas de los periodistas respondía siempre profusa y tediosamente, alargando sus parlamentos de forma desmedida, mareando la perdiz hasta generar en quien la escuchaba la misma sensación que nos causa una aspiradora encendida, una mezcla de agotamiento y exasperación que obligaba a apagar el televisor.
Eran, todas ellas, intervenciones charlatanescas, dignas de cotorras o sacamuelas, carentes por completo de sustancia, que trataban de ocultar su aturdimiento o su ignorancia con un incesante acopio de palabras en el que se mezclaban los latiguillos más sonrojantes, las observaciones más mazorrales, los sofismas más burdos. Pero más sobrecogedoras aun que la garrulería sin freno de todas aquellas cotorras eran su orgullosa fatuidad, su arrogante falta de sindéresis, su delectación y regodeo en la chorrada y en el error. Eran la prueba viviente –y encantadísima de haberse conocido– de que la locuacidad puede ser exactamente lo contrario de la elocuencia. Pues el discurso elocuente exige pureza de lenguaje, claridad, concisión, adecuación al contenido y distinción retórica; pero exige sobre todo sabiduría, que en aquellas circunstancias implicaba que el discurso contuviese juicios verdaderos e iluminadores. Todos los rasgos propios de la elocuencia brillaban por su ausencia en las alocuciones de aquellas cotorras, que sin embargo, lejos de arredrarse ante la situación, parecían crecerse, como si hablar sin saber, hablar por hablar, fuera su modo más auténtico de manifestarse, su sello distintivo, su particular forma de ‘anagnórisis’.
Y es que, en efecto, cuando hablamos mostramos lo que somos. La elocuencia, como la charlatanería sin fuste, no es una técnica que se aprende (aunque, desde luego, la elocuencia se pueda mejorar mediante el estudio, del mismo modo que la charlatanería se puede acrecentar mediante la complacencia), sino un ‘sistema de vida’. Del mismo modo que disponemos de un sistema respiratorio o digestivo, disponemos de un ‘sistema sapiencial’ que podemos cuidar, ejercitar o fortalecer, pero que no podemos adquirir. La cotorra nunca podrá ser elocuente, porque la elocuencia es una facultad del alma, ínsita en nuestro ser, lo mismo que los músculos o los nervios. Pero en un mundo que no estuviese por completo desquiciado, la cotorra, en lugar de mostrarse como es, se ejercitaría (ya que no puede ser elocuente) en el noviciado del silencio, acatado con serena y prudente meditación; en un mundo desquiciado como el nuestro, la cotorra se muestra sin ambages, charlotea sin recato, pontifica sin rubor. Y, lo que aún resulta más acongojante, es encumbrada por quienes deberían —por bien de la cotorra y bien de todos— destinarla al silencio.