No hubo una “ola azul” demócrata como se esperaba. En un EEUU cada día más polarizado entre los sectores rurales (y pequeñas ciudades), que apoyan mayoritariamente al actual presidente y los sectores urbanos de grandes ciudades, que le son mayoritariamente adversos, las elecciones de medio término fueron sorteadas por Trump, reteniendo el Senado pero perdiendo la Cámara de Representantes. Si se considera que es casi tradición en ese país que los presidentes pierdan las elecciones legislativas intermedias para luego terminar reelectos dos años más tarde, Trump puede en parte sentirse satisfecho con los resultados.
Los grandes medios de comunicación, en su mayoría altamente críticos de la actual administración, se concentraron ampliamente y como era de esperarse, en el triunfo demócrata (menor al esperado) en la cámara baja, una victoria que tuvo el emblema de la diversidad y la “identity politics”: fuerte presencia de candidatas mujeres que serán nuevas diputadas, entre ellas dos indígenas y dos musulmanas, un gobernador abiertamente gay electo por primera vez, etc. Del lado republicano el cambio es el inverso: la homogeneización y fidelización de los nuevos representantes. Los diputados republicanos, que en 2016 eran en gran parte reacios a la figura de Trump, ahora le responderán en mayor proporción.
Lo que todo esto prefigura es una mayor polarización, ya que se observa en el fondo una radicalización de dos tradiciones culturales, la liberal, más propia de los pueblos que viven del comercio y los servicios y la conservadora, estructurada en torno a las tradiciones religiosas y familiares, más propia del ámbito rural.
El resultado electoral terminó otorgando 52 senadores al Partido Republicano y 46 senadores al Partido Demócrata, mientras que la Cámara de Representantes quedó repartida en 222 escaños para los demócratas y 196 para los republicanos. Con estos números, Trump verá más dificultado el poder promover leyes propias y se verá obligado o bien a negociarlas o bien a impulsarlas por la vía del decreto (executive orders).
Los demócratas podrán profundizar las investigaciones contra Trump, e incluso iniciar un juicio político (impeachment), pero el mismo no podrá prosperar ya que necesitarían para ello las 2/3 partes de un Senado que no controlan.
Con este nuevo esquema de poder, Trump podrá usar al Senado para seguir nombrando jueces conservadores afines y dirigir sin problemas la política exterior norteamericana mientras que muy probablemente usará los esperables bloqueos de la Cámara de Representantes para culpar a los demócratas por las dificultades de su gobierno y reclamar en 2020 ser reelecto de manera contundente para destrabar la gobernabilidad y lograr finalmente el proyecto de “Make America Great Again”.
Resta saber el impacto global que estas elecciones tendrán. Para América Latina no son esperables grandes cambios, ya que en cualquier caso seguiremos siendo considerados su patio trasero, territorio sobre el cual tener un férreo control, especialmente cuando desde el Pentágono se consideran opciones bélicas contra Rusia y China para las próximas décadas.
Es sabido que Trump no es solo un líder político sino la expresión de un proyecto de poder aislacionista-nacionalista-sionista (la alianza con el lobby israelí es muy notoria) contrario al globalismo liberal-financiero que representa el Establishment norteamericano (en el que se inscriben tanto los Clinton demócratas como los Bush republicanos) en representación de la banca de Wall Street (acá juegan con fuerza también las fundaciones de George Soros) pero que se organiza en instituciones globales públicas como la ONU (territorio en disputa en tanto prototipo de gobierno mundial), la OTAN, el G20, Davos o discretas como el Council on Foreign Relations, la Trilateral Commission o el Club Bilderberg, instituciones fundadas en su mayoría por la dinastía Rockefeller, dueña del banco JP Morgan Chase y la petrolera EXXON/Mobil. Por este motivo Trump ha buscado salirse o bien sabotear desde adentro muchas de estas instituciones.
Detrás de los nuevos nacionalismos (mal llamados “fascistas” y mucho menos “nazis”, ya que no comparten practicamente nada de la ideología de esas expresiones propias de los años ’30 y ’40 que combinaban racismos varios con posturas industrialistas y formas corporativas de gobierno) se encuentran las estructuras de poder del capitalismo industrial y de la aristocracia terrateniente en alianza con otro fuerte actor de las finanzas mundiales.
Los proyectos desglobalizadores (más allá de sus distintas ideologías) de Trump en EEUU, Orban en Hungría, Salvini en Italia, Morawiecki en Polonia, VOX en España, Xi Jinping en China, Putin en Rusia e incluso con sus diferencias Bolsonaro en Brasil (muchos de estos compartiendo no solo el asesoramiento de Steve Bannon sino también del nonagenario Henry Kissinger), mantienen todos estrechas relaciones con el Estado de Israel, y por detrás de esa entidad con la banca Rothschild, fundadora y sostenedora del mismo, lo que se expresa con claridad, por ejemplo, en los acuerdos de Trump con fondos financieros transnacionales bajo su control como el caso de Blackstone o la banca Goldman Sachs o medidas como el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalem, sede del proyectado y mesiánico Tercer Templo, de imposible concreción en la actualidad dado que en esa misma ubicación están emplazadas las sagradas mezquitas islámicas de la Cúpula de la Roca y de Al-Aqsa, conocidas como El Noble Santuario y constituyen para el Islam su tercer lugar más sagrado después de La Meca y Medina.
Si triunfará el proyecto del globalismo liberal-financiero o el proyecto de los nuevos nacionalismos con base en la infraestructura del capital industrial, la aristocracia terrateniente y alta aristocracia financiera, aún está por verse. El enfrentamiento además no es binario (al estilo de un juego de ajedrez), ya que los actores son varios y cada uno acuerda con cada factor de poder en aquellos campos en que lo necesitan. Por eso pueden verse movimientos cruzados y a primera vista contradictorios entre Wall Street, Londres, Europa Continental, China, Rusia, Irán, Israel, Turquía, y el mismísimo Vaticano.
A 10 años de la crisis de Lehman Brothers, el crecimiento geométrico de la deuda global se vuelve progresivamente insustentable. Cuando la actual burbuja de bonos soberanos y derivados financieros no se pueda pagar y estalle por el aire lo que estos poderes estarán dirimiendo básicamente es quién pagará los costos de la misma. Trump no es más que un alfil dentro de estos proyectos de poder en juego.
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