Por Ricardo Vicente López
Hemos quedado en una nota anterior ante la preocupación del filósofo francés Renato Descartes (1596-1650) dada la necesidad de cerrar una larga época de debates. Todo ello no lograba acordar algunas premisas comunes que posibilitaran una aproximación a la verdad, considerada ésta como el escalón superior de todo conocimiento. Si repasamos, con cierta superficialidad, la historia de la pregunta por la verdad, aunque no aparezca tan explícitamente formulada, nos encontraremos que el problema tiene una antigüedad no menor a cuatro mil años. Si tomamos esto como un comienzo, en cierta medida arbitrario, para ser utilizado dentro de esta investigación, podemos encontrar algunas indagaciones de este tipo en los sabios babilónicos (siglo XXIII a.C). De allí en adelante se fueron proponiendo diversas respuestas. La mayor parte de ellas se presentan, ante la mirada del hombre moderno, como poco dignas de ser aceptables.
Sin embargo no podemos desechar las importantes contribuciones de la tradición griega. Para ellos la verdad es idéntica a la realidad, y la realidad es considerada como identidad que consiste en lo que permanece por debajo de las apariencias que cambian. Dicho de otro modo: es evidentes que la realidad que nos rodea está cambiando constantemente. De allí la sentencia de Heráclito (540-480 a. C.) «Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río». El filósofo Darío Sztajnszrajber nos propone esta reflexión en la cual está presente el problema de la verdad:
Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque el río siempre está cambiando y las aguas siempre son otras. Aguas que provienen y devienen, aguas que preceden y continúan, agua que nunca se repiten. No hay un punto fijo. Nada está fijo. Solo devenir. Todo fluye y nada permanece. Y uno entra al río, pero ese río que es siempre el mismo, está en constante cambio. En otras palabras: ese río que es siempre el mismo, sin embargo y al mismo tiempo, siempre está siendo otro, ya que sus aguas fluyen, aunque siempre por el mismo cauce.
La verdad depende de quién la está buscando. La verdad para Heráclito está sometida a un devenir constante y sólo en él es dable pensarla. Por ello Parménides (540-470 a. C.) comienza su obra refutando la teoría del continuo cambio de Heráclito; y afirma el principio de identidad. La realidad no puede ser una cosa y luego otra, porque esta afirmación está en contra de toda lógica. La contradicción no se puede comprender con la inteligencia.
De modo que a partir de la lógica irrefutable de que el ser no puede nunca no ser, propone como una consecuencia inapelable, que el ser es uno solo. Partiendo de allí extrae otra conclusión que propone la existencia de dos mundos, uno se puede entender con el intelecto y otro se puede apreciar con los sentidos pero no se puede comprender con la razón. Por lo tanto, lo único que tenemos para comprender lo que verdaderamente es, es nuestro pensamiento racional y no necesitamos ninguna otra cosa.
Amigo lector, puedo suponer que Ud. ya está a punto de abandonarme, por ello me adelanto a advertirle que lo que parece un debate abstracto e inútil, está presente en nuestras vidas cotidianas. Se presenta en temas como si “Dios existe”, si “hay vida después de la muerte”, “el universo es finito o tiene límites”, “tiene sentido la vida”, etc. Por otra parte si las ciencias duras como la física y la cosmología nos ofrecieron durante algunos siglos, verdades inconmovibles y sólidas, debo decirle para mal de nuestras certezas, que desde comienzos del siglo XX, investigadores ya mencionados en notas anteriores, como Albert Einstein, Werner Heisenberg y Niels Bohr, entre otros varios, tiraron abajo ese edificio de certezas. Por lo que la admirable verdad inconmovible ha desaparecido de los lugares que solía frecuentar.
No por ello debemos dejarnos seducir hoy, con el falaz argumento de la posverdad. Con esta palabra, pobre y ambigua, que nos dice poco salvo que hay algo que llegó después de la verdad (pos= después – verdad), han pretendido eliminar el saludable y vigoroso ejercicio espiritual de preguntar por la verdad. El respeto y la defensa de la dignidad espiritual de lo humano, que pareciera designado a ser el único y privilegiado ser viviente que puede hacer preguntas, debe, por esa razón, asumir la custodia de esa misión superior. Eso no debe entenderse como un ser separado de la naturaleza y del cosmos. Sino como un hermano mayor responsable de la vida de todos.
Le digo a Ud., en voz baja para que quede entre nosotros, que los que más interesados en que la verdad desaparezca como valor superior, son los poderosos del mundo que, de este modo, se pueden esconder tras un palabrerío vacío de sentido dentro del mundo de las informaciones, del cual son los principales propietarios. Ya lo sabía Discepolín cuando nos advertía, hace casi un siglo: «Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro, que un gran profesor…» Desaparece el mérito de no desfallecer en la lucha por la verdad, y «en ese barro todos manoseados» la Razón desaparece: «¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! ¡Cualquiera es un Señor! ¡Cualquiera es un ladrón!» Seguir el viejo sendero de los sabios pensadores griegos, reelaborado por el pensamiento judeo-cristiano, es el modo fundamental de defender a los muchos expulsados del banquete de la globalización.
El escepticismo avanza ocupando, cada vez más, espacio en la conciencia colectiva. En la mentalidad moderna la espiritualidad se va arrinconando en el desván de las viejas ideas. Pero es ella la que nos debe hermanar en la voluntad insubordinada de construir un mundo mejor. Como un ejemplo de cómo se expresa el escepticismo mencionado le propongo la lectura de esta humorada:
La filosofía: es como estar en un cuarto oscuro buscando un gato negro; la metafísica es como estar en cuarto oscuro buscando un gato negro que no está allí; la teología es como estar en un cuarto oscuro buscando un gato negro que no está allí, y además, gritar “¡lo encontré!” para convencer a todos; la ciencia es encender la luz y ver si en verdad hay algo en el cuarto.
Desvalorizar los viejos saberes de la filosofía, la metafísica, la teología, para colocar la Ciencia en el altar, exige detenerse a pensar de qué tipo de ciencia se habla. Algo de ello quedó dicho en notas anteriores, pero volveré en otras, con mayor detenimiento. Por ahora, pensemos cuál es el ámbito específico de esa ciencia moderna: la naturaleza y el cosmos. El material investigado debe prestarse al sometimiento de una causalidad rígida, a un tiempo lineal, reversible, y al método de la experimentación de laboratorio. Hagámonos la siguiente pregunta: ¿La vida humana, cada uno de nosotros, puede ser sometido a esa rigurosidad?
Por otra parte, si cada uno de nosotros es único e irrepetible ¿en qué medida la estandarización de las conductas es aplicable? ¿no impondrá ese método la estandarización y la homogeneización de las personas para ese tipo de estudio posible? Si lo pensamos desde el humanismo ¿No está exigiendo todo esto, una concepción científica que tenga como centro el respeto irrestricto de la vida, toda la vida? Dentro de las exigencias de un saber universalizable, no debe dejarse de lado la importancia de la variabilidad infinita que encierra tanta riqueza y originalidad. Para poder pensar esa realidad de la naturaleza, y a la persona como su expresión mayor, se requiere una mentalidad muy flexible, que no ceda en la necesidad de buscar la verdad. Pero que, al mismo tiempo pueda manejar la vida de cada persona como una excepción que no se somete a las reglas rígidas.
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