Por Ricardo Vicente López
Parte IV
En esta última nota lo quiero invitar, amigo lector, a incursionar en el terreno de la Filosofía latinoamericana. Para mirar la historia desde los vencidos. Entendiendo por filosofía un modo del pensar que intenta perforar la superficie engañosa del transcurrir histórico, publicitada por los medios de información concentrados que nos disciplina y educa con una actitud liviana, pasatista y evanescente sobre los procesos históricos. La filosofía se compromete con un preguntar que no se conforma con las primeras respuestas. Debemos enfrentar el falso prestigio de un saber que ha salido de los laboratorios y que le ha negado la condición de verdad a todo lo que no se somete a sus métodos.
El saber científico reconoce, en su punto de partida, la escisión entre el sujeto y lo otro en la que se apoya la voluntad de poderío que somete ese otro al estatus de cosa. El saber de la sabiduría popular parte del reconocimiento de la unidad previa, originaria y fundante, del nosotros comunitario con la naturaleza. Aquí el saber está avalado por el pertenecer previo a esa unidad, que hace del sujeto-colectivo y de la naturaleza una misma entidad de origen. Por tal razón ese saber es un saber de sí, desdoblado en una conciencia que sabe: un nosotros, cuyos contenidos sabidos son la naturaleza devenida otra, y el hombre, ambos pertenecientes a esa unidad originaria que requiere la comunión fraterna.
De allí que la naturaleza y la historia no sean más que dos etapas del producir y del producirse humano, un desdoblamiento que enriquece y despliega, pero que no anula ni olvida la unidad de origen. Por ello el sujeto-individuo moderno que enfrenta un mundo ajeno y extraño, es sólo el resultado de la historia moderna, de allí su alienación e imposibilidad de reconocerse en aquel origen. Puesto que ese reconocimiento, se convertiría de inmediato en una crítica severa del mundo burgués. Ese es el origen de la necesidad con que se presenta la conciencia burguesa: encuentra en la auto-fundamentación de la legitimación de su modo de ser. La conciencia-nosotros, por el contrario, reconoce en su historia, mítica y/o cronológica, el proceso por el cual devino otra respecto de la naturaleza. Es una conciencia que escucha esa palabra, que es mito y símbolo, sostenida la verdad de su historia por el análisis crítico de la antropología cultural.
En el camino de la construcción del sujeto moderno la Razón se extravió, se alienó en una historia que la elevó al trono de la superioridad cultural al reducir y someter toda otra historia a la versión del relato europeo. Esa superioridad y la necesidad de su expansión planetaria, hacia la que fue empujada por sus ansias de lucro y poderío la redujeron a la condición de ser ya su última etapa imperial. Se extravió por caminos que fueron negando su contenido humanista. La Razón del nosotros, en cambio, sustentada por la historia de la especie, reconoce su producirse y puede, con más confianza, moverse dentro de la ambigüedad de aceptar el Misterio de lo Absoluto y aproximarse indefinidamente a su conocimiento en las revelaciones históricas a las que puede acceder. Es un saber del misterio y un saber de la imposibilidad de saber ese Misterio.
Esta ambigüedad, reconocida como tal, alcanzó a ser vislumbrada en la formulación heideggeriana de la aceptación del Misterio y en la Serenidad como actitud. Pero esta tardía iluminación europea se encontraba ya presente, milenariamente, en la conciencia del nosotros americano, así como en las demás culturas no-europeas. De este modo pudo moverse, también, en la ambigüedad que presenta el saber de la naturaleza y el saber de la historia, sumidos ambos en el saber de la utopía. Remitiéndonos al sentido último de la utopía -como el devenir hacia una comunidad mejor- debemos insistir en que la misma es obra pura y exclusivamente humana, construida racionalmente, como transformación política de la naturaleza por medio de la cultura.
Esta manera de concebir la utopía sabe que, en el final del camino, también la naturaleza se humanizará, llevada por las manos comunitarias. Entonces, ellos se naturalizarán en el seno de esa naturaleza humanizada. Es el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad. Quedando así re-construida la unidad originaria en una instancia superior. La conciencia-nosotros latinoamericana ha sido analizada por un pensador español comprometido con ella, Ignacio Ellacuría (1930-1989), quien advierte:
«Lo que aquí importa es subrayar cómo la naturaleza se hace presente en la historia y cómo la naturaleza, que es predominantemente el reino de la necesidad, está unida a la historia, que es predominantemente el reino de la libertad».
Esta formulación de la unidad de lo natural y lo histórico tiene por base la participación en la praxis cotidiana de los pueblos originarios. El saber científico reconoce en su punto de partida la escisión entre el sujeto y lo otro, en la que se apoya la voluntad de poderío que somete a todo otro a un estatus de cosa. El saber de la sabiduría popular parte del reconocimiento de la unidad previa, originaria y fundante, del nosotros con la naturaleza. Aquí el saber comunitario está avalado por el pertenecer previo a esa unidad, que hace del sujeto-colectivo y de la naturaleza hermanados en una misma entidad en el origen. Por ello es que ese saber es un saber de sí, desdoblado en una conciencia que sabe, un nosotros, cuyos contenidos sabidos son la naturaleza devenida otra. El hombre perteneciente a esa unidad originaria requiere la comunión fraterna.
De allí que la naturaleza y la historia no sean más que dos formas y dos etapas del producir y producirse de lo humano. Que se enriquece en la medida que se concientiza. Es un desdoblamiento que posibilita el despliegue de lo humano hacia la libertad, pero que no anula ni olvida la unidad. Por ello el sujeto-individuo moderno enfrenta, sorprendido el mundo que lo rodea. Lo acepta como una escena permanente, por la ignorancia de su pasado, tal como aparece en el desprecio de su mayor cabeza pensante, el filósofo francés Renato Descartes (1596-1650). En él podemos encontrar esa desvalorización de la historia anterior, como lo afirma su decisión investigativa:
«No buscar otra ciencia que la que pudiese encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo… y a buscar el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi mente fuese capaz».
Estamos leyendo palabras de un hombre moderno. La condición de buscar el verdadero conocimiento en sí mismo refleja la certeza que este pensador exhibe, paralelamente, a la confianza en su valor, como hombre de la Modernidad y en su capacidad racional para el conocimiento «del gran libro del mundo». Dispone para esta tarea de la Razón que debe ser utilizada con las exigencias señaladas. Es evidente el desprecio que no oculta por la sabiduría acumulada en más de veinte siglos de filosofía, para él nada de ello es rescatable, en él comienza una época nueva.
Nada menos que la cabeza filosófica superior del pensamiento de la Modernidad, la que se convierte en vocero de lo nuevo, de lo que no requiere para existir más que la capacidad de la Razón, del instrumento que elevó al nivel de lo divino.
Fue necesaria esa alienación, esa certeza en su superioridad de hombre moderno, la que le permite postularse como el portador de un pensamiento revelador, avalado por la certeza divina. Ello lo habilita para mostrar su orgullo y su ceguera en toda otra cosa que estuviera por fuera de su mundo y de su clase social: la burguesía. Es esa ceguera la que le permite hacer gala de su capacidad racional para sentenciar: «Pienso, luego existo». Todo comienza con él, armado con el instrumento todopoderoso de su Razón. El filósofo argentino Arturo Andrés Roig (1922-2012) hace un interesante llamado de atención:
«No se ha reparado que en el Discurso del Método Descartes nos habla de México, lo que no es casual, pues el ego cogito (pienso luego existo) desde el cual se supone el dominio científico del mundo, tiene otra versión, la del ego conqueror (Yo conquisto), con lo que Hernán Cortés abrió el dominio del mundo».
Esta muy iluminadora reflexión nos permite ubicar en tiempo y espacio al filósofo francés. La certeza de pensar desde el centro del mundo estaba sostenida, aunque no confesada ni asumida, por el sometimiento de los pueblos de América que le garantizaba el Conquistador español. El poder moderno se construía con un terrible costo de vidas humanas… humanas sí pero de un nivel muy inferior, casi sub-humanas. Esta es la verdad última y fundante, oculta durante siglos, de las certezas de la superioridad de los hombres modernos. Superioridad no lograda en el campo del pensamiento sino en el terreno de las matanzas de los pueblos sometidos. Los que quedan fuera de la historia son categorizados como parte de la naturaleza. Recuérdense los debates del Consejo de Indias.
Por eso repito, que ese pacto secreto que ocultó, esa historia de asesinatos y miserias, sobre las cuales se construyó el imperio de la Modernidad. La confesión demolería el edificio del mundo moderno burgués.
Ese es el fundamento del mundo moderno, cuyos oropeles requieren, para ser exhibidos, el ocultamiento de su pasado. Por tal razón surge la necesidad de presentarse como el sujeto constructor de una nueva historia, de un nuevo experimento: una historia sin historia. Ese nuevo comienzo se fundó con la negación y el ocultamiento de los escombros y los muertos del pasado. Entonces, la conciencia burguesa, como conciencia negadora, en estas últimas décadas debe enfrentar sorprendida el reclamo de los mártires de esa historia. Además otorga verdad a los versos de Litto Nebbia: «Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oír que oiga».
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