Por Iciar Recalde
El 15 de marzo de 1981 partió hacia la inmortalidad el sacerdote Leonardo Castellani. Con él desaparecía uno de los más lúcidos pensadores católicos del siglo XX.
Este hombre, que sintió arder dentro de sí la misión providencial de hacer Verdad, “una verdad por la cual se pueda vivir y morir (…) una verdad viva y vital” (San Agustín y Nosotros), había nacido en San Jerónimo del Rey, luego ciudad de Reconquista, en la provincia de Santa Fe, el 16 de noviembre de 1899. Hijo del florentino Luis Héctor Castellani, fundador del diario El Independiente, asesinado por la policía en medio de las luchas electorales de 1906, cuando Castellani era aún un niño, y de Catalina Contepomi.
En una Argentina intelectualmente desarmada, donde los hombres vivían de prestado, pidiendo al extranjero ojos, oídos, conciencia y sensibilidad, Castellani comenzó a forjar en la levadura del talento un estilo único y hondamente argentino, que tempranamente fuera ponderado en su autenticidad por Hugo Wast en el prólogo a Camperas (1931) y ratificado por Hernán Benítez como “género propio” en el Estudio Preliminar a Crítica Literaria (1945).
Evitado esmeradamente al día de hoy por las historias de la literatura, fue sin embargo uno de los principales forjadores del género policial argentino, reconocido exclusivamente por la voz solitaria de Rodolfo Walsh. Legó una obra crítica inmensa: 48 libros publicados en vida en editoriales sumergidas en el olvido y cientos de artículos de acentos huracanados esparcidos en los múltiples periódicos en los que participó. En la huella de Miguel de Cervantes y José Hernández, sintetizó el dominio del idioma con una destreza tal que le permitió peregrinar por todos los géneros existentes sin perder un ápice la preocupación teológica que está en el corazón de todos y cada uno: poesía, novela, fábula, cuentos, teatro, ensayos políticos, filosóficos, pedagógicos, psicológicos, crítica literaria, exégesis. Como está en el corazón de todos y cada uno el amor y la defensa de la Patria, cuyos dramas comprendió y combatió como pocos hombres de su tiempo, con el todo admonitor y el acento rudo de los profetas.
En 1913 ingresó como pupilo en el colegio de “La Inmaculada” perteneciente a la Compañía de Jesús en Santa Fe, donde se recibió de bachiller en 1917. Un año después, pasó al Noviciado de los Jesuitas en Córdoba y en 1923 ingresó en el Seminario porteño de Villa Devoto. Entre 1924 y 1927 enseñó en el Colegio del Salvador y comenzó a publicar sus primeros cuentos y fábulas. En 1928 inició sus estudios de Teología y al año siguiente fue enviado a Roma a completarlos en la Universidad Gregoriana, donde se ordenó sacerdote. En 1932 se instaló en Francia por dos años y obtuvo el diploma de Estudios Superiores en Filosofía en la Sorbona.
Promediando la década infame, regresó al país donde continuó la labor docente que alternó con el ministerio sacerdotal, el periodismo y la publicación de sus primeros libros: Sentir la Argentina, (1938), La Reforma de la enseñanza y Martita Ofelia (1939), Conversación y crítica filosófica (1941), Las nueve muertes del Padre Metri y El nuevo gobierno de Sancho (1942),entre otros.
En 1945 integró la lista por la Alianza Libertadora Nacionalista como candidato a diputado nacional para las elecciones de febrero de 1946, acontecimiento que ofició de preludio de un largo y tortuoso suceder de desventuras con el Provincial de su Orden que se ahondaron tras la publicación de las cartas “Dic Ecclesiae”, en donde Castellani esbozó una serie de críticas a la Compañía de Jesús, en las que ya comenzaba a asomar el audaz polemista fustigador del fariseísmo. Se lo conminó, entonces, a abandonar la Orden voluntariamente, se rehusó y viajó a Europa con el objetivo infructuoso de exponer su caso. Fue confinado dos años en Manresa, de donde escapó en 1949 para regresar a la Argentina. Expulsado definitivamente de la Orden, se refugió temporalmente en la diócesis de Salta, donde subsistió como docente. Recién en 1952 le fueron devueltas sus cátedras en Buenos Aires, tres años después se lo rehabilitó para decir misa y en 1966 arregló su situación con la Iglesia, de la que jamás apostató y a la que sirvió en su fe hasta sus últimos días: “De modo que la primera parte deste protocolo consistiría en quejarme que la Iglesia me ha perseguido y la Patria me ha pospuesto y postergado; y de ahí concluir que hay un estrato de vitriolo en el fondo de la Iglesia y un gusano inmortal en el seno de la Patria. Pero después deso tendré que confesar que la Patria me ha dejado vivir- lo cual no es poco- y la Iglesia me ha enseñado la fe de Cristo” (Seis ensayos y tres cartas).
Los crímenes del Liberalismo
Castellani golpeó como puños premiosos contra las puertas del liberalismo como causa fundante de los males del país: “Lo más conducente entre nosotros para probar que el liberalismo es pecado, es examinar los efectos del liberalismo en la Argentina. Son tan feos que sólo pueden proceder de un pecado. ‘Por sus frutos los discerniréis’. He aquí los diez crímenes (…) El liberalismo exterminó al indio. El liberalismo arruinó la educación argentina. El liberalismo relajó la familia argentina. El liberalismo esterilizó la inteligencia argentina. El liberalismo nos infundió un ánimo abatido (…) un complejo de inferior. El liberalismo mutiló a la Nación de su territorio natural histórico. El liberalismo empequeñeció a la Iglesia argentina. El liberalismo creó gratis el problema judío. El liberalismo nos enfeudó al extranjero. El liberalismo rompió la concordia y creó la división espiritual de los argentinos que actualmente se encamina a una crisis dolorosa” (Sentencias y aforismos políticos).
La Argentina era en consecuencia “como un cigarro fumado a la vez por las dos puntas” (Jauja, 1969), cuya norma era la “propensión a entregarse del todo al extranjero” (La religión y la libertad, 1956). La riqueza producida por el sudor del trabajador argentino sangraba hacia afuera y encadenaba al país a ser una semicolonia económicamente raquítica y espiritualmente vencida: “La cuestión económica y la política exterior, es decir, los dos problemas polos de todo gobierno REAL (…) nos eran dados hechos desde fuera; y para que nos creyésemos Nación, nos dejaban divertirnos, afanarnos y matarnos con los triquitraques sórdidos de la ‘política interna’”. O sea, la farsa demoliberal que consistía “en el llamado JUEGO DE LOS PARTIDOS, instrumento artificial de una pseudodemocracia, que tiene poquísimo de política real (…) consiste simplemente, al final del proceso del régimen liberal, en que NO HAY PARTIDOS. No hay una cosa realmente partida -a no ser la concordia y el bien común de la Nación-, hay una sola cosa real (…) Los partidos liberales (…) tienden a convertirse en una clase de hombres homogéneos moral, intelectual y hasta caractéricamente, que se adjudican como prebenda la función de gobernar, y luchan continuamente (…) por el poder; en el cual, si las cosas marchan como deben, lo justo es que se vayan turnando”, y dice más: “no había diferencia esencial alguna en los «programas» (…) ni en las «doctrinas». Lo cual no quiere decir no hubieran brutales diferencias en las codicias («quítate tú que me pongo yo»), obcecadas diferencias en los ánimos («nosotros somos los buenos, nosotros ni más ni menos; los otros son unos potros, comparados con nosotros»)” (Seis Ensayos y Tres Cartas).
Así, los dirigentes del liberalismo “cayeron en la tentación que ahora llaman «progresismo»; o sea, de vender el alma al diablo y las riquezas del país a los Malditos, a cambio de un aparatoso progreso técnico, al cual pagamos escandalosamente caro y no conseguimos entero, pues todavía estamos subdes, según nos echan en cara” (Jauja, 1969). El fundamento de que una Nación rica y con sobradas condiciones de convertirse en potencia hubiese aceptado tan indigno vasallaje, o sea, la capitulación política y el expolio de la riqueza nacional, para Castellani estaba directamente ligado a la colonización espiritual del país: “Si caímos en redes de foráneos mercaderes, fue porque primero escuchamos silbos de foráneos masones, y el miasma sutil de la herejía había contaminado entre nosotros los intelectos. El Liberalismo antes de ser un mal sistema político y un mal método económico, es una mala teología, es una herejía, una cosa espiritual, que no se puede conjurar del todo sino en su propio centro, que es la región de la estratósfera donde combaten invisiblemente los espíritus” (Crítica Literaria). Por tanto: “La Argentina (…) No será del todo independiente mientras no sepa pensar sola” (La Reforma de la Enseñanza).
Palabras que parecen escritas hoy como azotes a la “idolatría” de lo políticamente correcto que viene imponiendo hace décadas una nueva “fe” donde prima el relativismo radical y la “libertad de opinión” por sobre la búsqueda de una verdad trascendente, cuyo corolario al decir de Castellani es el “chillar los ineptos hasta acallar al sabio” (El nuevo gobierno de Sancho). Pensamiento que postula que todas las opiniones valen lo mismo, que todo es discutible hasta el derecho sagrado a la vida sobre el que se asientan el resto de los derechos, junto al consignismo vacuo anudado a reclamos histéricos de más derechos sin ninguna obligación del pensamiento progresista cuyos valores son los valores elementales del liberalismo que bajo ropajes variados mantiene su esencia: globalismo y cosmopolitismo, ataque a la tradición, tecnocracia y economía de libre mercado, individualismo y hedonismo, destrucción de la persona humana, de la familia y de la comunidad, democracia como el dominio de las minorías sobre las mayorías. Guerra sin cuartel contra la nacionalidad en el suelo que lo único que produce para sus hijos es hambre, pobreza y dolor: “No son la Patria los que actualmente y desde hace mucho tiempo mangonean el país a su gusto o a gusto del diablo (…) No es la Patria la ideología liberal, la plutocracia mercantil ni el imperialismo extranjero; esas cosas no se pueden consagrar al Corazón de María. (…) ¡Cómo va a ser la Patria esta inmensa laguna en que andamos braceando con desesperación, nadando contra corriente y empantanándonos sin poder ir ni atrás ni adelante; esta casona derruida donde respiramos aire gastado, comemos pan duro, estamos inundados de mentiras y pamplinas, leemos o vemos cada días que nos dan en rostro, estamos vejados por el cretinismo ambiente y creciente, soportamos vergüenzas nacionales!” (Seis ensayos y tres cartas).
En defensa de la Tradición y la Cristiandad que reintegrasen a la Argentina su fisonomía católica e hispánica limpiándola de elementos extranjerizantes -“El eje permanente de la historia argentina es la pugna entre la tradición hispánica y el liberalismo foráneo, bajo cuyo signo nacimos a la ‘vida libre’”-, Castellani formuló la necesidad de restauración de un principio de autoridad y de un orden moral justo. El país debía entrar en “la etapa de la inteligencia”, como elemento unificador de la vida afectiva comunitaria. La Nación dependía de “muchos factores, algunos materiales como la geografía, la economía y la raza; otros formales como la religión, un ideal histórico común, y la lengua, que los une a todos”, que actúan como plataforma fundante de un ideal trascendente, elemento espiritual que hace posible la unidad nacional: “Una creencia común, que por trascendental cubra las diferencias contingentes individuales es el cemento indispensable de una sociedad que se concreta en un ideal nacional capaz de proponer una empresa conjunta con alcance universal” (Dinámica Social, 1951), porque “toda Nación para existir decentemente debe tener una misión en el mundo, una idea trascendental que realizar, llamada «el ideal nacional», porque así como el hombre no es fin de sí propio, tampoco las naciones” (Decíamos Ayer).
Es por eso que, a la par de la espera consoladora del único dogma del Credo aún no cumplido, el Venturus est, el regreso de Cristo a poner la justicia y el bien a la Tierra, llamó al despertar aunque más no sea de un puñado de argentinos dispuestos al sacrificio: “Y mientras ellos existan, aunque sea como generación sacrificada, la redención de la Argentina es posible” (Seis ensayos y tres cartas). Que así sea.
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