Soberana palabra ¿es suficiente?

por Sol Montero

Las crisis políticas suelen dejar un tendal de malas decisiones y de consecuencias (buscadas y no buscadas) que destruyen la vida de muchas personas, especialmente de las más vulnerables. Pero, en contrapartida, tienen una y solo una ventaja: las crisis políticas dejan al desnudo el problema de la soberanía, porque exhiben quién, cómo y dónde se está ejerciendo el poder soberano.

La soberanía tiene un carácter “milagroso” en la medida en que solo se revela en situaciones excepcionales, en las que la normalidad parece quedar suspendida. “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, dice el gastado adagio schmittiano, o, en otros términos, es el que aparece “cuando las papas queman”. La “chispa” de lo político se enciende en esas coyunturas críticas. En momentos de normalidad, la soberanía opera en modo latente: las normas funcionan, las leyes se acatan, los actores operan de forma previsible y el lazo social está garantizado, y lo que sutura el funcionamiento normal de los vínculos sociales es la existencia, latente, de un poder que anuda dicho orden. Ese orden descansa, entonces, en la autoridad de quien consigue, en términos pragmáticos, ser obedecido.

Las crisis económicas profundas, como las hiperinflaciones o las mega-devaluaciones, tienen un efecto social y político devastador que incide no solo sobre la estabilidad macro y microeconómica sino también sobre la estabilidad y permanencia del orden político mismo. De gran impacto en las subjetividades individuales y colectivas, las crisis económicas rompen los pactos sociales elementales de organización de la vida: la imprevisibilidad y la desestructuración de los tiempos, espacios y marcos conocidos (por ejemplo, en la incapacidad de predecir los costos de los elementos esenciales de consumo, que incide a su vez en la imposibilidad de organizar temporalmente decisiones económicas básicas) horadan y desmiembran los eslabones de la cadena social. Suele decirse que en una crisis cambiaria, por ejemplo, se “rompe la cadena de precios”, pero en verdad, lo que se rompe es la cadena social. De allí su efecto “disciplinador”: el terror colectivo a la desestabilización suele favorecer la aceptación de planes y programas salvadores “de emergencia” que pueden y suelen resultar, a la larga, contraproducentes.

En semejante escenario de dislocación y desestructuración social se pone de manifiesto, se revela, decíamos, la trama de la soberanía. La teoría política dice que siempre alguien ejerce la soberanía, aunque ese alguien no coincida necesariamente con quienes lideran las instituciones políticas: no siempre son los líderes políticos quienes “tienen la sartén por el mango”. De hecho, en las crisis se muestra más que nunca ese desacople entre liderazgos, poder institucional y soberanía: en la urgencia de proveer sentidos y de tomar decisiones efectivas que apacigüen los efectos de la crisis se hacen especialmente visibles los silencios, las ausencias, los vacíos, los agujeros.

Lo que la crisis cambiaria que atraviesa la Argentina desde el mes de mayo revela en toda su plenitud es exactamente ese resquebrajamiento del poder soberano: se trata del fantasma del “vacío de poder”. Si, en los primeros mojones de esa crisis, hubo intentos de recomposición de los liderazgos institucionales, en particular de la figura presidencial y de algunos ministros, en el mes de agosto las reacciones oficiales a las subidas intempestivas y virulentas del tipo de cambio fueron erráticas y rudimentarias: como se dijo, la palabra oficial se devaluó a la par de la moneda. En términos comunicacionales, el gobierno no estableció una agenda de comunicación de crisis (como sí hizo en los inicios del proceso, aunque tardíamente) sino que, por el contrario, dio señales equívocas que, lejos de despejar dudas, de proveer un sentido consistente para leer los acontecimientos y de apaciguar las inquietudes, profundizaron la incertidumbre, el sinsentido y el frenetismo.

Esa falta de dirección política de la crisis se plasmó en la aparición fugaz de Mauricio Macri en la mañana del 29 de agosto anunciando, fuera de protocolo y en un mensaje demasiado breve (de un minuto y medio) transmitido por redes sociales, un acuerdo aún no cerrado con el FMI. Las voces dispersas de ministros, con mensajes contradictorios e inespecíficos, carentes de explicaciones técnicas y de proyecciones certeras, la promesa sombría de “nuevos anuncios” para el día lunes –que no hizo más que anticipar los peores fantasmas–, o las reuniones de emergencia en Olivos –de las que emanaron trascendidos y rumores no menos temibles– dan cuenta del mismo vacío en el establecimiento de una significación pública, compartida y contundente sobre los hechos. La proliferación e insistencia de la palabra “decisión” en el mensaje presidencial no hace más que señalar, sintomáticamente, aquello que el gobierno no parece hallar, que son precisamente los fundamentos de la decisión política –si es que hay alguna–, es decir, la capacidad soberana de crear orden en medio del caos.

La esperada alocución de Mauricio Macri y la conferencia de prensa del ministro de economía, Nicolás Dujovne del lunes 3 de septiembre a la mañana, previo a la apertura de los mercados y antes de iniciar las negociaciones con el FMI, no parecen haber tenido el efecto buscado en términos de recomposición de la autoridad presidencial y de elaboración de un mensaje sólido capaz de restituir sentidos en medio del descalabro generalizado. En las redes sociales proliferaron reacciones celebratorias y denigratorias, pero los discursos políticos no son pasibles de ser evaluados como “buenos o malos” –a menos que se juzgue su calidad técnica, su adecuación sintáctica, su corrección textual o su performance declamatoria– sino como eficaces o ineficaces en términos retórico-argumentativos: ¿se trató de un discurso que suscitó adhesiones, identificaciones, emociones? ¿La palabra presidencial fue capaz de crear un mundo común, un sentido compartido, una lectura colectiva sobre la crisis y su devenir? Por último, ¿contribuyó a fortalecer la confianza acordada al líder, a robustecer el lazo representativo, a proveer fundamentos sólidos para las decisiones por venir?

Es claro que en el diseño del mensaje presidencial estos objetivos no estuvieron ausentes: grabado (para evitar errores o deslices) en un encuadre formal e institucional que evocaba la escenografía tradicional de las cadenas nacionales (con la insignia argentina a la derecha, el atril y el fondo del salón de la Casa Rosada), el presidente habló de pie y con tono hirsuto, enfático, solemne, casi trágico, dirigiéndose al público en general, a los argentinos (no a los mercados, a quienes más tarde Dujovne les proveería explicaciones técnicas) y a los actores relevantes: sindicatos, organizaciones, empresarios. Proliferaron las pausas largas, los suspiros y una cadencia teatral que, bien actuadas, tal vez hubieran generado más de un efecto catártico. Pero un presidente no tiene por qué ser un buen actor, y Macri no lo es, de allí que su performance haya resultado, para muchos, tragicómica o incluso irritante. Porque allí donde el presidente debía imprimir un pathos dramático acorde a la hora (“Gobernar cuesta”, “Estamos en una emergencia”, “Esta no es una crisis cualquiera, esta debe ser la última”), sonaba una voz de indignación y queja infantil.

Allí donde se reclamaba una narrativa sobre los hechos aparecieron en cambio las mismas explicaciones atribuidas al pasado  que el gobierno enarboló una y otra vez (la “pesada herencia” como leitmotiv estético y estático); allí donde, por último, se esperaba algo de novedad –porque, finalmente, ¿qué es ejercer el poder soberano sino la capacidad de decir, hacer y crear algo nuevo?– solo se escucharon argumentos repetidos y gastados: ajustar, bajar déficit, hacer sacrificios, no volver al populismo. Podrá decirse que hubo quienes se sintieron interpelados, llamados, tocados por el discurso de Macri (“Emocionante Mauricio hoy”, dijo Rozitchner en Twitter), y en ese caso la discusión sobre su “eficacia” sería inútil, porque referiría a meros impactos subjetivos. Sin embargo, la eficacia de un discurso no remite a sus efectos en uno u otro individuo sino a la capacidad de crear identificaciones, narrativas, sentidos e ilusiones colectivas, e indudablemente ese no fue el caso en esta oportunidad.

Cuando parece haberse agotado la magia, ¿cuál es la fuente de la que es posible extraer creatividad, novedad, originalidad para renovar el pacto político y restaurar los lazos rotos? Este es el desafío de los tiempos venideros: se trata, ni más ni menos, de anudar nuevamente la decisión a las instancias institucionales y de recomponer mínimamente el cuerpo político, incluyendo a aquellos a los que esta crisis más golpea, para evitar que el rayo milagroso de un poder extra-institucional irrumpa violentamente en nuestra precaria e inestable normalidad.

Sol Montero – Licenciada en Sociología en la Universidad de Buenos Aires; Investigadora Asistente en el Conicet, docente en la UBA y en la Universidad Nacional de San Martín. Hizo estancias de investigación doctoral y post-doctoral en Brasil, Canadá y Francia. Es autora de dos libros: ¡Y al final un día volvimos! Los usos de la memoria en el discurso kirchnerista (2003-2007) y El discurso polémico. Disputas, querellas y controversias, ambos editados por Prometeo.

Fuente: www.panamarevista.com – 4-9-18

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