Walter Lippmann y algunas reflexiones sobre qué es la opinión pública. Por Ricardo V. López

Por Ricardo Vicente López

Estamos sumergidos en una investigación, amigo lector, que tiene sus complejidades. Una de ellas, que ya mencioné, es que debemos realizarla con palabras, conceptos, ideas, matrices de pensamientos, que son de uso coloquial. Cada una de ellas, con sus más y sus menos,  tienen un largo uso en el lenguaje cotidiano, por lo que han, y siguen, padeciendo el desgaste y el deterioro de sus significados. Si esta investigación fuera de otro tipo, por ejemplo en el terreno de las ciencias duras, tendríamos la posibilidad de generar palabras nuevas, específicas, cuyos contenidos, se conozcan o no, mantienen el grado de precisión de quienes las acuñaron, por regla general científicos. Su utilización debe adecuarse a los significados asignados, no son ambiguas porque han sido creadas para definir un objeto específico.

Pero, esto no es así en el terreno de las investigaciones que podríamos definir, con bastante ambigüedad: lo humano, lo social, lo cultural, lo político, etc. En este ámbito del conocimiento debemos manejarnos con palabras que, desde su origen, han padecidos traducciones de lenguas clásicas, o armados con el agregado de pre-fijos, sufijos, combinaciones, etc. Como ejercicio tome cualquier de ellas y busque su historia (www.etimologias.dechile.net). Un simple ejemplo: alma. Por lo menos, desde Platón hasta hoy, más de 25 siglos, pasando por todas las lenguas romances [1] ha mantenido un significado que acepta múltiples interpretaciones. Se agrega a ello que si preguntáramos a cualquier persona por ella ninguno contestaría que no sabe de qué se trata. Sin embargo, cada uno de ellos le otorgaría matices propios, personales, sería unívoca. Esto sucede con dos conceptos que venimos analizando: sentido común y opinión pública. Estos, en un sentido mucho más abarcador, podrían ser reemplazados por mentalidad, subjetividad, espiritualidad. Este es nuestro problema y no es sencillo.

El concepto opinión pública se lo debemos a alguien que ya fue citado en esta columna más de una vez, Walter Lippmann (1889–1974)​ intelectual estadounidense; egresado de la Universidad de Harvard, periodista, analista político, crítico de medios y filósofo, consejero informal de varios presidentes. Su aporte a la teoría política fue un intento de reconciliar la tensión existente entre libertad y democracia en el complejo mundo moderno; obtuvo dos veces el Premio Pulitzer (1958 y 1962). Un currículo muy importante, lo cual se verifica hoy por la utilización de su bibliografía  en varias de las más importantes universidades de Occidente.

Vamos a detenernos en algunos comentarios sobre su pensamiento, sobre todo sobre su aporte al estudio de la psicología de masas, publicado en 1922: La opinión pública, en el que se extiende sobre el  análisis de este fenómeno social como uno de los resultados de la sociedad de masas, como ya vimos en una nota anterior. Sus observaciones sobre el papel de la prensa en una sociedad democrática son de un realismo profundo y de una agudeza notable. Me atrevería a decir sorprendente por su claridad y valentía. Habla en él, sin el menor tapujo, sobre la creación artificial de consenso y sobre la opinión pública, como los únicos medios para armonizar la conciencia de la masa con los intereses de la Nación. Hoy podemos decir que sus análisis fueron lúcidos y certeros, y los procesos políticos posteriores no han hecho sino corroborar las tesis de este creador del género de la columna de opinión.

Su punto de partida es la afirmación de que el mundo moderno es muy complejo, por lo que está lejos del alcance del entendimiento de los ciudadanos de a pie, a quienes denomina, con un lenguaje muy brutal: el rebaño desconcertado. Sostiene que la persona, como parte de la masa de la sociedad industrial, debe enfrentarse a un mundo del que está muy lejos de comprender la problemática nacional e internacional. Este tipo de persona —debo agregar que, la idea de la élite dirigente de los Estados Unidos, pensaba en la figura del farmer (equivale al chacarero nuestro)— y en el trabajador urbano, individuos muy poco observadores, sin capacidad de formular un juicio analítico.

Definía a este tipo de persona como un ser culturalmente muy limitado que responde a estereotipos con pequeños intereses, que cultivan una percepción de la realidad de un modo muy opaco y limitado [2]. Entre nosotros se dice de un tipo de persona así que es un pueblerino [3]. Es decir, según Lippmann, alguien en cuyas manos no se puede dejar la elección de dirigentes.

Nuestro autor llega a afirmar que «no se observa primero y se define después, sino que muchas veces el proceso que seguimos es el contrario», por lo que coloca, como condición de ciudadanía, la formación cultural superior, y ello limita mucho la participación de ese hombre en el voto. Su concepción de democracia encubre una forma de voto calificado que funcionó como tal, sin haber sido definida así.

La democracia, según Lippmann entonces, se fundamenta en la ficción de suponer que existe una ciudadanía informada, que comprende la realidad y que se pronuncia a favor de unos candidatos u otros.  Para un correcto desarrollo democrático, debe crearse una división de clases: los tecnócratas, a los que ha definido, según ya vimos, como «la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos» y los otros, los ciudadanos totalmente desligados de la toma de decisiones a quienes hay que mantener tranquilos y contentos, al margen de las grandes decisiones políticas. La tarea más importante de la democracia recae sobre la formación de la élite dirigente y, para ello, han contribuido las grandes y costosas universidades de élite (las top ten).

Estas definiciones, dicho con toda claridad, han tenido en la política de los Estados Unidos muy fuertes repercusiones, compartidas por los dirigentes de los dos grandes partidos: demócratas y republicanos, que se diferencian muy poco en sus propuestas políticas. Las últimas décadas han mostrado ostensiblemente que los cambios de administración, como ellos denominan al Gobierno, no han variado mucho las definiciones del establishment [4].

Trasladar todo esto a la política concreta exige la educación de esa masa, el rebaño desconcertado, a quien hay que mantener dentro de los carriles de vida social con una actitud que se desentiende totalmente de la política. El ciudadano medio estadounidense es de una edad intelectual promedio de diez años, y para ese nivel se programa la televisión [5] de ese país, que exporta luego al resto del mundo. La ingenuidad del ciudadano medio es tan notoria, como lo demuestra su incapacidad de comprender por qué ellos son odiados en el mundo, cuando, según el sentido común vigente “no han hecho más que luchar por la democratización de todos los países del mundo”. El fundamentalismo cristiano, al estilo de Bush (hijo), queda demostrado en la prohibición de la enseñanza de la teoría de la evolución (Charles Darwin) en más de la mitad de los estados de ese país, son pruebas de lo dicho.

Los medios como instrumentos de la educación de las masas

El paso de la sociedad tradicional hacia la democracia de masas significó un cambio profundo en las relaciones sociales y en los modos y conductas del hombre común. Éste fue arrojado al anonimato de una vida llena de incertidumbres. La aparición de la Unión Soviética, en la segunda década del siglo XX, agregó un factor más de inestabilidad política que se desprendía de una experiencia que prometía un mundo más equitativo. La confrontación entre los dos sistemas políticos, no siempre pública pero siempre presente, le exigió al llamado mundo libre la necesidad de implementar modos de contrarrestar la prédica supuestamente subversiva para los intereses dominantes de ese mundo.

Entonces, dentro del escenario internacional que corresponde al momento de la investigación de Lippmann, aparece como una necesidad ordenar y consolidar ideológicamente la población estadounidense para no correr riesgos políticos. No deben olvidarse las revueltas sociales y políticas que la inmigración europea (socialista, comunistas, anarquista) de fines del siglo XIX habían producido conflictos muy serios. Estos funcionaron como una dura advertencia. Dentro de ese cuadro, de un capitalismo industrial que necesitaba un mercado consolidado, para lo cual el frente interno debía ser asegurado, Lippmann formula la doctrina del control de la opinión pública, que propone conceptos y medios para una necesaria estabilidad institucional.

[1] Son aquellas que provienen del latín vulgar, idioma de origen indoeuropeo que hablaba el “populus” romano o clases populares de la Roma Antigua imperial, diferenciado del latín literario y culto.

[2] Se puede consultar para mayor detalle de este tema El problema de La espiritualidad ante la homerización de la cultura global, en esta misma columna, www./kontrainfo.com (17-8-19)

[3] El diccionario dice: «lugareño, aldeano, campesino, rural, rústico, paleto, persona ordinaria e ignorante que vive en el campo o procede de un pueblo pequeño».

[4] Una de sus acepciones se traduce como un conjunto de personas unidas por un propósito u objetivo común para dominar la vida económica, política y social de los Estados Unidos.

[5] Sobre este tema, se puede consultar mi trabajo La cultura Homero Simpson. El modelo que propone la globalización, en la página www.ricardovicentelopez.com.ar

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