Por Juan Manuel de Prada
Era cuestión de tiempo que el baldón más exitoso de nuestra democracia acabara desbordando el ámbito de la estricta refriega política, para desacreditar a cualquier persona o colectivo. Calificando a sus contrincantes ideológicos como ‘ultraderecha’, la izquierda halló un excelente método para exasperar la dialéctica entre amigos y enemigos que propugnara Carl Schmitt y provocar así un ‘terror antropológico’ invencible entre sus adeptos. Todas las sectas, para crear ‘sentido de pertenencia’, necesitan cohesionar a sus seguidores en torno a un enemigo existencial común. Y, señalando a sus rivales políticos como «ultraderechistas», la izquierda logra que sus adeptos perciban neuróticamente a los partidos conservadores (aun a los más tímidos o vergonzantes) como enemigos existenciales que pueden ser fácilmente estigmatizados mediante los métodos más rastreros, porque para entonces el rival político señalado ha dejado de ser propiamente humano, para convertirse en una suerte de espantajo que se agita para provocar ese «terror antropológico» al que se refería Schmitt.
Una vez que se deshumaniza al rival político, resulta inevitable extender la deshumanización a todos sus adeptos o simpatizantes. Y la deshumanización puede incluir también a cualquier persona o colectivo que actúe de un modo que resulte inconveniente o incómodo. La percepción neurótica degenera entonces en paranoia desatada y caza de brujas que descubre ‘ultraderechistas’ por doquier, una multitud ubicua de ‘ultraderechistas’ creciendo como setas en un otoño lluvioso que incorpora los tipos humanos y los gremios más diversos. Y toda esa multitud creciente se convierte en una masa informe cuyas peticiones no se atienden, cuyas protestas se juzgan ilegítimas, cuyo sufrimiento resulta por completo indiferente a quienes, entretanto, los han expulsado de su esfera moral, considerándolos gurruños de carne ultraderechista indignos de cualquier forma de empatía.
Este mecanismo paranoico se dirige hoy contra los camioneros. Mañana se extenderá contra agricultores y ganaderos, contra jubilados y trabajadores en precario, contra cualquier colectivo, en fin, que ose contrariar el designio de silencio en las calles que los sindicatos garantizan (sólo cuando gobiernan los suyos, por supuesto). Quienes osen denunciar las exacciones fiscales que nos empujan al empobrecimiento se convertirán en ‘ultraderechistas’. Quienes osen señalar los demoledores efectos de la subida galopante del precio de la luz y de los carburantes serán tildados de ‘ultraderechistas’. Quienes osen revelar que la inflación de los productos de primera necesidad convierte la lista de la compra en un penoso repertorio de privaciones serán señalados como ‘ultraderechistas’. Quienes estén ahogados y no pueden llegar a fin de mes se convertirán como por arte de ensalmo en ‘ultraderechistas’. Una vasta multitud ‘ultraderechista’ a la que se podrá vejar, condenar al desahucio, dejar morir de hambre, ante el silencio de los corderos.
Delimitando la extrema derecha
Con ocasión del pacto de gobierno alcanzado en Castilla y León, se ha planteado una discusión bizantina sobre la ‘extrema derecha’, en un intento quimérico por delimitar sus contornos y postulados. Decimos que se trata de una discusión bizantina porque la democracia (cuando no se concibe como forma, sino como fundamento de gobierno) consagra un ‘ethos’ hegemónico que se funda en el principio de que la naturaleza humana no es algo estable, sino en constante mutación. Este ‘ethos’ hegemónico de la democracia es por vocación progresista: de ahí que beneficie a los partidos del negociado de izquierdas, que pueden lanzarse jubilosos a la conquista de nuevos derechos y nuevos orificios; a la vez que convierte en rezagados vergonzantes a los partidos conservadores, que para mantenerse en liza acaban ‘conservando’ los avances progresistas.
Por fundarse en una visión cambiante de la naturaleza humana, este ‘ethos’ democrático es inevitablemente ‘movilista’ o hegeliano. Todo lo que existe deviene, se halla en constante fase de mutación, como le ocurría al Fausto de Goethe, que necesitaba saborear una sucesión infinita de experiencias, deseando primero una para luego desear otra, sin descansar nunca. Así, por ejemplo, hace cuarenta años se calificaba de ‘extrema derecha’ a quien defendía la dictadura como forma de gobierno; hace veinte años, a quien se oponía al aborto; hoy se considera de ‘extrema derecha’ a quien se atreve a discutir el cambio climático o el transgenerismo; y dentro de veinte años se considerará de ‘extrema derecha’ a quien albergue la insensata idea de formar una familia o tener una casa en propiedad o comer un filete. Por supuesto, puesto que el ‘ethos’ democrático es ‘movilista’ puede modular la velocidad de sus progresos, o incluso introducir rectificaciones en circunstancias traumáticas y si lo exige su supervivencia, amnistiando a quienes en el pasado consideraba ‘extrema derecha’, como por ejemplo hace ahora con los prosélitos de Stepán Bandera, convertidos por arte de birlibirloque en paladines de la democracia.
La derecha, para evitar ser tildada de ‘extrema’, tiene que correr detrás del progresismo móvil, como Aquiles corre detrás de la tortuga en la paradoja de Zenón de Elea, sabiendo que nunca lo alcanzará del todo, pero aspirando al menos a ir recogiendo con un badil sus cagarrutas, que se come religiosamente y luego regurgita en versión atenuada. Si alguna rara vez la derecha se atreve a confrontarse con el ‘ethos’ progresista hegemónico, aunque sólo sea de forma tímida, el progresismo puede ser mefistofélicamente condescendiente con esta actitud, siempre que sirva para dividir a la derecha; pero cuando percibe que puede hacerla más fuerte, alcanzando incluso un pacto como ahora ha ocurrido en Castilla y León, de inmediato aplica la dialéctica amigos-enemigos que propugnaba Carl Schmitt, activando todas las alertas contra el ascenso de la ‘extrema derecha’, que en cada momento será lo que al progresismo le pete. ‘That’s all, folks’.