«¡No tengan miedo!», Meditación de Navidad
Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Duerme, Niño del Cielo; los pueblos
no saben Quién ha nacido
y en un humilde establo
polvoriento está escondido.
Mas un día habrán de ser
tu noble heredad
y conocerán al Rey.
-Manzoni, Il Natale
En menos de dos semanas, por la gracia de Dios, concluirá este año 2020, marcado por acontecimientos terribles y una gran agitación social. Permítanme que formule una breve reflexión a fin de dirigir una mirada sobrenatural al pasado reciente y el futuro inminente.
Los meses que dejamos atrás han constituido uno de los momentos más oscuros de la historia de la humanidad: por primera vez desde el nacimiento del Salvador, las Santas Llaves han sido empleadas para cerrar los templos y limitar la celebración de la Misa y de los Sacramentos, casi anticipando la abolición del sacrificio diario que, según profetizó Daniel, tendrá lugar durante el reinado del Anticristo. Por primera vez, muchos nos vimos obligados a asistir a la celebración de la Pascua de Resurrección por internet y nos vimos privados de la Comunión. Por primera vez nos hemos dado cuenta, con dolor y consternación, de la deserción de nuestros obispos y párrocos, que están atrincherados en sus palacios y residencias por miedo a una gripe estacional que se ha cobrado casi el mismo número de víctimas que en los últimos años.
Hemos visto, se puede decir, a los generales y los oficiales abandonando su ejército, y en algunos casos poco menos que pasarse a las filas enemigas para imponernos una rendición incondicional a los absurdos razonamientos de la pseudopandemia. Jamás a lo largo de los siglos ha encontrado tanta pusilanimidad, tanta cobardía y tanta manía de complacer a nuestros perseguidores terreno abonado entre quienes deberían ser nuestros guías y caudillos. Lo que más nos ha escandalizado a muchos ha sido constatar que en dicha traición participa la cúpula de la jerarquía mucho más que los sacerdotes y los fieles de a pie. Desde la más alta Sede, de la cual habría cabido esperar una intervención con autoridad y firmeza en defensa de los derechos de Dios, la libertad de la Iglesia y la salvación de las almas, nos ha venido la exhortación a obedecer leyes inicuas, normas ilegítimas y órdenes irracionales. Es más, en las palabras que los medios de prensa se han apresurado a difundir desde Santa Marta, hemos reconocido muchos, demasiados guiños al lenguaje iniciático de lo políticamente correcto de la élite mundialista: fraternidad, ingreso mínimo universal, nuevo orden mundial, build back better, gran reseteo, nada volverá a ser como antes, resiliencia. Palabras todas de la neolengua que atestiguan un mismo sentir entre quien las pronuncia y quien las escucha.
Es una auténtica intimidación, una amenaza no muy velada, con la que nuestros pastores han ratificado la alarma de pandemia sembrando el terror entre los sencillos y dejando abandonados a los moribundos y los necesitados. En el colmo de un cínico legalismo, se ha llegado a prohibir a los sacerdotes escuchar confesiones y administrar los últimos sacramentos a quienes habían sido abandonados en las salas de cuidados intensivos, privar de sepultura religiosa a nuestros difuntos y negar el Santísimo Sacramento a numerosas almas.
Por el lado religioso, hemos visto tratar a los fieles como extraños y negarles el acceso a nuestras iglesias, como se hacía con los moros, mientras continúa inexorablemente la invasión de inmigrantes irregulares para llenar la arcas de organizaciones supuestamente humanitarias. Por el lado civil y político, hemos descubierto la vocación de tiranos de nuestros gobernantes, que con una retórica alejada de la realidad pretenden que los consideremos representantes del pueblo soberano. Desde jefes de estado y primeros ministros a gobernadores regionales y alcaldes, nos han impuesto el rigor de la ley como si fuéramos súbditos rebeldes, sospechosos a los que hubiese que vigilar incluso tras de la intimidad de los muros domésticos, o criminales a los que perseguir por la soledad de los bosques o a la orilla del mar. Hemos visto a personas arrastradas por soldados con uniforme antidisturbios, ancianos multados mientras se dirigían a la farmacia, comerciantes obligados a tener cerrado el local y restaurantes a los que se imponían rigurosas medidas de seguridad para posteriormente decretar el cierre de los mismos.
Hemos visto desconcertados a gran cantidad de supuestos expertos –la mayor parte de los cuales faltos de toda autoridad científica y en buena parte con un grave conflicto de intereses debido a su relación con compañías farmacéuticas o con organismos supranacionales– pontificando en televisión y en la prensa sobre contagios, vacunas, inmunidad, gente que da positivo, obligatoriedad de las mascarillas, riesgos para los ancianos, contagiosos asintomáticos y la peligrosidad de que se reúnan las familias. Nos agobian con expresiones esotéricas como distanciamiento social o aforo máximo, en una serie incesante de contradicciones grotescas, alarmas absurdas, amenazas apocalípticas y preceptos sociales y ceremonias sanitarias que han sustituido a los ritos religiosos. Y mientras esos, generosamente pagados por intervenir a todas horas, aterrorizan a la población, nuestros gobernantes y políticos ostentan la mascarilla ante las cámaras de televisión para luego quitársela enseguida.
Obligándonos a ir enmascarados como seres anónimos y sin rostro, nos han impuesto un tapabocas totalmente inútil para evitar el contagio y nocivo para la salud, pero indispensables para que nos sintamos sometidos y homologados. Nos impiden curarnos con terapias válidas y conocidas, mientras nos prometen una vacuna que quieren hacer ya obligatoria antes de conocer su eficacia, habiendo probada de forma incompleta. Y para no arriesgar los enormes beneficios de las farmacéuticas, les han concedido inmunidad por los daños que dichas vacunas pudieran ocasionar a la población. Nos han dicho que la vacuna será gratuita, pero que habrá que costearla con el dinero de los contribuyentes aunque los fabricantes no nos garanticen que nos librará del contagio.
Ante semejante perspectiva, que recuerda a los efectos desastrosos de una guerra, la economía de nuestros países está por los suelos, mientras las empresas de comercio en línea, las agencias de reparto a domicilio y las multinacionales de la pornografía aumentan sus ingresos. Cierran las tiendas pero se mantienen los centros comerciales y los supermercados, templos del consumismo en los que cualquiera, incluso aquejado de covid, no deja de llenar el carrito de productos extranjeros como mozzarella alemana, naranjas marroquíes, harina del Canadá, teléfonos celulares y televisores fabricados en China.
El mundo se prepara para el Gran Reinicio, nos dicen obsesivamente. Nada será como antes. Tendremos que acostumbrarnos a «convivir con el virus», sometidos a una pandemia perpetua que alimenta el Moloch farmacéutico y legitima unas limitaciones cada vez más odiosas de libertades fundamentales. Aquellos que desde la cuna han predicado el culto a la libertad, la democracia y la soberanía popular, nos gobiernan ahora privándonos de la libertad en nombre de la salud, nos imponen la dictadura y se arrogan una autoridad que nadie les ha conferido jamás, ni desde arriba ni desde abajo. Y el poder temporal que la Masonería y los liberales siempre han criticado en los pontífices romanos, hoy lo reivindican en un sentido inverso con miras a someter a la Iglesia de Cristo al poder del Estado con la aprobación y colaboración de los más altos jerarcas eclesiásticos.
En este panorama humanamente desconsolador surge un dato ineludible: hay una brecha entre quienes ejercen la autoridad y los que les están sometidos; entre gobernantes y ciudadanos, entre la Jerarquía y los fieles. Un monstruo institucional en el que el poder civil y el religioso están casi enteramente en manos de personajes sin escrúpulos nombrados por su total ineptitud y sumamente vulnerables a los sobornos. Su misión no consiste en administrar la sociedad sino destruirla; no en respetar la ley sino en transgredirla; no en proteger a sus miembros, sino en dispersarlos y alejarlos. En resumidas cuentas, nos encontramos ante una perversión de la autoridad, que en este caso no es fruto de la impericia sino que se procura con determinación y siguiendo un plan preestablecido, un guión único a las órdenes de un mismo director.
Y así, tenemos a gobernantes que persiguen a los ciudadanos y los tratan como a enemigos, mientras acogen y costean la invasión de criminales e inmigrantes clandestinos; fuerzas del orden y jueces que detienen y multan a quienes incumplen el distanciamiento social pero hacen caso omiso de delincuentes, violadores, asesinos y políticos traidores; profesores que no transmiten la cultura y el amor por el saber, sino que adoctrinan a sus alumnos con la ideología de género y el mundialismo; médicos que se niegan a atender a los enfermos e imponen una vacuna genéticamente alterada cuya eficacia y efectos colaterales se ignoran; obispos y sacerdotes que niegan a los fieles los Sacramentos pero no desaprovechan la menor oportunidad de hacer gala de su incondicional adhesión al plan globalista en nombre de la fraternidad masónica.
Cualquiera que se opone a esta inversión de todos los principios de la vida en sociedad se encuentra abandonado, solo, falto de un guía que aglutine las fuerzas. De hecho, la soledad permite que nuestros mayores enemigos –que es lo que en gran medida han demostrado ser– nos inculquen miedo, inquietud y la sensación de no poder hacer un frente común para resistir los asaltos de que somos objeto. Los ciudadanos están solos ante los abusos del poder civil, solos ante la arrogancia de los prelados herejes y viciosos, solos están quienes quisieran disentir en las instituciones, alzar la voz, protestar.
La soledad y el miedo aumentan cuando les damos consistencia, pero se desvanecen cuando pensamos que cada uno de nosotros ha merecido que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarne en el seno purísimo de la Virgen María: qui propter nos hominem et propter nostram salutem descendit de caelis. He aquí el misterio que nos aprestamos a contemplar en estos días: la Inmaculada Concepción y la Santísima Natividad. De ambos, queridos hermanos, podemos sacar renovadas esperanzas con las que afrontar lo que nos aguarda.
Debemos recordar ante todo que ninguno estamos jamás realmente solos. Tenemos a nuestro lado al Señor, que siempre quiere nuestro bien y por eso no deja que nos falten nunca su ayuda y su gracia. Basta con que las pidamos con fe. También tenemos a nuestro lado a la Virgen Santísima, Madre amorosa y seguro refugio nuestro. E igualmente nos acompañan ejércitos de ángeles y multitudes de santos que interceden por nosotros desde la gloria del Cielo ante el Trono de la Divina Majestad.
La contemplación de esta sublime comunidad que es la Santa Iglesia, la Jerusalén mística de la que somos ciudadanos y miembros vivientes, debería convencernos de que lo que menos debemos temer es estar solos, así como de que no hay motivo alguno para temer aunque el demonio se desviva por hacérnoslo creer. La verdadera soledad está en el infierno, donde las almas condenadas carecen de la menor esperanza; esa es la soledad por la que realmente debemos sentir horror; ante ella debemos invocar la perseverancia hasta el fin, es decir, que podamos merecer una muerte santa por la misericordia de Dios. Una muerte para la que debemos estar siempre preparados encontrándonos en estado de gracia, en amistad con el Señor.
Es innegable que en este momento nos enfrentamos a unas pruebas tremendas, porque nos dan la sensación de que triunfa el mal, de que cada uno de nosotros estamos desamparados, de que los malos han conseguido dominar a la pusilla grex y a toda la humanidad. Pero ¿acaso no estaba solo Nuestro Señor en Getsemaní, solo sobre el leño de la Cruz, solo en el sepulcro? Volvamos al misterio de la Natividad, ya inminente: ¿acaso no estaban solos la Virgen y San José cuando se vieron obligados a refugiarse en un establo porque no había sitio en la posada? Ya nos podemos hacer una idea de cómo debió de sentirse el padre putativo de Jesús viendo a su santísima Esposa a punto de dar a luz en la fría noche de Palestina. Pensemos en su preocupación por huir a Egipto sabiendo que el rey Herodes había mandado a sus soldados a matar al Niño Jesús. Aun en unas situaciones tan terribles, la soledad de la Sagrada Familia era aparente mientras Dios lo disponía todo según su plan, enviaba a un ángel a anunciar el nacimiento del Salvador a los pastores y nada menos que movía a una estrella para hacer venir a los Magos de Oriente para que adorasen al Mesías, mandaba coros de ángeles a cantar en la gruta de Belén y advertía a San José para que escaparan de la matanza ordenada por Herodes.
También a nosotros, a los que padecen la soledad del confinamiento en el que muchos nos hemos visto obligados a vivir, o abandonados en hospitales, en el silencio de las calles desiertas y las iglesias cerradas al culto, el Señor viene a hacernos compañía. También nos manda a su ángel para inspirarnos santos propósitos, a su Santísima Madre a consolarnos y al Paráclito, dulce huésped del alma, a confortarnos.
No estamos solos. Nunca lo estamos. Y en el fondo, eso es lo que más temen los perpetradores del Gran Reseteo: que nos demos cuenta de esta realidad sobrenatural –pero no por ello menos cierta– que hace que se derrumbe el castillo de naipes de sus engaños infernales.
Si pensamos que tenemos a nuestro lado a Aquella que aplasta la cabeza de la Serpiente, y al ángel que ha desenvainado la espada para arrojar a Lucifer a los abismos; si tenemos presente que nuestro ángel de la guarda, nuestro santo patrono y nuestros seres queridos que están en el Cielo y el Purgatorio están con nosotros, ¿a qué podemos temer? ¿Vamos a creer que el Dios de los ejércitos vacilará en derrotar a todo sirviente del eternamente derrotado?
La que en 630 salvó a Constantinopla del asedio aterrorizando a los ávaros y los persas cuando se apareció terrible en el Cielo; la que en 1091, invocada en Scicli como Señora de las Milicias, se apareció sobre una nube resplandeciente poniendo en fuga a los moros; la que en 1571, y una vez más en Viena en 1683, como Reina de las Victorias, concedió la victoria a los ejércitos cristianos contra los turcos; la que durante la persecución anticristiana de México protegió a los cristeros y rechazó los ejércitos del masón Elías Calles no nos negará su santo auxilio, no nos dejará solos en la batalla, no abandonará a cuantos recurran a Ella con oración confiada en el momento decisivo del conflicto, cuando el fin esté cerca.
Hemos tenido la gracia de entender en qué puede convertirse este mundo si renegamos del señorío de Dios y lo sustituimos por la tiranía de Satanás. Tal es el mundo rebelde a Cristo Rey y a María Reina, en el que a diario se ofrecen a Satanás miles de vidas inocentes asesinadas en el vientre de su madre; ése es el mundo en el que vicio y el pecado tratan de borrar todo rastro de bien y de virtud, toda memoria de la religión cristiana, toda ley y vestigio de nuestra civilización, todo resto del orden que puso Dios en la naturaleza. Un mundo en el que arden las iglesias, se derriban las cruces y se decapitan estatuas de la Virgen; ese odio, esa furia satánica contra Cristo y la Madre de Dios es la seña distintiva del Maligno y sus sicarios. Ante esta revolución desenfrenada, este maldito Nuevo Orden Mundial que tiene por objeto preparar el reinado del Anticristo, no podemos creer que sea posible fraternidad alguna sino bajo la Ley de Dios, ni que sea posible construir la paz sino bajo el manto de la Reina de la Paz. Pax Christi in Regno Christi.
El Señor no nos dará la victoria hasta que nos postremos ante Él reconociéndolo como Rey. Y si todavía no podemos proclamarlo Rey de nuestras naciones por culpa de la impiedad de los gobernantes, en todo caso podemos consagrarnos a Él junto con nuestra familia y nuestra vecindad. A quien se atreva a desafiar al Cielo alegando que «nada volverá a ser como antes», respondemos invocando a Dios con renovado fervor: como era en el principio es ahora y siempre, y por los siglos de los siglos.
Roguemos a la Inmaculada Virgen, tabernáculo del Altísimo, para que al meditar en la Santa Natividad, ya próxima, de su divino Hijo disipe nuestros temores y la soledad mientras nos congregamos adorantes en torno al pesebre. En la pobreza del pesebre y en el silencio de la gruta de Belén resuena el canto de los ángeles y resplandece la verdadera y única Luz del mundo, adorada por los pastores y los Magos, y se inclina la creación adornando la bóveda celeste con un cometa radiante. Veni, Emmanuel: captivum solve Israël. Ven, Emanuel. Libra a tu pueblo prisionero.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo, ex nuncio apostólico en EEUU.
13 de diciembre de 2020
Domingo de Gaudete, III de Adviento